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-Sí, son procedimientos extraordinarios -le dijo en la escalera el joven enchaquetado, por lo visto muy locuaz -.Menos mal que el capitán es un buen hombre y no toma al pie de la letra el reglamento de las cárceles. Aquí por lo menos se habla, se alivia un poco el corazón.

Cuando Nejludov, que continuaba hablando con Medyntsev (éste era el nombre del joven locuaz), hubo bajado al vestíbulo, el director, con aire fatigado, se acercó a él:

-Así, pues, si quiere usted ver a Maslova, haga el favor de venir mañana -dijo con la intención evidente de mostrarse amable con él.

-Muy bien -respondió Nejludov, apresurándose a salir.

Espantosos le parecían los sufrimientos injustificados de Menchov, y no solamente sus sufrimientos físicos, sino esa duda, esa desconfianza hacia Dios y hacia el bien, fatalmente experimentada por el preso al comprobar la crueldad de hombres encarnizados en atormentarlo sin motivo; espantosas, la coacción y la tortura infligidas a aquellos centenares de inocentes, retenidos simplemente en la cárcel porque sus papeles estaban insuficientemente fechados; espantosa, la locura de aquellos guardianes, ocupados únicamente en hacer sufrir a sus hermanos e imaginándose que así cumplían una obra útil y buena; pero más espantoso aún se le aparecía a Nejludov el papel de aquel director debilitado, gastado, bueno sin embargo, obligado a separar a una madre de su hijo, a un padre de su hija, a seres como él mismo y como sus hijos.

«Por qué todo esto», se preguntaba Nejludov, experimentando en el más alto grado ese malestar moral del corazón que llegaba a hacerse un dolor físico cada vez que iba a la cárcel , y no encontraba respuesta alguna a su pregunta.

LVI

Al día siguiente, Nejludov se dirigió a casa del abogado; le expuso la situación de Menchov y le rogó que hiciera el favor de encargarse del asunto. El abogado le respondió que estudiaría el sumario y que, si las afirmaciones de Menchov eran exactas (lo cual era muy probable), se encargaría gratuitamente de la defensa.

Nejludov le habló a continuación de los ciento treinta desgraciados detenidos a consecuencia de una equivocación. Quería saber de quién dependía el asunto y quién era el responsable. El abogado, visiblemente deseoso de dar una respuesta exacta se calló un instante.

¿Quién es el responsable? ¡Nadie! -dijo tajante -. Diríjase usted al fiscal: le echará toda la culpa al gobernador. Pregunte al gobernador: descargará toda su responsabilidad sobre el fiscal. En definitiva, no será culpa de nadie.

-Mañana mismo iré a casa de Maslennikov para ponerlo al corriente.

-Bah, será perder el tiempo -comentó el abogado sonriendo -. Creo que no es pariente de usted ni amigo íntimo, ¿verdad? Pues bien, es, permítame la expresión, un cretino de marca mayor y, además, un canalla tan astuto...

Nejludov se acordó de los términos de que se había servido Maslennikov para definir al abogado. No respondió nada, se despidió y se hizo llevar a casa de Maslennikov.

Eran dos cosas las que tenía que pedirle: primeramente el traslado de Maslova a la enfermería; luego, que interviniera a favor de aquellos supuestos ciento treinta vagabundos detenidos erróneamente. A pesar de su repugnancia en pedir favores a un hombre al que no estimaba en absoluto, para él era el único medio de conseguir su objetivo y tenía que pasar por aquello.

Al acercarse a la casa de Maslennikov vio, delante de la escalinata, una hilera de carruajes: coupés, calesas y carrozas; se acordó de que era el día de visita de la mujer de Maslennikov y que este último le había hecho prometer que iría. Un magnífico lacayo con esclavina, y escarapela en el sombrero, ayudaba a bajar de una carroza detenida ante la escalinata a una dama cuya cola levantada dejaba ver, moldeados en una media negra, unos finos tobillos y pies calzados con zapatos descubiertos , y entre los coches que se estacionaban allí, Nejludov reconoció el landó de los Kortchaguin. Al divisarlo, el cano y rubicundo cochero se quitó el sombrero y le sonrió, con una mezcla de deferencia y de amabilidad, como a un barinal que conocía.

Apenas había acabado de informarse por el portero de si estaba en casa Mijail Ivanovitch {Maslennikov}, cuando éste apareció en persona en lo alto de la escalera. Guiaba a un invitado, seguramente personaje de gran importancia, a juzgar por el honor que le hacía de escoltarlo hasta el final de los escalones.

Mientras bajaba la escalera, este importante personaje militar hablaba, en francés, de una tómbola organizada en la ciudad en beneficio de los asilos y expresaba la opinión de que ésa era una ocupación excelente para las damas: «Ellas se divierten, y el dinero abunda.»

-Qu'elles s'amusent et que le bon Dieu les bénisse! ¡Ah, Nejludov, buenos días! -dijo al divisarlo -.¿Por qué no se le ve por ninguna parte? Allez présenter vos devoirs à Madame! ¡Y los Kortchaguin están aquí! Et Nadíne Buckshevden. Toutes les jolies femmes de la ville! -añadió, tendiendo, ligeramente levantados, sus anchos hombros militares a su criado, adornado de galones dorados, que le puso el abrigo -. Au revoir, mon cher!

Estrechó por última vez la mano de Maslennikov. -¡Subamos-dijo éste a Nejludov con un aire muy excitado.

Luego lo cogió del brazo, y corriendo, a pesar de su corpulencia, lo arrastró vivamente a la escalera. Su gozosa excitación se debía a la benevolencia que le había mostrado el alto personaje, Porque toda benevolencia llegada de lo alto ponía a Maslennikov tan alegre como aun perrito afectuoso acariciado o rascado detrás de las orejas por su amo. Mueve la cola, se echa al suelo, endereza las orejas o describe círculos alocados. Es lo que Maslennikov estaba dispuesto a hacer. No notaba la expresión seria del rostro de Nejludov, no lo escuchaba e, irresistiblemente, lo arrastraba hacia el salón, hasta el extremo de que Nejludov no tenía más remedio que seguirlo.

-¡Los negocios, después! ¡Haré todo lo que quieras! -dijo Maslennikov atravesando el gran salón con Nejludov.

-¡Anuncie a la généraleque es el príncipe Nejludov! -dijo, sin dejar de caminar, a un lacayo que se les adelantó y corrió a dar el anuncio.

-Vous n'avez qu'à ordonner! ¡Pero antes ve a mi mujer! Ya el otro día tuve un disgusto con ella por no haberte llevado a verla.

Cuando entraron en el salón, avisada ya por ella cayo, Anna Ignatlevna, la mujer del vicegobernador, la «generala», como se titulaba, le hizo a Nejludov una pequeña señal de lo más amable con los ojos, por encima del círculo de sombreros y de cabezas que rodeaban su diván. Alrededor de la mesa del té en el otro extremo del salón, unas damas sentadas hablaban con militares y paisanos que estaban en pie, y se oía un bordoneo ininterrumpido de voces masculinas y de voces femeninas.

-Enfin! ¿Es que no quiere usted ya tratamos? ¿En qué lo hemos molestado?

Con estas palabras, que dejaban suponer entre ella y Nejludov una intimidad que nunca había existido, Anna Ignatievna acogió al recién llegado.

-Ustedes se conocen, ¿verdad? La señora Bielavskaia Mijail Ivanovitch Tchemov... ¡Vamos, siéntese ahí, más cerca!

-Missy, venez donc à notre table! On vous apportera votre thé...! Y usted... -dijo a un oficial que hablaba a Missy y del que evidentemente había olvidado el nombre -: venga también... Príncipe, ¿un poco de té?

-¡Nunca, nunca me lo harán ustedes creer! ¡Ella no lo amaba, he ahí todo! -dijo una voz de mujer.

-¡Pero le gustaban los pasteles!

-¡Siempre bromas tontas! -dijo, riéndose, otra dama de gran sombrero y toda resplandeciente de seda, de oro y de pedrerías.

¡C'est excellent, estas galletas, y tan ligeras! -dijo otra voz-. Déme una más.

-¿Y usted se marcha en seguida?