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-¡Adiós, Katucha, y gracias por todo! -le murmuró tras el gorrito de Sofía Ivanovna, antes de subir en el coche que iba a llevárselo.

-¡Adiós, Dimitri Ivanovitch!- dijo ella con su voz acariciadora.

Luego, esforzándose en reprimir las lágrimas que empezaban a correrle de los ojos, huyó a la antecámara para llorar allí a sus anchas.

XIII

Tres años pasaron antes de que Nejludov volviese a ver a Katucha , y cuando volvió a verla, durante un alto que hizo en casa de sus tías, cuando iba a incorporarse a su regimiento, pues acababa de ser nombrado oficial, era ya un hombre muy diferente del que había pasado el verano, tres años antes, en casa de las ancianas señoritas.

En otros tiempos había sido un muchacho leal y desinteresado, siempre dispuesto a entregarse de todo corazón a lo que pensaba que era el bien; hoy no era más que un egoísta refinado, un libertino que no amaba más que su placer. En otros tiempos, el mundo divino se le aparecía como un enigma que él se esforzaba en descifrar con un gozoso entusiasmo; ahora, todo en esta vida era para él simple y claro, todo le parecía subordinado a las condiciones del medio ambiente. En otros tiempos consideraba importante y necesario la comunión con la naturaleza, con los hombres que habían vivido, pensado y sentido antes que él (filósofos y poetas); ahora consideraba necesarias e importantes las instituciones humanas y la compenetración con sus camaradas. En otros tiempos, la mujer era a sus ojos una criatura misteriosa y encantadora, que extraía su encanto de su misterio mismo; ahora, la mujer, cualquier mujer, exceptuando a sus parientes o a las mujeres de sus amigos, tenía según él un sentido muy definido: era únicamente el instrumento de un goce ya apreciado y que era el que más le agradaba. En otros tiempos no tenía necesidad alguna de dinero; apenas gastaba la tercera parte de la asignación que le entregaba su madre; podía renunciar a la herencia paterna y dársela a los campesinos; ahora hallaba insuficientes los mil quinientos rublos mensuales dados por su madre y ya había tenido con ella desagradables explicaciones sobre asuntos de dinero. En otros tiempos consideraba que su ser espiritual era su verdadero yo; ahora consideraba como su yosu ser bestial, sano y vigoroso.

Y la transformación tan profunda que se había operado en él provenía simplemente de que había abandonado su creencia en sí mismo en provecho de su creencia en los demás, y la causa de este cambio de creencia se fundaba en que vivir creyendo en sí mismo le parecía demasiado difícil, porque para vivir creyendo en sí mismo tenía que decidirse no en favor de su yoanimal, únicamente preocupado por el placer, sino casi siempre en contra de él; mientras que al vivir creyendo en los demás se ahorraba tener que decidir nada, pues todo se encontraba decidido de antemano contra su yomoral, en beneficio de su yoanimal. Más aún, su creencia en sí mismo lo exponía sin cesar a la desaprobación de los hombres; creyendo por el contrario en los demás, estaba seguro de merecer el elogio de quienes lo rodeaban.

Así, cuando los pensamientos, las aventuras o las palabras de Nejludov versaban sobre Dios, la verdad, la riqueza o la pobreza, todos los que él frecuentaba juzgaban sus preocupaciones irrazonables, a menudo ridículas; con una benévola ironía, su madre y sus tías lo llamaban «nuestro querido filósofo»; y cuando, por el contrario, leía novelas, contaba anécdotas escabrosas o citaba detalles sobre el vodevil representado en el Teatro Francés, todo el mundo lo aplaudía y lo encontraba encantador. Si, creyendo que era su deber limitar sus necesidades, llevaba un abrigo usado o se abstenía de beber vino, todo el mundo lo tachaba de originalidad que tenía por móvil la vanagloria y el deseo de singularizarse; pero, por el contrario, cuando el dinero gastado en sus placeres excedía de sus recursos, bien en las cacerías, bien en el lujo con que había adornado su despacho, todos alababan su buen gusto y le daban objetos de valor. Cuando era casto y experimentaba el deseo de seguir siéndolo hasta su casamiento, su familia entera temblaba por su salud; por el contrario lejos de entristecerse su madre casi se había alegrado al enterarse de que ya se había convertido en hombre y que acababa de quitarle a uno de sus camaradas una cierta dama francesa. En cuanto al episodio de lo que había podido pasar con Katucha y en las veleidades que había tenido Nejludov de casarse con ella, la princesa no podía pensar en eso sin terror.

Igualmente, cuando Nejludov había dado a los campesinos la pequeña finca que había heredado de su padre, porque la posesión de la tierra le parecía una injusticia, su decisión había dejado estupefactos a todos sus familiares y conocidos, que acudieron a hacerle reproches y a gastarle bromas sin cuento. Le habían repetido hasta la saciedad que, lejos de enriquecerlos, el regalo hecho por él a los campesinos los había empobrecido, que habían montado tres tabernas en su pueblo y habían dejado en absoluto de trabajar. Por el contrario, cuando su entrada en el regimiento de la Guardia le había abierto las puertas de la alta aristocracia y había empezado a gastar tanto dinero, que su madre había tenido que tomar un anticipo Sobre su capital, la princesa Elena Ivanovna apenas se había contristado, considerando que era natural e incluso conveniente para él vacunarse así contra la enfermedad de la locura de la juventud, y eso en buena compañía.

Al principio, Nejludov había presentado cierta resistencia a aquel nuevo género de vida; pero la lucha le resultaba muy difícil, porque todo lo que él tenía por bueno, cuando creía en sí mismo, era tenido por malo por los demás, en tanto que, a la inversa, lo que le parecía malo lo declaraba excelente la gente que lo rodeaba. Por eso acabó cediendo: había dejado de creer en sí mismo para empezar a creer en los demás. Muy al principio, esta capitulación ante sí mismo le había resultado desagradable; pero esta primera impresión fue pasajera; había comenzado a fumar y a beber vino, y como aquel sentimiento penoso había desaparecido por sí mismo, se sintió como aliviado de un peso.

Desde entonces, con su naturaleza apasionada, Nejludov se había entregado por entero a aquella vida nueva que era la de su medio ambiente y había ahogado por completo en él la voz que reclamaba otra cosa. Su llegada a Petersburgo marcó el principio de ese cambio que culminó al ser admitido en el regimiento de la Guardia.

En general, el servicio militar es disolvente, desde el momento en que pone a los hombres en condiciones de completa ociosidad. El honor especial del regimiento, del uniforme, de la bandera, al mismo tiempo que el poder discrecional de los jefes y la sumisión de los subordinados, ocupan el lugar del trabajo útil y de los deberes impuestos a todos los hombres.

Pero cuando, a este disolvente contenido en el servicio militar mismo, desde el punto de vista general, con su honor del regimiento, del uniforme y de la bandera y la autorización de la violencia y del asesinato, viene a añadirse el de la riqueza y el del contacto con la familia imperial (como sucede en los regimientos de la Guardia, donde sirven solamente los oficiales ricos y nobles), resulta de ello un estado de egoísmo insensato, y en este estado se encontraba Nejludov después que se había hecho oficial y que vivía como sus camaradas.

No había más que hacer sino ponerse un bonito uniforme bien confeccionado por otros; un casco y armas, igualmente hechos, limpiados y servidos por otros; caracolear sobre un soberbio caballo, nutrido y educado también por otros; galopar con sus camaradas, blandir el sable, disparar tiros y enseñar este oficio a otros hombres. Ésa era toda la tarea, y los colocados en más altos lugares: jóvenes y viejos, el zar, su camarilla, todos, no solamente aprobaban esta ocupación, sino que la alababan y se mostraban agradecidos por la misma. Se consideraba, además, bueno e importante gastar el dinero sin profundizar en sus orígenes, comer y sobre todo beber en los círculos de oficiales o en los establecimientos más caros; luego, los teatros, los bailes, las mujeres; de nuevo la galopada y el molinete del sable; y una vez más el dinero tirado a manos llenas, el vino, las cartas y las mujeres.