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En lo íntimo de su alma, él sabía que su obligación era marcharse y que obraba mal al prolongar su estancia en casa de sus tías; sabía que nada bueno podría salir de ello; pero en vista del placer y la alegría experimentados, imponía silencio a su conciencia y permanecía allí.

El sábado por la tarde, víspera de Pascuas, el sacerdote, acompañado del diácono y del sacristán, vinieron para celebrar maitines; hablaron de todas las fatigas que habían tenido que soportar para franquear en trineo las charcas producidas por el deshielo durante el camino de tres verstas que separaba la iglesia de la casa de las ancianas señoritas.

Nejludov, con sus tías y todos los sirvientes, asistió a la ceremonia. Nodejó de examinar a Katucha, quien permanecía junto a la puerta, el incensario en la mano , y cuando, siguiendo la costumbre, hubo cambiado con el pope, y luego con sus tías, los tres besos, y cuando estaba a punto de regresar a su habitación, oyó en el corredor la voz de Matrena Pavlovna, la vieja camarera; y ésta decía que se preparaba a ir a la iglesia con Katucha para asistir a la bendición del pan pascual. «¡También yo iré!», se dijo Nejludov.

El camino estaba tan intransitable, que no se podía soñar siquiera en ir a la iglesia ni en coche ni en trineo. Por eso Nejludov hizo ensillar el viejo caballo, aquel al que llamaban «el potro del hermano», y, en lugar de irse a acostar, se puso su brillante uniforme, se colocó su capote de oficial y, sobre el viejo caballo demasiado nutrido, pesado, relinchando sin cesar en medio de la noche, a través de la nieve y del fango, se dirigió a la iglesia del pueblo.

XV

Aquella misa nocturna debía marcar uno de los recuerdos más duraderos y radiantes en la vida de Nejludov.

Cuando, después de una larga carrera a través de las tinieblas, alumbradas solamente, a trechos, por el reflejo blanco de la nieve, penetró por fin, cabalgando el potro, que movía las orejas al ver las lamparitas encendidas alrededor de la iglesia, en el patio de ésta, el servicio había comenzado ya.

Al reconocer en el jinete al sobrino de María Ivanovna, los campesinos lo condujeron a un sitio seco, donde pudo apearse, le recogieron el caballo y le abrieron las puertas de la iglesia, ya llena de gente.

A la derecha estaban los mujiks. Los viejos, con caftanes confeccionados en casa, los pies rodeados de tiras de tela blanca y calzados con alpargatas hechas de corteza de tilo nuevo. Los jóvenes, con caftanes de paño nuevo, ceñidos los riñones con una faja clara, y en los pies grandes botas. A la izquierda estaban las mujeres, tocadas con pañolones de seda vestidas con justillos de terciopelo de mangas rojo vivo faldas azules verdes, rojas, y calzadas con zapatos herrados: Las de más edad, modestas, con sus pañolones blancos y sus caftanes grises, se habían colocado en el fondo. Entre ellas y las mujeres mejor vestidas se alineaban los niños, muy arregladitos, con los cabellos untados de aceite. Los mujiksse santiguaban haciendo grandes ademanes y ceremoniosos saludos, echando hacia atrás su cabellera cuando se incorporaban; las mujeres, sobre todo las viejas, miraban obstinadamente el icono rodeado de cirios, apoyaban vigorosamente sus dedos cruzados por turnos sobre la frente, los hombros y el vientre, mascullando oraciones, se inclinaban y se ponían de rodillas. Imitando a las personas mayores, los niños rezaban con fervor, sobre todo cuando las miradas se posaban en ellos. El iconostasio o biombo de oro lanzaba un raudal de luz en medio de los cirios envueltos en oro. De la misma manera el gran candelabro estaba todo guarnecido de velas. Cantores de buena voluntad formaban dos coros en que el mugido de los bajos se acompasaba con el soprano agudo de las voces infantiles.

Nejludov avanzó hasta la primera fija. La aristocracia ocupaba el centro, representada por un propietario rural del país, con su mujer y su hijo, este último vestido de marinero; luego el comisario de policía rural, el telegrafista, un comerciante calzado con botas altas y el alcalde del pueblo con su medalla al cuello; ya la derecha de la tribuna-púlpito, detrás de la mujer del propietario, Matrena Pavlovna, con un vestido de colores cambiantes, cubiertos los hombros con un chal ribeteado por una banda blanca. Cerca de ella, Katucha, con vestido blanco plisado, ceñido el talle por un cinturón azul, y con un lazo rojo en sus negros cabellos.

Todo tenía aire de fiesta; todo era solemne, alegre y encantador: los sacerdotes, con su casulla de plata, cortada por una cruz de oro; el diácono y el sacristán, con sus estolas bordadas de oro y de plata; los cantos de alegría de los sochantres aficionados, de relucientes cabellos; las bendiciones repetidas del sacerdote, que elevaba el cirio por encima de los fieles; la manera como todo el mundo salmodiaba muchas veces: «¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha resucitado!» Todo eso era bello, pero más bella aún era Katucha, con su vestido blanco, su cinturón azul, su lazo rojo en sus negros cabellos y sus ojos encendidos de alegría.

Nejludov comprendió que ella lo veía sin volverse. Vio eso al pasar muy cerca de ella para ir hacia el altar. No teniendo por qué hablarle, se las compuso sin embargo para decirle:

-Mi tía la avisa que se comerá después de la misa final. Como siempre, en cuanto Katucha divisó a Nejludov, su joven sangre le afluyó al rostro y sus negros ojos se detuvieron en él risueños, dichosos, en una mirada ingenua de arriba abajo.

-Sí, ya lo sé- respondió ella.

En aquel momento, el sacristán, que atravesaba por entre la muchedumbre con un jarrón de cobre, pasó cerca de la muchacha y, sin verla, la rozó con su estola. Por deferencia había querido borrarse ante Nejludov y así había rozado a Katucha. Pero Nejludov se quedó estupefacto al ver que el sacristán no comprendía que todo lo que existía en la iglesia, en el mundo, no existía más que para Katucha y que ella sola, centro del universo entero, no debía pasar inadvertida. Para ella brillaba el oro del iconostasio, ardían los cirios del candelabro; para ella subían todos aquellos cantos de alegría: «¡La Pascua del Señor! ¡Humanos, alegraos!». Y todo lo que era hermoso y bueno en la tierra era para Katucha, y Katucha debía comprenderlo así, porque Nejludov lo sentía al ver las formas esbeltas de la joven, moldeadas en su vestido blanco plisado, y su rostro lleno de alegría recogida, diciéndole que todo lo que cantaba en él debía también cantar en ella.

En el intervalo entre la misa nocturna y la misa de la aurora, Nejludov salió de la iglesia. Delante de él, la muchedumbre se apartaba y lo saludaba. Algunos lo reconocían; otros preguntaban: «¿Quién es?» Se detuvo en el atrio. Los mendigos lo rodearon; les distribuyó todo el dinero menudo que llevaba en el portamonedas y bajó la escalera del patio.

Ya el alba empezaba a despuntar, pero el sol no aparecía aún. Los fieles iban a sentarse entre las tumbas que rodeaban la Iglesia. Katucha se había quedado en el interior, y Nejludov se detuvo para aguardarla.

Haciendo resonar los clavos de las botas sobre las losas, la multitud continuaba saliendo y se diseminaba por el patio y por el cementerio de la iglesia.

Un viejo de cabeza bamboleante, antiguo pastelero de María Ivanovna detuvo a Nejludov y lo besó tres veces; luego su mujer, una viejecita toda arrugada, cubierta la cabeza con un pañuelo de seda, le tendió un huevo teñido de amarillo azafrán. Detrás de ellos, un joven y vigoroso mujik, vestido con un caftán nuevo con un cinturón verde, se acercó sonriendo.

-¡Cristo ha resucitado! -dijo con una mirada risueña y bondadosa; y pasando los brazos por el cuello de Nejludov, cosquilleándole el rostro con su corta barba rizada, mientras lo impregnaba con su olor especial y sano de mujik, lo besó tres veces en plena boca con sus labios fuertes y frescos.