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-Somos todos carreros y del mismo gremio. Y hemos venido juntos a trabajar aquí. ¿Tenemos la culpa de que se haya quemado la cárcel en nuestra provincia? ¡Por el amor de Dios, haga algo por nosotros!

Nejludov, mientras escuchaba aquel discurso, estaba un poco distraído porque, a pesar suyo, su atención había sido atraída por un enorme piojo gris que había abandonado los cabellos del venerable carrero para correrle por la mejilla.

-¿Es posible? ¿Es verdad que solamente es por eso? -preguntó Nejludov dirigiéndose al subdirector.

-Pues sí, habría que haberlos reexpedido a su provincia-respondió el subdirector.

Apenas este último había acabado de hablar, cuando un hombrecillo, destacándose del grupo, tomó la palabra a su vez para quejarse del modo como los atormentaban sin motivo alguno los guardianes.

-¡Nos tratan peor que a perros! -empezó a decir.

-¡Vamos, vamos, tampoco hay que hablar más de la cuenta! -dijo el subdirector -.De lo contrario, ya sabes...

-¿Qué tengo que saber? -replicó el hombrecillo con un tono desesperado -.¿Hemos merecido estar aquí? -¡Silencio! -gritó el subdirector.

Y el hombrecillo se calló.

«¿Es posible?», continuaba preguntándose Nejludov siguiendo por el corredor mientras centenares de ojos lo espiaban a su paso.

-Pero, ¿es verdad que se puede retener a inocentes? -preguntó Nejludov una vez fuera del corredor.

-¿Qué quiere usted que hagamos? Y, además, mire, esta gente miente mucho. Si hubiera que creerlos, todos serían inocentes.

-Pero éstos lo son de verdad.

-Sí, éstos, lo reconozco. Pero es una especie completamente depravada; no se conseguiría nada de ellos sin severidad. Hay aquí unos bribones tan grandes, que sería una imprudencia acercarles el dedo a la boca. Por eso ayer no hubo más remedio que castigar a dos.

-¿Qué quiere decir eso de castigarlos?

-Azotarlos con varas, por orden superior.

-Yo creía que los castigos corporales estaban prohibidos.

-No para los presos privados de sus derechos. A ésos se les puede aplicar.

Nejludov se acordó entonces de todo lo que vio la víspera, mientras estaba aguardando en el vestíbulo, y comprendió que en aquellos momentos se había procedido al castigo. Y, más vivamente que nunca, experimentó una mezcla de curiosidad, de tristeza, de asombro, de vergüenza y de repugnancia que lindaba con la náusea.

Sin escuchar al subdirector y sin mirar en torno de él, salió rápidamente de los corredores y se dirigió hacia la oficina, donde encontró al director; pero, preocupado por otras cosas, éste se había olvidado de ordenar que llamasen a Bogodujovskaia. No se acordó sino al ver entrar a Nejludov.

-Voy a decir que la llamen inmediatamente —le dijo -. Mientras tanto, tómese la molestia de sentarse.

La oficina se componía de dos habitaciones. En la primera, alumbrada por dos ventanas grasientas y adornada con una estufa desconchada, se veía en un rincón una regla negra que servía para tallar a los presos; en otro rincón había colgada una gran imagen de Cristo. En esta primera sala se encontraban algunos guardianes. La segunda, más amplia, contenía una veintena de personas de uno y otro sexo, sentadas en grupos distintos sobre bancos colocados a lo largo de la pared, y hablando en voz baja. Una mesa estaba colocada cerca de la ventana.

El director, sentado ante esta mesa; ofreció, cerca de él, una silla a Nejludov y, una vez sentado, éste se puso a examinar a las personas que estaban en la habitación.

Ante todo, su atención fue atraída por la visión de un joven enchaquetado, de exterior agradable, que hablaba, gesticulando con animación, a una mujer de cejas negras, de edad madura.

Más lejos, un hombre de edad, con gafas azules, inmóvil, tenía cogida por la mano a una joven con uniforme de presa y, sin hacer un movimiento, escuchaba lo que ella le decía. Un pequeño colegial, con uniforme escolar y de aire temeroso, en pie junto al anciano, no le quitaba ojo.

En un rincón, detrás de ellos, una pareja de enamorados. La muchacha era una jovencita rubia, bonita, de aire enérgico, los cabellos cortados muy cortos y ataviada con un vestido a la última moda; él era un guapo muchacho de rasgos finos, de cabellos ondulados, con chaqueta de cuero. Los dos charlaban alegremente mirándose con amor.

Más cerca de la mesa estaba sentada una mujer de cabellos grises, vestida de negro; evidentemente, una madre. Devoraba con los ojos a un joven tísico que llevaba también una chaqueta de cuero; ella trataba de hablarle, pero, ahogada por las lágrimas, no podía conseguirlo: empezaba una palabra y se detenía bruscamente. El joven tenía en la mano un papel con el que no sabía qué hacer y lo arrugaba con aire descontento.

Cerca de la llorosa madre estaba en pie una muchacha fuerte y bella de grandes ojos salientes, con vestido gris y una esclavina, que la miraba tiernamente y le acariciaba el hombro. Todo era hermoso en aquella joven: tanto sus grandes manos blancas y sus cabellos ondulados, cortados muy cortos, como su nariz y sus labios firmes; pero el principal atractivo de su bello rostro procedía de sus grandes ojos de oveja, castaños, bondadosos y francos. Los quitó del rostro de la madre en el momento en que entraba Nejludov, y sus miradas se cruzaron. Pero se volvió en seguida para continuar su obra de consuelo. No lejos de la pareja amorosa estaba sentado un hombre moreno, velludo, de rostro sombrío, que hablaba con cólera a un visitante imberbe que tenía aire de pertenecer a la secta de los castrados.

Nejludov, sentado cerca del director, examinaba con curiosidad aquellos grupos tan diversos.

Lo distrajo en su tarea un niño de cabellos cortados al rape que se acercó a él y le preguntó con una vocecita aflautada:

-¿Y usted a quién espera?

Esta pregunta asombró al principio a Nejludov; pero se sintió conmovido por el rostro reflexivo, los ojos vivaces y móviles del niño, y, con la mayor seriedad, le dijo que esperaba a una señora.

-¿Su hermana? -preguntó el pequeño.

-No, no es mi hermana. Pero, ¿y tú, con quién estás aquí? -¿Yo? Con mamá. Es «una política» -respondió el niño.

-¡María Pavlovna, llame a Kolia! -dijo el director, considerando sin duda como ilegal la conversación de Nejludov con el pequeño.

María Pavlovna, la hermosa muchacha de ojos de oveja, se enderezó en toda su alta estatura y, con paso firme, casi masculino, se acercó a ellos:

-Desde luego, le habrá preguntado a usted quién es, ¿verdad? -dijo ella a Nejludov con una ligera sonrisa, mirándolo con sus ojos confiados y tan sencillamente, que no podía dudarse que sus relaciones fueran con todos naturales, afectuosas y fraternales -.Es que quiere estar enterado de todo -continuó ella.

Y le sonrió al niño con una sonrisa tan dulce y tan tierna, que éste le sonrió en respuesta, mientras involuntariamente Nejludov hacía lo mismo.

-Sí, me preguntaba a quién he venido a ver.

-María Pavlovna, no tiene usted derecho a hablar a desconocidos; lo sabe muy bien- dijo el director.

-¡Está bien, está bien! -respondió ella.

Y, tomando en su gran mano blanca la manecita de Kolia volvió junto a la madre del joven tísico.

-Pero, ¿de quién es hijo ese niño? -preguntó Nejludov al director.

-De una detenida política. ¡Y ha nacido en la cárcel! -respondió el director con una especie de satisfacción como si hubiese indicado un fenómeno peculiar de su establecimiento.

-¿Es cierto?

-Sí, y ahora va a Siberia con su madre.

-¿Y esa joven?

-Perdóneme, no sabría responderle sobre todas esas cosas. Por lo demás, he aquí a Bogodujovskaia.

LIV

Vera Efremovna, pequeña, delgada, macilenta, cortados cortos los cabellos, entró en la habitación con su paso ágil, parpadeando sus grandes ojos sin malicia.