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Seguidamente se vistió y salió a la escalinata. En la calle lo esperaba ya un elegante coche, el que utilizaba de costumbre, con ruedas de caucho.

-Anoche -le dijo el cochero, volviendo a medias su moreno y poderoso cuello, embutido en el blanco cuello de su camisa -llegué a casa del príncipe Kortchaguin cuando usted acababa de salir. El portero me dijo: «Se acaba de marchar.»

Nejludov pensó: «¡Hasta los cocheros están enterados de mis relaciones con los Kortchaguin!» y de nuevo afrontó la cuestión de casarse o no con la joven princesa. Y, como en la mayoría de las cuestiones que se le planteaban en aquellos momentos, seguía sin conseguir resolver ésta en un sentido o en otro.

El casamiento, desde un punto de vista general, se presentaba con dos bazas favorables. Primeramente, además de la calma del hogar doméstico, había la posibilidad de una vida honesta que suprimiría los inconvenientes de una vida sexual irregular; por otra parte, y éste era un punto importante, Nejludov tenía la esperanza de dar, con una familia e hijos, un sentido a su vida, ahora sin objeto. Por el contrario, reacio al matrimonio en general, había en él ese tipo de temor profesado por los solteros de una cierta edad, relativo a la pérdida de su libertad, y también el miedo irrazonable que inspira siempre el misterio de la naturaleza femenina.

Favorable en el caso particular del casamiento con Missy (como ocurre en todas las familias de la alta sociedad, Missy era el sobrenombre usado en la intimidad por la joven princesa Kortchaguin: su verdadero nombre de pila era María), el argumento perentorio se basaba en la excelente familia a la que pertenecía la muchacha y también en que, en todas partes, en sus vestidos su manera de hablar, de caminar, de reír, se diferenciaba del común de las mujeres, no por una virtud particular, sino por su «distinción». Él tenía esta cualidad en alta estima y no encontraba otra palabra para definirla. Segundo argumento: la joven princesa lo apreciaba más que nadie y, consiguientemente, según él, ella lo comprendía mejor; ahora bien, por el hecho de que ella lo comprendiera y por tanto reconociese sus brillantes cualidades, Nejludov sacaba la conclusión de que ella era inteligente y de juicio acertado. Pero esto no impedía que hubiese, contra d casamiento con Missy en particular, argumentos igualmente sólidos: primero, no era imposible que Nejludov conociese a una muchacha que tuviese más cualidades aún que Missy y que, por tanto, fuera más digna de él; en segundo lugar, puesto que ella tenía veintisiete años, sin duda había querido a otros hombres, y Nejludov encontraba en este pensamiento motivo para atormentarse. Que en el pasado ella hubiese querido a alguien que no fuera él, era una cosa inadmisible para su vanidad. En buena lógica, ¿cómo habría podido exigir de ella el presentimiento de que un día lo encontraría en la vida? y sin embargo, consideraba como una ofensa que ella hubiese podido amar a otro hombre antes que a él.

Así los argumentos adversos eran de fuerza igual; y Nejludov, riéndose de sí mismo, se comparaba sin molestia con el asno de Buridán. Pero le era preciso resignarse a hacer como el asno, puesto que no sabía hacia cuál de los dos haces de heno dirigirse.

«Por lo demás -pensó-, antes de poder comprometerme, me haría falta haber recibido la respuesta de la mujer del mariscal de la nobleza y que no se interpusiese ya este asunto.

Así, le resultó agradable verse obligado a retrasar su decisión.

Y mientras su coche corría silenciosamente sobre el asfalto, en el patio del Palacio de Justicia se dijo aún: «Pensaré en todo eso más tarde. Lo que me importa ahora es cumplir un deber social, poniendo en eso el mismo cuidado que en todo lo que hago. Estas sesiones, a la larga, son frecuentemente muy interesantes.»

Y, pasando ante el portero, entró en el vestíbulo del tribunal.

V

Cuando Nejludov entro en el Palacio de Justicia, los corredores ofrecían ya una gran animación.

Corrían guardias, portadores de papelotes; los ujieres, los abogados y los procuradores se paseaban de arriba abajo; los demandantes y los procesados en libertad se pegaban humildemente a las paredes o aguardaban sentados en los bancos.

-¿El tribunal? -preguntó Nejludov a un guardián. -¿Qué tribunal? ¿Es la sala de lo civil o la sala de lo criminal?

-Soy jurado.

-Entonces, es la sala de lo criminal. Es lo primero que tenía que haber dicho. Vaya a la derecha y luego a la izquierda, segunda puerta.

Nejludov siguió las indicaciones.

Ante la puerta designada había dos hombres en pie, conversando. Uno de ellos, un grueso comerciante, se había preparado sin duda para su tarea bebiendo y comiendo copiosamente, porque parecía estar en una disposición de ánimo de lo más gozoso; el segundo era un dependiente de origen judío.

Los dos estaban hablando de la cotización de las lanas; Nejludov se acercó y les preguntó si era efectivamente allí el lugar de reunión de los jurados.

-Aquí, caballero, aquí, desde luego. ¿Un jurado también, sin duda, uno de nuestros colegas? -añadió el buen comerciante con una sonrisa y un regocijado guiño de los ojos -. Pues bien, vamos a trabajar juntos -continuó en cuanto Nejludov hubo respondido de manera afirmativa, y añadió Baklachov, del segundo gremio tendiendo su ancha mano al príncipe

-.¿Y a quién tengo el gusto de hablar?

Nejludov dijo su nombre y pasó a la sala del jurado. En aquella salita se habían reunido unos diez hombres de todas las condiciones. Acababan de llegar, y unos estaban sentados en tanto que los otros paseaban de arriba abajo. Se examinaban mutuamente y entablaban conocimiento. Se veía allí a un coronel retirado, vestido con su uniforme; otros miembros del jurado iban con redingote o chaqueta; sólo uno tenía una blusa de mujik. Algunos de ellos habían tenido que abandonar sus asuntos para cumplir con su deber de jurados y se quejaban de ello en voz alta, lo que, por otra parte, no impedía leer en sus rostros una satisfacción mezclada de orgullo y la conciencia que tenían de cumplir un gran deber social.

Después de examinarse previamente, los jurados habían formado grupos, sin ligazón más completa. Se hablaba del tiempo, de la primavera precoz, de los asuntos escritos en el registro de los pleitos. Muchos de entre ellos mostraban un gran interés en entablar conocimiento con el príncipe Nejludov, cuya presencia en medio de aquella asamblea constituía evidentemente, a los ojos de aquéllos, un honor excepcional, y Nejludov, como le pasaba siempre en circunstancias parecidas, encontraba eso natural y legítimo. Si le hubiesen preguntado qué razón podría invocar que justificase su superioridad sobre el común de los hombres, se habría visto muy apurado para responder: su vida, durante estos últimos tiempos sobre todo, no había tenido nada de muy meritorio. A decir verdad, sabía hablar fluidamente el inglés, el francés y el alemán; su ropa blanca, sus trajes, sus corbatas y sus pasadores procedían siempre de los primeros proveedores; pero, incluso a sus propios ojos, eso no podía constituir la prueba evidente de una superioridad manifiesta. Y sin embargo, tenía el convencimiento profundo de esta superioridad; consideraba todos los homenajes recibidos como cosa que se le debía, y habría tenido como afrenta no recibirlos. Justamente una afrenta de este tipo le aguardaba en la sala de los jurados. Entre éstos se encontraba un tal Peter Guerassimovitch (Nejludov nunca había sabido su nombre de familia y poco le importaba), al que conocía porque aquel hombre había sido en otros tiempos preceptor de los hijos de su hermana. Después, había terminado sus estudios y actualmente era profesor en el liceo. Nejludov lo había encontrado siempre insoportable, a causa de su familiaridad, de su risa llena de suficiencia y sobre todo de su «vulgaridad», según la palabra empleada por la hermana de Nejludov.