Hizo conocer seguidamente a los jurados sus derechos: hacer preguntas a los detenidos por conducto del presidente, tener un lápiz y papel, examinar las piezas de convicción; sus obligaciones eran: juzgar según la justicia, no según la injusticia; su responsabilidad consistía en observar el secreto de sus deliberaciones; por tanto, si en el ejercicio de sus funciones de jurados se comunicaban con terceros, se harían acreedores a una pena severa.
Toda la concurrencia escuchó aquello con recogimiento. El comerciante, que expandía en torno de él un tufo a aguardiente y reprimía ruidosos hipidos, inclinaba la cabeza a cada frase del presidente en señal de aprobación.
IX
Después de su alocución, el presidente se volvió hacia los acusados:
-Simón Kartinkin, levántese usted - dijo.
-Simón se levantó bruscamente; sus músculos faciales se movieron aún más aprisa.
-¿Su nombre?
-Simón Petrov Kartinkin - respondió de una sola tirada, con una voz seca, el acusado, que de antemano habla preparado sus respuestas.
-Profesión?
-Nos somos campesino.
-¿Qué gobierno? ¿Qué distrito?
-Gobierno de Tula, distrito de Kaprivino, comuna de Kupianskkkoie, pueblo de Borki.
-¿Qué edad tiene usted?
-Año trigésimo cuarto, nacido en mil ochocientos...
-¿Qué religión?
-Nos somos de la religión rusa, ortodoxa.
-¿Casado?
-De ninguna manera.
-¿En qué trabajaba usted?
-Nos trabajábamos en los corredores del Hotel de Mauritania.
-¿Ha comparecido ya alguna vez ante la justicia?
-Nos no hemos comparecido nunca ante la justicia, porque como nos vivíamos antes...
-¿Nunca ha comparecido usted ante la justicia?
-¡Dios me libre! ¡Nunca!
-¿Ha recibido usted una copia del acta de acusación?
-Nos la hemos recibido.
-Siéntese usted... Eufemia Ivanovna Botchkova- prosiguió el presidente dirigiéndose a una de las mujeres.
Pero Simón seguía estando en pie y tapaba a Botchkova.
-¡Kartinkin, siéntese usted!
Kartinkin persistía en quedarse de pie.
-¡Kartinkin, siéntese usted!
El portero de estrados, adelantando la cabeza y poniendo ojos feroces, lo intimó, con voz severa, a que se sentase. Solo entonces se sentó; pero puso en ello la misma brusquedad que había puesto en levantarse y, envolviéndose en su capote, continuó moviendo las mejillas.
-¿Cómo se llama usted?
El presidente se dirigía así a una de las acusadas, sin ni siquiera mirarla, sin dejar de consultar un papel que tenía en la mano. Acostumbrado a este procedimiento, y para ir más aprisa, le era fácil hacer dos cosas a la vez.
Botchkova tenía cuarenta y tres años. Estado social: aldeana de Koloma. Profesión: sirvienta en el mismo Hotel de Mauritania. Nunca había comparecido ante la justicia. Había recibido copia del acta de acusación. Pero había una especie de provocación atrevida en sus respuestas, como si hubiese querido decir: «Sí, es muy cierto que soy Eufemia Botchkova, y he recibido la copia, y me enorgullezco de ello, y no concedo a nadie el derecho a reírse de eso.» No hubo que decirle que se sentara: lo hizo en cuanto su interrogatorio acabó.
-¿Cómo se llama usted? -dijo el galante presidente con una dulzura muy particular a la otra acusada. Y añadió de una manera afable, viendo que Maslova se quedaba sentada -: Tiene usted que levantarse.
Maslova se puso en pie con aire sumiso; la cabeza derecha, el pecho adelantado, sin responder, clavando en el presidente sus ojos negros y risueños que bizqueaban ligeramente.
-¿Cómo la llaman a usted? -¡Lubov! —respondió ella vivamente.
Mientras tanto, a cada interrogatorio de los detenidos, Nejludov, provisto de sus impertinentes, examinaba al interrogado, y fijos los ojos en el rostro de esta acusada, pensaba: «Es imposible. ¿Cómo Lubov?», se decía al oír la respuesta.
El presidente quería hacer otra pregunta. Pero el juez de gafas le había dicho humorísticamente algunas palabras que lo detuvieron. Asintió con una inclinación de cabeza y se volvió hacia la detenida:
-¿Cómo Lubov? -preguntó-. Está usted inscrita con nombre.
La acusada guardaba silencio.
-Le pregunto cuál es su verdadero nombre.
-Su nombre de pila -intervino el juez escrupuloso. -En otros tiempos me llamaban Catalina.
Y Nejludov seguía diciéndose: «¡Es imposible!» Sin embargo, ya no dudaba: era desde luego la ahijada-doncella por la que había tenido un acceso de pasión, a la que había seducido, en un momento de locura, y abandonado luego. Desde entonces, es verdad, había evitado traer a la memoria aquel recuerdo desagradable, humillante para él, porque él, tan orgulloso de su lealtad, tenía conciencia de haberse conducido cobardemente con aquella mujer.
Y era ella, en verdad. Él reconocía en sus rasgos ese no sé qué de misterioso que caracteriza cada rostro, lo singulariza entre todos y lo hace único, sin sosias... A pesar de la palidez enfermiza y del abotagamiento, volvía a encontrar aquella singularidad en todo el conjunto del rostro, desde la boca, los ojos que bizqueaban un poco, el timbre de la voz, sobre todo la mirada sumisa y tentadora, en fin, en la persona toda.
-Debería usted haber respondido todo eso inmediatamente -dijo el presidente, siempre con el mismo tono benévolo-. ¿Y el nombre de su padre?
-Soy hija natural- respondió Maslova.
-Eso es indiferente; ¿cómo la han llamado, por el nombre de su padrino?
-Mijailovna.
«Pero, ¿qué crimen ha podido cometer?», se preguntaba Nejludov, todo anhelante.
-¿Su nombre de familia, su apellido? -siguió preguntando el presidente.
-Por el nombre de mi madre se me llamó Maslova.
-¿Clase social?
-Mestchanka 3.
-¿De religión ortodoxa?
-Ortodoxa.
-¿Qué profesión tenía usted? ¿Qué oficio? Maslova se quedó callada. El presidente insistió:
-¿Qué oficio?
-Yo estaba en una casa -dijo ella.
¿En qué casa? -preguntó severamente el juez de gafas.
-Ustedes lo saben muy bien -replicó Maslova con una sonrisa, y después de haber lanzado rápidamente una mirada hacia la sala, volvió a clavar los ojos en el presidente.
En la expresión de sus rasgos había algo tan extraño como la había de tan trágico y lastimero en sus palabras, y también en la mirada rápida que había paseado por la concurrencia, que el presidente bajó la cabeza, al mismo tiempo que se hacía un gran silencio en la sala. Pero, desde el sitio donde estaba el público se alzó una risa. Alguien dijo «chist» para imponer silencio. El presidente levantó la cabeza y continuó su interrogatorio.
-¿Ha sido procesada alguna vez?
Maslova lanzó un suspiro y respondió en voz muy baja:
-Nunca.
-¿Ha recibido copia del acta de acusación?
-La he recibido -respondió ella.
-Siéntese usted.
La acusada levantó los bajos de su saya con la gracia que ponen las damas de gran atuendo en levantar la cola de su vestido, y se sentó. Luego, escondió las manos en las mangas de su capote y continuó mirando al presidente.
Se llamó seguidamente a los testigos, a los que se hizo salir luego. A continuación se invitó al médico perito a venir a la sala de audiencias. Finalmente, el escribano se levantó y leyó el acta de acusación con voz fuerte y clara. Pero como pronunciaba mal las eles y las erres y además leía rápidamente, el sonsonete continuo de su voz daba ganas de dormir.
Los jueces se apoyaban ora sobre un brazo, ora sobre el otro de su sillón, sobre la mesa, sobre sus papeles; cerraban y abrían alternativamente los ojos y hablaban en voz baja. Un guardia ahogó un bostezo nervioso.
En el banco de los detenidos, Kartinkin no dejaba de mover sus maxilares; Botchkova, sentada, no perdía nada de su calma y de vez en cuando se rascaba con un dedo los cabellos bajo el pañolón, Maslova, ora permanecía inmóvil, los ojos clavados en el lector, ora se agitaba, como si hubiese querido protestar; enrojecía, luego suspiraba penosamente, cambiaba la posición de sus brazos, lanzaba una mirada hacia el fondo de la sala y la volvía luego hacia el escribano.
3Clase intermedia entre campesinos y burgueses, con residencia en una ciudad