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Mientras Nejludov se besaba con el mujiky recibía de él un huevo teñido de color de ladrillo, vio salir de la iglesia el vestido tornasolado de Matrena Pavlovna y la querida cabecita negra de lazo rojo.

Inmediatamente Katucha lo divisó, a pesar de la muchedumbre que los separaba; y él vio cómo se le aclaraba el rostro.

En el atrio, la joven se detuvo para dar unos céntimos a los mendigos. Uno de ellos, que se le acercó, tenía una gran llaga roja en lugar de nariz. Ella cogió algo de su vestido, luego avanzó hacia él y lo besó tres veces, sin repulsión, con el mismo centelleo en los ojos. Al mismo tiempo sus ojos se encontraron con los de Nejludov; y era como si le hubiesen preguntado: «¿Está bien lo que estoy haciendo?»

«¡Desde luego, mi bienamada, todo está bien, todo es hermoso, te amo!»

Las dos mujeres bajaron los escalones, y Nejludov avanzó hacia ellas. Su intención no era desearles la Pascua, pero no podía impedir acercarse a Katucha.

-¡Cristo ha resucitado! -dijo Matrena Pavlovna con una señal de cabeza, una sonrisa y una voz que demostraban la igualdad de todos aquel día; luego se secó la boca con el pañuelo y se la ofreció a Nejludov.

-¡Verdaderamente resucitado! -respondió él, y la besó.

Lanzó una mirada a Katucha, que enrojeció y vino a colocarse muy cerca de él.

-¡Cristo ha resucitado, Dmitri Ivanovitch!

-¡Verdaderamente resucitado! - dijo él. Se besaron dos veces y se detuvieron, preguntándose si debían continuar; e inmediatamente, habiendo decidido que sí debían, se besaron una tercera vez, y los dos sonrieron.

-¿No van ustedes a casa del sacerdote? -preguntó Nejludov.

-No, esperaremos aquí, Dmitri Ivanovitch -dijo ella, haciendo un esfuerzo para hablar.

El pecho se le levantaba febrilmente; ella no dejaba de mirarlo a los ojos con sus ojos sumisos, vírgenes y amantes.

En el amor entre hombre y mujer sobreviene siempre el minuto en que este amor alcanza su apogeo y no tiene ya nada de premeditado ni de sensual. Nejludov había conocido ese minuto en aquella noche de la resurrección de Cristo. Ahora, sentado en la sala del jurado, si trataba de rememorar todas las circunstancias en que había visto a Katucha, se alzaba aquel minuto único borrando todo el resto: la negra cabecita cuidadosamente peinada, con su lazo rojo, su vestido blanco plisado, moldeando su talle virgen y esbelto y su pecho naciente, y aquel rubor, y aquellos ojos negros radiantes y tiernos, y, en todo su ser, los dos rasgos principales: la pureza de su amor virginal, no solamente hacia él, él lo sabía, sino hacia todos y hacia todo; no solamente hacia lo que había de bueno en el mundo, sino también hacia aquel mendigo al que había besado.

Ese amor, él lo sentía aquella noche en ella como en él mismo; y sentía que ese amor los fundía a los dos en un ser único.

«¡Ah, si hubiese podido perdurar en el sentimiento experimentado aquella noche! Sí -cavilaba, sentado ante una ventana en la sala del jurado-, todo lo que ocurrió de terrible entre nosotros no llegó sino después de aquella noche aniversario de la resurrección de Cristo.»

XVI

Al regreso de la iglesia, Nejludov comió con sus tías. Para reaccionar contra la fatiga, siguiendo una costumbre contraída en el regimiento, bebió varios vasos de aguardiente y de vino. Luego se retiró a su habitación, se tendió en la cama sin desnudarse y se quedó dormido inmediatamente. Lo despertó un golpe dado a la puerta, y la manera de golpear le indicó que era ella. Saltó de la cama frotándose los ojos.

-Katucha, ¿eres tú? ¡Entra! -dijo él.

Ella entreabrió la puerta.

-Lo llaman para comer —dijo

Llevaba su mismo vestido blanco, pero no el lazo en los cabellos.

Ella lo miraba a los ojos, el rostro radiante, como si le hubiesen anunciado alguna cosa extraordinariamente feliz.

-Ahora mismo voy- respondió, cogiendo un peine para ponerse en orden los cabellos.

Ella permaneció todavía unos minutos sin decir nada. Él, dándose cuenta, tiró el peine y se lanzó bruscamente hacia ella. Pero, en el mismo instante, ella se volvió con un movimiento ligero y se deslizó, con paso rápido, por la alfombra del corredor.

«¿Cómo he podido ser tan imbécil como para no retenerla?», pensó Nejludov.

Y corrió detrás de ella por el pasillo.

Él mismo no sabía lo que quería de la muchacha. Pero tenía la impresión de no haber hecho, cuando ella había entrado en su cuarto, lo que habría hecho todo el mundo.

-¡Katucha, espérate! -le dijo.

Ella se volvió y preguntó, deteniéndose:

-¿Qué pasa?

-No pasa nada; únicamente...

Y, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, recordando cómo obraban todos en casos parecidos, le pasó el brazo alrededor del talle.

Ella le miró fijamente a los ojos.

-No está bien, Dmitri Ivanovitch, no está bien —dijo, poniéndose toda roja ya punto de llorar.

Luego, con su nerviosa manecita, apartó el brazo que la había enlazado..

Nejludov la soltó. Tuvo de pronto una sensación de malestar y de vergüenza, más aún, de repugnancia contra sí mismo. En aquel instante decisivo habría debido creer en él mismo; pero no comprendió que esa vergüenza y esa repugnancia eran el mejor sentimiento de su alma; por el contrario, se imaginó que sólo su estupidez hablaba en él y que su deber era hacer como hace todo el mundo.

Persiguió de nuevo a Katucha, la volvió a agarrar por el talle y le deslizó un beso en el cuello. Pero ese beso no se parecía en nada a los dados en dos ocasiones anteriores: el primero, inconsciente, tras el bosquecillo de lilas; luego, los de aquella mañana, en la iglesia. En este momento su beso tenía algo de terrible, y ella lo comprendió.

-Pero, ¿qué hace usted? -exclamó ella con espanto, como si hubiese destruido para siempre algo infinitamente precioso; y huyó a todo correr.

Nejludov llegó al comedor. Encontró allí, ya sentados a la mesa, a sus tías vestidas con sus mejores galas, al médico y a una vecina. Todo transcurría como de ordinario, pero en el alma de Nejludov rugía la tempestad. No comprendía nada de lo que se le decía, respondía equivocadamente y no pensaba más que en el beso robado a Katucha, no pudiendo pensar en ninguna otra cosa. Cuando ella entró en el comedor, él no levantó los ojos hacia ella, pero todo su ser sentía, aspiraba su presencia, y tenía que hacer un esfuerzo para no mirarla.

Después de la comida volvió a su habitación. Muy conmovido, caminó largo rato de arriba abajo, el oído al acecho de los rumores de la casa, esperando el paso de Katucha. No solamente el animal que estaba en él había levantado la cabeza, sino que había pisoteado al ser espiritual que había existido en Nejludov cuando su primera estancia y todavía aquella mañana en la iglesia , y esta temible bestia humana reinaba ahora en su alma. Pero, aunque no cesase de espiar a Katucha, no pudo, ni una sola vez durante el día, encontrarse a solas con ella. No cabía duda de que ella lo esquivaba. Pero, hacia el anochecer, se vio obligada a entrar en una habitación contigua a la que él ocupaba. Habiendo consentido el médico en quedarse hasta el día siguiente, la joven había recibido la orden de prepararle una habitación donde pasar la noche. Al ruido de sus pasos, Nejludov, caminando quedamente y reteniendo el aliento, como si fuera a cometer un crimen, se deslizó en la habitación donde ella estaba.

Ella tenía las manos metidas en una funda a fin de introducir allí la almohada. Se volvió hacia Nejludov y sonrió, pero no con aquella sonrisa gozosa y confiada de otros tiempos, sino con una sonrisa temerosa, angustiada. Parecía decirle a Nejludov que lo que hacía estaba mal, y éste se detuvo un instante. En aquel momento la lucha aún era posible. Muy débilmente, él oía la voz de su verdadero amor, que le hablaba de ellade sus sentimientos para con ella, de la vida de ella. Pero otra voz le decía: «¡Ten cuidado, vas a dejar escapar tufelicidad, tuplacer!». Y la última voz ahogó a la primera. Con paso resuelto, avanzó hacia la joven, obedeciendo a un sentimiento bestial, irresistible.