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Justamente en el correo del príncipe había una carta del marido de su amante. Al reconocer la letra y el sello, enrojeció y se sintió fustigado por una oleada de energía, como ocurre a la aproximación de un peligro. Pero, una vez que hubo abierto la carta, recuperó su calma. El mariscal de la nobleza del distrito donde se encontraban las principales propiedades de Nejludov escribía al príncipe para informarlo de que a finales de mayo se iba a inaugurar una sesión extraordinaria del Consejo general, y le rogaba que acudiese sin falta a fin de «echarle una mano»; se debía, en efecto, deliberar allí sobre dos cuestiones de gran importancia: la de las escuelas y la de los caminos vecinales, destinadas las dos a levantar, por parte de los reaccionarios, una violenta oposición.

Este mariscal de la nobleza, liberal él mismo, luchaba, con el apoyo de algunos otros liberales del mismo matiz, contra la reacción que se había producido bajo Alejandro III; dedicado enteramente a esa tarea, no encontraba ya tiempo para darse cuenta de que lo engañaba su mujer

A propósito de esto, Nejludov repasó en su memoria las angustias que ya lo habían asaltado varias veces, como por ejemplo aquel día en que había creído que todo estaba descubierto, y el duelo que juzgaba inevitable con aquel marido, aunque él se proponía tirar al aire; luego, una escena terrible con su amante: ésta, en un acceso de desesperación, corriendo para ahogarse en el estanque del parque, y cómo él la buscó.

Y pensó: «No puedo ir allí en estos momentos ni puedo hacer nada mientras no haya recibido su respuesta.» En efecto, ocho días antes había escrito a la dama una carta categórica en la que reconocía su falta y se declaraba dispuesto a todo para redimirla, pero insistía al final en la necesidad, por interés de ella misma, de romper para siempre sus relaciones. Y la respuesta a aquella carta no llegaba, lo que, sin embargo, era para él un buen augurio. Porque si, en efecto, ella estuviese resuelta a no romper, habría respondido hace ya tiempo, mejor aún, habría acudido ella misma, como ya lo había hecho otras veces. Nejludov se había enterado de que cierto oficial le hacía la corte y, aunque experimentaba un sufrimiento causado por los celos, se alegraba por la esperanza de haberse liberado de una mentira que le pesaba.

En su correo, Nejludov encontró una segunda carta que le llegaba del intendente principal de sus bienes. Éste insistía en que el príncipe se dirigiese a su finca, a fin de ver confirmar allí los derechos sucesorios que tenía de su madre y para decidir al mismo tiempo el tipo de gerencia que quería aplicar en lo sucesivo a sus bienes. La cuestión se planteaba de dos modos: ¿se debía continuar administrando aquellos bienes como se había en vida de la princesa difunta? O bien, siguiendo los consejos dados antaño por el intendente a la princesa y renovados al joven príncipe, ¿no convendría más aumentar el inventario y cultivar directamente las tierras que se habían arrendado a los campesinos? En este último caso, el rendimiento de la explotación sería superior. El intendente se excusaba además, del ligero retraso sufrido en el envío al príncipe de una suma de tres mil rublos de renta la cual le sería expedida por el próximo correo. La, culpa era de los colonos, tan poco escrupulosos en la ejecución de sus pagos, que el intendente había tenido que pasar lo suyo para conseguir recaudar aquel dinero, y con algunos incluso había tenido que recurrir a la fuerza. Esta misiva le resultó a Nejludov a la vez agradable y desagradable. Le complacía verse a la cabeza de una fortuna mas considerable que en el pasado; pero se acordaba, por otra parte, de que en los tiempos de su primera juventud, partidano entusiasta de las teorías sociologistas de Spencer, y siendo él mismo gran terrateniente, había quedado impresionado tras la lectura de Social statics, por su situación y por el hecho de que la equidad no admite la propiedad rústica individual. Con la franqueza y la decisión de la juventud, no solamente había dicho entonces que la tierra no puede ser objeto de una propiedad privada; no solo había escrito a la universidad un estudio sobre este tema, sino que además había distribuido realmente entre los mujiksla parcela de terreno que su padre le había dejado, no queriendo poseer esa tierra en contra de sus convicciones. Ahora que había heredado de su madre grandes propiedades, debía: o bien renunciar a su tierra, como lo había hecho diez años antes respecto a las doscientas deciatinas 1de la tierra de su padre, o bien considerar como erróneas sus antiguas teorías sobre esta cuestión.

El primero de estos dos partidos era de hecho inaceptable, ya que las rentas de sus propiedades constituían sus únicos medios de vida. No se sentía con valor para volver a entrar en el ejército; y la costumbre de una vida de ocio y de lujo no era cosa que le pudiera hacer pensar en renunciar: sacrificio que sin duda por otra parte sería inútil, ya que Nejludov no se sentía ni con la fuerte convicción ni con el amor propio y el deseo de asombrar que había tenido en su juventud. En cuanto al segundo partido, consistente en olvidar la argumentación clara y bien trabada que prueba la ilegitimidad de la posesión individual de la tierra, argumentación que había extraído del Social staticsde Spencer y cuya brillante confirmación había encontrado posteriormente en las obras de Henry George, no podía ya adoptarlo.

Por eso la carta de su intendente le resultaba desagradable.

IV

Habiendo acabado de tomar su café, Nejludov pasó a su despacho para asegurarse, por la citación oficial, de la hora en que debía presentarse en el Palacio de Justicia y para responder a la princesa. Para dirigirse a ese gabinete atravesó su estudio, donde, sobre un caballete, se alzaba un cuadro empezado, en tanto que diversos bosquejos colgaban de las paredes. Desde hacía dos años trabajaba en aquel cuadro sin conseguir acabarlo nunca; viéndolo, así como todos aquellos bosquejos y el estudio entero, experimentó más fuertemente que nunca la sensación de su incapacidad para progresar en la pintura y se convenció de que carecía de talento. En verdad, esta sensación podía provenir de una delicadeza exagerada de su gusto artístico; con todo, la comprobación le resultó desagradable.

Siete años antes había abandonado el ejército porque se había descubierto talento de pintor, y desde lo alto de su carrera artística había considerado con desdén todas las demás ocupaciones. Ahora se daba cuenta de que ya no tenía derecho para proceder así. Incluso el solo recuerdo de sus tentativas de artista le resultaba desagradable. Estaba, pues, en un estado de espíritu más bien melancólico cuando penetró en su inmenso despacho, tan adornado y cómodo como era posible.

Se acercó a una enorme mesa de escritorio provista de cajones etiquetados y abrió el que llevaba la indicación Urgente, donde encontró en seguida la citación que buscaba. Se le informaba en ella que debería encontrarse a las once en el Palacio de Justicia. Nejludov se sentó y empezó su carta dando las gracias a la princesa por su invitación y diciéndole que trataría de llegar para la cena. Pero rompió el billete que acababa de escribir, encontrándolo demasiado íntimo. Escribió otro; lo halló demasiado frío, casi descortés, y lo rompió igualmente. Llamó, y un lacayo, hombre de edad, de aspecto grave, mentón rasurado y patillas, con un delantal de indiana gris, se presentó en la habitación.

-Haga venir un coche, por favor.

-A sus órdenes.

-y diga a la enviada de los Kortchaguin que está bien, que doy las gracias y que haré todo lo posible por ir.

-A sus órdenes.

Nejludov pensó: «No es lo más educado, pero no puedo decidirme a escribir. Por lo demás, hoy la veré.»

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1una deciatina vale aproximadamente una hectárea —N. del T.