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Los magros beneficios de un pequeño establecimiento de lavandería explotado por la tía permitían a ésta proveer a la alimentación de sus hijos y al sostenimiento de su borracho marido. Ofreció a Katucha enseñarle su oficio. Pero la existencia de las obreras empleadas en casa de su tía pareció tan penosa a la muchacha, que su sola vista la hizo vacilar y prefirió recurrir a una oficina de colocación y pedir allí un empleo de sirvienta. En efecto, encontró uno en casa de una dama viuda que vivía con sus dos hijos, todavía en el colegio. El mayor era alumno de sexto año, de bigote incipiente, y no llevaba una semana en la casa la bonita criada, cuando él descuidaba sus estudios para hacerle la corte. Pero la madre se dio cuenta y la despidió. No había otro empleo a la vista.

No obstante, Katucha entabló conocimiento un día en la oficina de colocaciones con una dama cuyas carnosas manos estaban sobrecargadas de sortijas y brazaletes. Puesta al corriente de la situación de la joven, la dama le dio su dirección y la invitó a ir a verla, cosa que hizo Katucha. Recibió de la dama la acogida más afable, fue colmada de pastelillos y de vino azucarado y retenida hasta la noche, no sin que, en el intervalo, una doncella portadora de una esquela hubiese sido enviada afuera. Llegada la noche, un hombre de alta estatura, con barba y largos cabellos grises, penetró en la habitación y con ojos brillantes y labios risueños fue a sentarse cerca de Katucha y se puso a examinarla ya bromear con ella. La dama lo llamó un momento a la habitación contigua y algunas palabras llegaron a oídos de Katucha: «Completamente fresca, viene directamente del campo.» A continuación, la dama la hizo venir a ella y le dijo que aquel anciano señor era un escritor que tenía mucho dinero: dependía de ella saber agradarle y, en ese caso, él le daría mucho. En efecto, ella le agradó, y el escritor le dio veinticinco rublos y prometió que vendría a verla con frecuencia. Katucha se dio prisa en gastar el dinero, empleando una parte en pagar la pensión que debía a su tía y el resto en comprarse un vestido, un sombrero y cintas. Al cabo de algunos días recibió un aviso del escritor para una nueva cita; y, como la primera vez, él le dio veinticinco rublos y la animó a instalarse en una habitación amueblada.

Habiéndole alquilado el escritor un apartamento, Katucha conoció allí a un dependiente, muchacho divertido que vivía en una habitación que daba al mismo patio. Habiéndose enamorado de él, fue abandonada por el escritor, a quien le había contado lo que ocurría; y el dependiente no tardó en abandonarla igualmente, aunque le había prometido casarse con ella. Encontraba agradable vivir así, sola, en una habitación amueblada y se proponía continuar; pero la informaron de que eso no le estaba permitido: para obtener la autorización oportuna, si quería vivir de aquella manera, tendría que proveerse en la comisaría de policía de un billete amarillo y someterse al examen médico. Katucha volvió a casa de su tía, y cuando ésta la vio con un vestido a la moda, con un hermoso sombrero y un abrigo, la recibió con respeto y no se atrevió ya a renovarle su proposición de tomarla en su taller; a sus ojos se había elevado ahora a una categoría superior en la sociedad. Por lo demás, la misma Maslova no podía ya pensar en convertirse en lavandera. Provisionalmente, podía desde luego consentir aún en residir en casa de su tía; pero a su piedad se mezclaba un poco de desprecio cuando consideraba la vida de trabajos forzados que llevaban en el taller las lavanderas, pálidas y delgadas en su mayoría, algunas ya roídas por la tuberculosis, agotadas por el lavado y el planchado y sometidas a treinta grados de calor con la ventana abierta en invierno y en verano. Maslova entonces se encontraba completamente sin dinero y en la imposibilidad de hallar un solo protector, y por esta época se encontró en su camino con una alcahueta encargada de recoger muchachas para las casas de tolerancia.

Desde hacía ya mucho tiempo, Maslova había contraído la costumbre de fumar; además se había dedicado a beber, sobre todo al final de sus relaciones con el dependiente. El aguardiente la atraía; en primer lugar porque le encontraba un gusto agradable, pero más aún porque le permitía olvidar todas las miserias del pasado y le daba un aplomo, una superioridad que ella no tenía de otro modo; por el contrario, sin beber, experimentaba fastidio y el sentimiento de su vergüenza. Antes que nada, la alcahueta empezó, pues, invitándola a una comida donde la emborrachó; después de lo cual, le ofreció hacerla entrar en la casa más hermosa y mejor de la ciudad, resaltándole todas las ventajas y todos los privilegios de la existencia que la aguardaba allí. Maslova, por tanto, tenía que elegir; por un lado, la humillación de ser criada y probablemente objeto de las persecuciones de los hombres, con la sola perspectiva de una prostitución clandestina y sin provecho; por el otro, una situación segura y tranquila, una prostitución declarada, muy lucrativa, bajo la protección de la ley. Se decidió, pues, por el segundo partido, que le daba además la ilusión de una especie de venganza contra el príncipe que la había seducido, contra el dependiente y contra todos los hombres a los que tenía motivos para detestar. Sin embargo, había para decidirla una tentación más poderosa; era la promesa hecha por la alcahueta de que tendría libertad para elegir todos los vestidos que le agradaran: de terciopelo, de brocado, de seda, y vestidos de baile que dejan al descubierto los hombros y los brazos. Maslova se vio ya, con el pensamiento, con un vestido de seda, de color amarillo claro; escotado y adornado con vueltas de terciopelo negro; entonces, no pudo resistir y firmó su compromiso. Inmediatamente fue pedido un coche y la alcahueta condujo a Maslova a una casa conocida y bien reputada en toda la ciudad: la casa de la señora Kitaieva. Aquel día marcó para Maslova el principio de una existencia que consiste en violar sin descanso las leyes divinas y humanas, esa vida a la que actualmente están condenadas centenares de miles de mujeres, no solamente con la autorización del poder legal, cuidadoso del bienestar de sus administrados, sino bajo su protección efectiva: vida degradada, monstruosa, que tiene por consecuencia, en nueve de cada diez casos, la decrepitud y la muerte prematura, después de horribles sufrimientos.

Por la mañana, luego durante la mayor parte del día, es un sueño pesado, después de las orgías nocturnas. Hacia las tres o las cuatro de la tarde, un despertar extenuado, entre sábanas llenas de manchas; tomas, a sorbos, de café y de agua de Seltz; luego, en camisa, en peinador, en camisola, vagar ociosamente por las habitaciones, echando de cuando en cuando alguna mirada hacia la calle, por la ventana con las cortinas corridas; luego, aburridas, las mujeres se querellan; hay que lavarse, maquillarse el rostro, comprimir hasta el ahogo el cuerpo en un corsé, elegir un nuevo vestido y disputar para eso con la patrona, estudiar ante el espejo posturas sugestivas, cubrirse las mejillas de colorete y pintarse las cejas con khol, ingerir comidas grasas y almibaradas, endosarse un vestido de seda bajo el cual el cuerpo está medio desnudo, bajar a un salón donde los adornos chispean a las luces y, por último, recibir a los clientes: música, bailes, bombones, vino, tabaco. Después de eso, el comercio carnal con hombres jóvenes o maduros, adolescentes y viejos que renquean; solteros y casados; comerciantes, dependientes, armenios, judíos y tártaros; ricos y pobres; hombres sanos y enfermos; borrachos y sobrios; brutos y mundanos; soldados, funcionarios, estudiantes, colegiales; con gente de todas las clases, de todas las edades, de todos los temperamentos. Gritos, burlas y risas, y música, y tabaco, y vino, y otra vez vino y tabaco, y otra vez música, y así desde el crepúsculo al amanecer, y solamente llegada la mañana, la liberación y el sueño pesado , y todos los días así, desde el comienzo al final de la semana. Luego, al cabo de cada semana, la visita impuesta por la ley a la comisaría de policía. Los médicos y los funcionarios presentes se muestran un día graves y rudos, otro día su distracción consiste en humillar el pudor natural que debería proteger tanto a las criaturas humanas como a las bestias. Es la inspección de las mujeres, devueltas con licencia de continuar, durante toda la semana, que va a seguir cometiendo los crímenes de lesa humanidad realizados con sus cómplices la semana anterior. Y así todos los días, los laborables como los festivos, en verano como en invierno.