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-¡Qué antipático! -dijo de él la mujer del abogado en cuanto Nejludov se alejó.

En el salón, una copia de la instancia fue entregada por el pasante a Nejludov. A su pregunta respecto a los honorarios, el otro lo informó de que Anatolio Petrovitch los había fijado en mil rublos, y eso únicamente por serle agradable, ya que nunca se ocupaba de asuntos de esa índole.

-¿Y quién deberá firmar este papel? -preguntó Nejludov. -La condenada misma, si sabe hacerlo; de lo contrario, Anatolio Petrovitch firmaría en nombre de ella

-No, voy a llevársela a la condenada para que la firme -dijo Nejludov, muy contento de que se le presentara aquella ocasión de verla antes del día convenido.

XLVI

A la hora acostumbrada, los silbatos de los guardianes resonaron en los corredores de la prisión; se abrieron las puertas de hierro de las salas, se oyeron ruidos de pasos y, por los pasillos, se expandió la hediondez sofocante de los cubos que retiraban los presos. Los presos y las presas se lavaron, se vistieron, respondieron a la lista en el corredor y fueron a buscar agua hirviendo para su té.

Aquel día, en todas las salas, las conversaciones fueron especialmente animadas y giraron sobre el acontecimiento de la actualidad: la paliza que iban a dar a dos presos. Uno de ellos era un joven empleado inteligente e instruido, llamado Vassiliev, condenado por haber matado a su amante en un acceso de celos. Era muy querido por todos sus camaradas de sala por su buen humor, su liberalidad y la manera como sabía tenérselas tiesas ante la autoridad; conociendo a fondo el reglamento, no admitía que se lo transgrediese. Por eso la autoridad no podía sufrirlo.

Tres semanas antes, un preso, al pasar, había derramado sopa sobre el uniforme nuevo de un vigilante, y éste lo había maltratado. Vassiliev intervino, alegando que el reglamento prohibía golpear a los presos.

¿El reglamento? ¡Voy a enseñarte yo el reglamento! -había respondido el vigilante, injuriando, además, a Vassiliev.

A una réplica de este último en el mismo tono, el vigilante quiso golpearlo, pero Vassiliev lo agarró por las manos, lo sujetó y luego lo lanzó fuera de la sala. El vigilante había presentado queja, y el director condenó a Vassiliev al calabozo.

Los calabozos consistían en una fila de celdas tenebrosas, cerradas por fuera con cerrojo. En esas celdas negras y frías no había ni cama, ni mesa, ni silla. Forzoso era, por tanto, que el preso se sentara y se acostara sobre el repugnante suelo; y las ratas eran allí tan numerosas y tan audaces, que, no contentas con correr alrededor y por encima de él, acudían a quitarle el pan de entre la manos.

Vassiliev había declarado que, como no era culpable, no iría al calabozo, y lo arrastraron a viva fuerza. Cuando se debatía, dos de sus camaradas lo ayudaron a escaparse de las manos de los vigilantes, que habían pedido refuerzos, especialmente el de un cierto Petrov, de fuerza extraordinaria. Los tres rebeldes fueron reducidos y llevados al calabozo. Un informe al gobernador, exagerando el incidente, le había presentado como un comienzo de revuelta , y del palacio del gobernador llegó, como respuesta, la orden de infringir treinta azotes a los dos principales culpables: Vassiliev y un vagabundo llamado Nepomniastchy.

Los azotes se darían aquella misma mañana, en el locutorio de las mujeres.

Desde la víspera, habiéndose propalado la noticia por la cárcel, no se hablaba de otra cosa en todas las salas.

Korableva, la Hermosa, Fedosia y Maslova estaban sentadas y charlaban en su rincón favorito, arreboladas las cuatro y excitadas por el aguardiente que, gracias al dinero de Maslova, no faltaba para ellas. Bebían su té y hablaban de los azotes.

-¡Como si se hubiese sublevado! -decía Korableva mordisqueando un terrón de azúcar entre sus sólidos dientes -.No hizo más que acudir en defensa de su camarada. ¡Pues bien, no hay derecho a azotar por eso!

-Dicen que el muchacho es muy bueno -añadió Fedosia, sentada, con sus dos largas trenzas colgantes, sobre un taburete de madera frente al camastro en el cual estaba colocada la tetera.

-¡Si tú lehablases del pobre muchacho, Mijailovna! -dijo la guardabarrera a Maslova, haciendo alusión a Nejludov.

-Claro que le hablaré. Está dispuesto a hacer por mí cualquier cosa -respondió Maslova con una sonrisa de vanidad.

-Pero Dios sabe cuándo vendrá, y dicen que ya han ido a buscar a Vassiliev- replicó Fedosia -.¡Es espantoso! -añadió con un suspiro.

-Una vez vi azotar a un mujiken la prevención del pueblo. Mi suegro me había enviado a ver al starosta, y al llegar...

Y la guardabarrera empezó un relato interminable.

Pero su narración fue cortada bruscamente por ruidos de pasos y de voces en el corredor del piso de arriba.

-¡Ya los están arrastrando los demonios! -declaró la Hermosa-.Ahora van a matarlo. Sobre todo porque los vigilantes están furiosos contra él porque les impide que hagan lo que les da la gana.

Arriba no se oyó nada más. La guardabarrera reanudó su relato narrando cómo en presencia suya, bajo un cobertizo, habían azotado a muerte a un mujik; al ver aquello, las entrañas le habían saltado en el vientre. La Hermosacontó a su vez cómo habían azotado a Stcheglov sin arrancarle una queja. Luego Fedosia sirvió el té; Korableva y la guardabarrera se pusieron a coser, y Maslova se sentó en su cama, encogidas las piernas, con las rodillas entre las manos. Se disponía a descabezar un sueñecito cuando la vigilanta vino a decirle que fuera a la oficina, donde la requería un visitante.

-¡No dejes de hablarle de nosotros! -dijo la vieja Menchova a Maslov, en tanto que ésta se arreglaba el pañuelo ante un espejo medio empañado -.Dile que no fuimos nosotros quienes prendimos fuego, sino aquel bribón de tabernero en persona: un trabajador lo vio. Dile que mande llamar a Mitri. Mitri se lo explicará todo, claro como la luz del día. Que nos han metido en la cárcel, a nosotros que no hemos hecho nada cuando el bribón se pavonea en su taberna con la mujer de otro.

-Es algo que va contra la ley -confirmó Korableva. -Se lo diré, se lo diré sin falta -respondió Maslova — ¡Vamos! -añadió -, bebamos otro trago para darnos valor.

Korableva le sirvió media taza de aguardiente que ella bebió de un golpe. Luego se enjugó la boca y, con una alegre sonrisa, repitiendo: «Para darnos valor», se unió a la vigilanta, quien la aguardaba en el corredor.

XLVII

Nejludov hacía ya mucho tiempo que estaba en el vestíbulo de la cárcel.

Al llegar había enseñado al vigilante de semana la autorización del fiscal.

-¿A quién quiere usted ver?

-A la presa Maslova.

-Imposible en este momento -declaró el vigilante -, el director está ocupado.

-¿En la oficina? -preguntó Nejludov.

-No, aquí, en el locutorio -respondió el vigilante con visible embarazo.

-¿Es que es día de visita?

-No, es un asunto especial.

-¿Y cómo haré para ver al director?

-Espérelo aquí. Cuando pase, dentro de un rato, lo verá usted.

En el mismo momento apareció por una puerta lateral un joven sargento primero de galones resplandecientes de rostro sonrosado y de bigotes manchados de humo de tabaco, quien, al ver a Nejludov, se volvió severamente hacia el vigilante.

-¿Por qué lo ha hecho usted entrar aquí y no en la oficina?

-Me han dicho que el director iba a pasar por aquí dijo Nejludov, sorprendido de la actitud embarazada del suboficial, que ya había notado en el vigilante.

La puerta por la que había entrado el sargento primero se abrió de nuevo para dejar paso a Petrov, todo acalorado, la cara sudorosa.

-¡Se acordará de esto! -dijo, dirigiéndose al suboficial.