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Sin embargo, la animación aumentaba en el corredor. La concurrencia se amontonaba sobre todo ante la sala del tribunal de lo civil, donde se celebraba la vista del caso del que había hablado, en medio de los jurados, el personaje representativo, aficionado a los procesos «interesantes».

Durante una interrupción se había visto salir de la sala a aquella anciana señora a la que el «genial abogado» había sabido desposeer de todos sus bienes, en provecho de un hombre de negocios que no tenía a ellos el menor derecho; esto lo sabía los jueces y, mejor aún, el demandante abogado. Pero los argumentos de este último eran tan sutiles que resultaba imposible no despojar a la anciana señora de sus bienes para dárselos al hombre de negocios. La pleiteante era una mujer fuerte, envuelta en un vestido nuevo, con grandes flores en el sombrero. Al salir al corredor se detuvo y agitó sus cortas y gordezuelas manos, repitiendo a su abogado;

-¿Qué vamos a hacer ahora? ¡Se lo suplico! Dígame lo que hay.

El abogado miraba las flores del sombrero, no escuchaba y reflexionaba, el espíritu en otra parte.

Detrás de la anciana señora salió de la sala de audiencia el abogado famoso que había sabido arreglar las cosas de forma que la mujer de las flores quedase tan bien expoliada, en tanto que el hombre de negocios, del que había recibido diez mil rublos, obtuvo de aquello más de cien mil. Pasó rápidamente con aire satisfecho, bombeando su reluciente pechera en la ancha escotadura de su chaleco. Todos los ojos se volvieron hacia él y, ante esas miradas, todo su porte parecía decir: «¡Por favor, señores, estos testimonios de admiración son exagerados!» Luego se alejó con paso rápido.

VII

Matvei Nikititch, el juez al que aguardaban, llegó por fin. Inmediatamente después, el portero de estrados, hombre bajito y enjuto, de cuello largo, de paso desigual, entró en la sala del jurado. Era un buen hombre, que había hecho sus estudios en la universidad; pero, debido a su afición por la bebida, lo habían despedido de todos los puestos que había ocupado. Obtuvo el empleo de portero de estrados tres meses antes, gracias a la recomendación de una condesa que estaba encariñada con su mujer; y él, por su parte, se alegraba, como de una cosa extraordinaria, de haberse mantenido allí hasta entonces.

-Bien, señores, ¿están aquí todos? -preguntó, poniéndose su binóculo para mirar a los jurados.

-Me parece que sí -respondió el festivo comerciante. -Vamos a comprobarlo- dijo el portero de estrados.

Según una lista que se sacó del bolsillo, fue diciendo los nombres y mirando a los jurados, bien a través de su binóculo bien por encima de éste.

-¿El consejero de Estado I. M. Nikiforov?

-Heme aquí- respondió el personaje representativo que conocía tan a fondo los procesos.

-¿El coronel retirado Iván Semenovitch Ivanov?

-Aquí estoy -respondió el hombre del uniforme. -¿El comerciante del segundo gremio Peter Baklachov? -¡Presente! -exclamó el jovial comerciante, paseando su ancha sonrisa por toda la concurrencia -.Estamos listos. -¿El teniente de la Guardia, príncipe Dmitri Nejludov? -Yo soy-dijo Nejludov.

El portero de estrados se inclinó, pareciendo así, con esta muestra, de deferencia y de amabilidad, querer establecer una distinción entre Nejludov y los demás jurados.

-¿El capitán Yuri Dmietrivitch Dantchenko? ¿El comerciante Grigory Efimovitch Kulechov?

Etcétera, etcétera.

Excepto dos, todos los jurados estaban allí.

-Y ahora, señores -dijo el portero con un ademán de invitación hacia la puerta -, tómense la molestia de entrar en la sala de audiencia.

Se produjo un movimiento de conjunto, pero al salir de la sala, cada cual se apartaba con cortesía a la puerta para dejar pasar a su colega. Luego, desde el corredor, los jurados penetraron en la sala de audiencia.

Ésta era una pieza larga y grande, una de cuyas extremidades estaba ocupada por un estrado realzado con tres escalones. En el centro de aquel estrado se alzaba una mesa, cubierta por un tapete verde con bordes de verde más oscuro; tres sillones, con altos respaldos de roble esculpido, estaban alineados detrás de la mesa; colgado de la pared, detrás de los sillones, un retrato de colores llamativos, con marco dorado, representaba al emperador de uniforme, con el gran cordón en forma de collar cayendo en punta sobre el pecho, las piernas separadas y la mano sobre el pomo de la espada. En el ángulo de la derecha, una imagen del Cristo coronado de espinas estaba empotrada en un retablo ante el cual había un pupitre; una pequeña tarima estaba reservada al fiscal igualmente a la derecha del estrado. En el fondo de la izquierda se alzaba la mesa del escribano; y delante, más cerca del público, el banco de los detenidos, desocupado aún como el estrado, estaba rodeado de una barandilla de madera. A la derecha, y frente al banquillo de los detenidos, había una serie de asientos de altos respaldos para los jurados, y, por debajo de ellos, mesas dispuestas para los abogados. Una reja de madera separaba el estrado del resto de la sala, donde bancos en forma de gradas se elevaban hasta la pared del fondo. En las primeras filas de esos bancos estaban sentados cuatro mujeres y dos hombres: aquéllas, vestidas como obreras o sirvientas; éstos, sin duda obreros también. Seguramente aquel grupo estaba muy impresionado por la decoración imponente de la sala, porque no hablaban más que en voz baja, con timidez.

Después de haber introducido y colocado a los jurados, el portero avanzó hacia el centro del estrado y, para impresionar a la concurrencia, anunció con voz retumbante:

-¡El tribunal!

Todo el mundo se puso en pie, y los jueces subieron al estrado. Primero el presidente, con sus bíceps y sus hermosas patillas; luego el juez tristón de gafas con montura de oro, que parecía más enfurruñado aún, porque precisamente cuando iba a entrar en la sala se había encontrado con su cuñado, candidato a la magistratura, el cual le advirtió que volvía de casa de su hermana y que no habría cena

-Así es que tendremos que irnos a comer a un restaurante -había dicho el cuñado riéndose.

-No veo motivo alguno de risa -había respondido el juez, cada vez más melancólico.

Iba seguido por el segundo juez del tribunal, aquel mismo Matvei Nikititch que siempre se retrasaba. Era un hombre barbudo, con grandes ojos bondadosos de bolsas hinchadas. Pero sufría de una dolencia y estómago, y aquella misma mañana el doctor lo había sometido a un nuevo régimen que lo obligaba a permanecer en casa hasta mucho más tarde que antes. Llegaba al estrado con aire muy preocupado, y lo estaba, en efecto. Tenía la manía de querer adivinar, por diferentes procedimientos basados en el azar, la respuesta a enigmas que él mismo se planteaba. Esta vez se había dicho que si, para recorrer el trayecto de su despacho a su sillón, el número de pasos resultaba divisible por tres, es que se curaría de su dolencia con el nuevo régimen; si no, resultado nulo. Pero como en total sólo había veintiséis pasos, el juez, en el último momento, hizo trampa dando un pasito más; y así pudo contar el vigesimoséptimo al llegar a su sillón.

El presidente y los dos jueces, erguidos sobre el estrado con sus uniformes de cuello galoneado de oro, ofrecían un espectáculo imponente. Ellos mismos, por lo demás, tenían conciencia de eso, y, casi confusos por su grandeza, los tres se apresuraron a sentarse, bajados los ojos con modestia, sobre sus asientos esculpidos, ante la gran mesa verde sobre la cual estaban depositados un objeto triangular coronado por el águila imperial, recipientes de cristal parecidos a los que se ven, llenos de bombones, en los escaparates de las confiterías, tinteros, plumas, hojas de papel en blanco y una gran cantidad de diversos lápices recién afilados.