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El presidente no se dirigió a continuación a la detenida, porque en aquel momento le pedía al juez de gafas su aprobación sobre el orden de las preguntas preparadas y anotadas con anticipación:

Y prosiguiendo su interrogatorio, preguntó:

-¿Qué pasó después?

-Volví a casa- continuó Maslova, ya con un poco más de valor y mirando sólo al presidente -; di el dinero a la patrona y me acosté. Apenas me había quedado dormida, la muchacha Berta me despertó diciéndome: «¡Baja, tu comerciante ha vuelto!» Yo no quería bajar, pero mi patrona me dio la orden de que lo hiciera, y élestaba allí, en el salón, ofreciendo bebidas a todas las señoritas; y luego quiso pedir más vino, pero ya no tenía dinero. (La palabra élla había pronunciado con un terror evidente.) La «señora» no quiso fiarle. Entonces él me envió a su habitación del hotel, habiéndome dicho dónde tenía el dinero y la cantidad que debía coger, y me marché.

El presidente proseguía en voz baja su conversación con el de la izquierda y no había oído nada de lo que había dicho Maslova; mas, para hacer creer que lo había escuchado todo, creyó que era su deber repetir las últimas palabras:

-Usted se marchó. ¿Y qué pasó después?

-Llegué al hotel e hice exactamente lo que el comerciante me había ordenado- dijo Maslova -. Entré en la habitación, pero no entré sola; llamé a Simón Mijailovitch ya ésa también- añadió señalando a Botchkova.

-¡Mentira! ¡Lo que se dice entrar, no entré...! -empezó a decir Botchkova; pero le cortaron la palabra.

En presencia de ellos cogí los cuatro billetes rojos 4-continuó Maslova con aire sombrío y sin mirar a Botchkova.

-Al coger esos cuarenta rublos- intervino de nuevo el fiscal-, ¿no vio la acusada cuánto dinero había en la maleta?

A esta pregunta del fiscal, Maslova se estremeció de nuevo. No sabía cómo ni por qué, pero sentía que aquel hombre quería hacerle daño.

-No conté- dijo Maslova -; vi que no había más que billetes de cien rublos.

-Por tanto, la acusada vio billetes de cien rublos. No tengo más que preguntar.

-Y luego -continuó el presidente, consultando su reloj-, llevó usted el dinero, ¿no?

-Lo llevé.

-¿Y después?

-Después, el comerciante me hizo ir de nuevo a su habitación- dijo Maslova.

-Y bien, ¿cómo le hizo usted tomar los polvos? -preguntó el presidente.

-Los eché en el aguardiente y se lo di.

-¿Y por qué se los dio usted?

Ella no respondió en seguida y dejó escapar un profundo suspiro.

-Él no me dejaba nunca. En fin, yo estaba cansada. Entonces salí al corredor y le dije a Simón Mijailovitch: «¡Si quisiese dejarme marchar! ¡Estoy tan cansada!» y Simón Mijailovitch me dijo: «También a nosotros nos fastidia. Démosle unos polvos para hacerlo dormir y podrás irte.» Yo dije: «Bien», y pensé que eran unos polvos que no causaban daño. Me dio un papel, volví a entrar en la habitación, y él, que estaba acostado detrás del biombo, me mandó que le diese aguardiente. Entonces cogí la botella que estaba sobre la mesa; llené dos vasos, uno para él y otro para mí, eché los polvos en su vaso y se lo di. ¿Cómo iba a dárselos si hubiese sabido lo que era?

-Bueno, ¿y cómo entró usted en posesión del anillo? -preguntó el presidente.

Él mismo me lo dio.

-¿Cuándo se lo dio?

-En cuanto llegué a su habitación, quise irme; entonces me dio un golpe en la cabeza y me rompió el peine. Me enfadé y quería marcharme; para que no me fuese se quitó la sortija del dedo y me la dio.

En aquel momento, el fiscal interino se levantó de nuevo y, con el mismo aire de falsa bonachonería, pidió autorización para hacer unas nuevas preguntas. Habiendo recibido el permiso, inclinó la cabeza sobre el cuello bordado de oro de su uniforme y preguntó:

-Quisiera saber cuánto tiempo permaneció la acusada en la habitación del comerciante Smielkov.

Un espanto súbito se apoderó de nuevo de Maslova. Paseó del fiscal al presidente una mirada inquieta y respondió muy aprisa:

-No me acuerdo cuánto tiempo.

-Está bien. Pero, ¿no ha olvidado igualmente la acusada si, a su salida de la habitación del comerciante Smielkov entró en algún otro sitio del hotel?

Maslova reflexionó un momento:

-Entré en la habitación contigua, que estaba vacía —respondió.

-¿Y para qué entró usted allí? -preguntó el fiscal, que se olvidó de dirigirse a ella indirectamente.

-Para arreglarme un poco mientras esperaba un coche.

-¿Kartinkin entró no entro en esa habitación con la acusada?

-Entró también.

-¿Y para qué entró?

-Todavía quedaba en la botella aguardiente, que bebimos juntos.

-¡Ah! Bebieron ustedes juntos. Muy bien. ¿Y la detenida habló de algo con Simón?

Maslova, de súbito, se ensombreció, se puso púrpura y respondió vivamente:

-No hablé de nada. Todo lo que hubo, lo he dicho; y no sé nada más. ¡Hagan de mí lo que quieran: no soy mentirosa, eso es todo!

-No tengo nada más que preguntar- dijo el fiscal al presidente, con un encogimiento de hombros, y se apresuró a anotar en el boceto de su discurso que la detenida misma confesaba haber entrado con Simón en una habitación vacía.

Hubo un silencio.

-¿No tiene usted nada que añadir?

-Lo he dicho todo -repitió Maslova. Luego lanzó un suspiro y se sentó.

El presidente anotó entonces algo en sus papeles. Escuchó una comunicación que le fue hecha al oído por el juez de la izquierda y declaró suspendida la vista durante veinte minutos; luego se levantó a toda prisa y abandonó la sala.

El asesor que le había hablado era el juez de luenga barba y grandes ojos bondadosos; ese juez se sentía el estómago un poco revuelto y había expresado el deseo de darse un masaje y tomar alguna medicina. Es lo que había dicho al presidente y por lo que éste había suspendido la vista.

Después de los jueces, se levantaron igualmente los juraos, los abogados y los procuradores, con la conciencia de haber cumplido ya en gran parte una obra importante, y se dispersaron por todos lados.

En cuanto entró en la sala del jurado, Nejludov se sentó ante la ventana y se puso a pensar.

XII

Sí, desde luego era Katucha.

Y las relaciones entre Nejludov y ella habían sido las siguientes:

Él la había visto por primera vez cuando, en su tercer año de universidad se había instalado en casa de sus tías para preparar allí cómodamente su tesis sobre la propiedad de la tierra. Pasaba ordinariamente los veranos con su madre y su hermana, en la finca que la primera poseía en los alrededores de Moscú. Pero, habiéndose casado su hermana aquel año mismo, su madre había partido al extranjero. Nejludov, teniendo que escribir su tesis, se había decidido a pasar el verano en casa de sus tías. Sabía que en aquel retiro encontraría una calma propicia para su trabajo, sin que nada viniera a distraerlo. Las viejas señoritas querían mucho a su sobrino y heredero, y él también las quería y le gustaba la simplicidad de aquella vida a la antigua usanza.

Se encontraba entonces en aquella disposición de ánimo entusiasta propia del joven que por primera vez reconoce por sí mismo y no por indicación de los demás toda la belleza y todo el precio de la vida; que concibe la posibilidad de una perfección continua, tanto para él como para el mundo entero, y que se entrega a ella no solamente con la esperanza, sino con la completa certidumbre de alcanzar la perfección con que sueña. Aquel mismo año, en la universidad, había leído la Social staticsde Spencer, y la argumentación de éste sobre la propiedad rústica le había causado una impresión muy fuerte, sobre todo en su condición de hijo de una propietaria de grandes fincas. Su padre no había tenido fortuna; pero su madre había aportado como dote diez mil deciatinas de tierras, y por primera vez comprendía él la crueldad y la injusticia del régimen de la propiedad rústica privada. Siendo, por naturaleza, de esos que extraen del sacrificio, realizado en vista de una necesidad social, un alto gozo moral, había decidido inmediatamente renunciar por su parte al derecho de propiedad sobre su tierra y dar a los campesinos todo lo que le correspondía de su padre. Sobre ese tema estaba concebida su tesis.

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4los billetes rojos eran los de diez rublos- N. del T.