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-Hoy es el último día. Por eso hemos venido.

-¡Una primavera tan hermosa! Debe de estarse espléndidamente en el campo.

Con sombrero y con vestido de rayas oscuras que dibujaba maravillosamente su fino talle, Missy parecía haber nacido con su vestido. Era muy bella. Se ruborizó al ver a Nejludov.

-Creí que se había marchado usted- dijo ella

-.Casi me he marchado -respondió Nejludov -. Sólo me retienen algunos asuntos. E incluso aquí he venido para resolver varios.

-¡Se lo ruego, vaya a ver a mamá antes dc marcharse! ¡Tiene unos deseos enormes de verlo!

Ella comprendió que mentía y que él lo comprendía también , y se puso más arrebolada aún.

-Creo que no tendré tiempo -respondió Nejludov con tono sombrío y sin parecer notar el rubor de la joven.

Missy frunció las cejas, alzó ligeramente los hombros y se volvió hacia el elegante oficial, que tomó de sus manos su taza vacía y, chocando con su sable contra los sillones, la condujo mimosamente a la otra mesa.

-¡Usted, usted también debería suscribirse para nuestro refugio!

-¡Pero si yo no me niego! Únicamente es que quiero reservarme para la tómbola. Allí mostraré toda la generosidad de que soy capaz.

-¡Bueno, ya lo veremos! -replicó una voz risueña.

El «día» de Anna Ignatievna era de los más brillantes y la dama se mostraba encantada por eso.

-Mika me ha dicho que se interesa usted por nuestras cárceles- dijo ella a Nejludov -.¡Cómo lo comprendo! Mika -era Maslenmkov, su corpulento marido- puede tener sus defectos, pero ya sabe usted lo bueno que es. Todos esos desgraciados presos son como hijos suyos. No los considera de otro modo. Il est d'une bonté...!

Se detuvo, no pudiendo encontrar una palabra bastante expresiva para calificar la «bondad» de su marido, por orden del cual se azotaba a la gente , y de pronto, sonriendo, se volvió hacia una anciana señora de arrugado rostro, toda envuelta en cintas malvas, que acababa de hacer su entrada.

Nejludov había permanecido sentado algunos instantes y, habiendo cambiado algunas palabras triviales, lo justo para no mostrarse incorrecto, se levantó y fue a reunirse con Maslennikov.

-Entonces, ¿Puedes atenderme un momento?

-¡Ah, sí! ¿Qué pasa? Ven por aquí.

Entraron en un gabinetito japonés y se sentaron cerca de la ventana.

LVII

Y ahora, je suis à vous. ¿Quieres fumar? Pero aguarda un momento: no hay que desordenar esto. -Y acercó un cenicero -.¿Qué ocurre?

-He venido a hablarte de dos asuntos.

-¿Ah, sí?

El rostro de Maslennikov se ensombreció. No quedó en él ya ningún rastro de aquella alegre animación del perrito acariciado por su amo tras las orejas.

Entre los ruidos de voces que llegaban del salón, la de una mujer decía: « Jamais, jamais je ne croirai!» Más allá, una voz de hombre contaba una historia donde salían a relucir sin cesar los nombres de la « comtesse Voronzoff» y de « Victor Apraksine». Desde un tercer ángulo se oían carcajadas. Y, aun escuchando a Nejludov, Maslennikov prestaba oídos a lo que ocurría en el salón.

-Vengo a hablarte otra vez a favor de esa mujer- dijo Nejludov.

-¡Ah, sí, esa a la que han condenado injustamente! Lo sé, lo sé.

-Quisiera rogarte que dieses órdenes para que la trasladen al servicio de la enfermería. Me han dicho que es posible, ¿verdad?

Maslennikov apretó los labios y reflexionó un momento.

-Ignoro si es posible- respondió -. Por lo demás, me informaré, y mañana telegrafiaré.

-Me han dicho que los enfermos abundan y que hay necesidad de auxiliares suplementarios.

-¡Sí, sí! En cualquier caso, ya te tendré al corriente. -Si me haces ese favor... -dijo Nejludov.

En el salón resonó una risa general, incluso podría decirse natural.

-¡Otra vez es ese Víctor! -dijo Maslennikov sonriendo -. Una vez que está lanzado, resulta muy ingenioso.

Y además -continuó Nejludov -, hay en este momento, en la cárcel del gobierno, ciento treinta obreros a los que mantienen tras las rejas simplemente porque sus pasaportes estaban caducados. Llevan así más de un mes.

Y expuso el asunto con todos los detalles.

-¿Cómo te has enterado de eso? -preguntó Maslennikov, cuyo rostro bruscamente había adoptado una expresión de inquietud y de descontento.

-Al ir a ver a un acusado, esos infelices me detuvieron en el corredor y me rogaron...

-¿Ya qué acusado ibas a ver?

-A un campesino al que se le imputa injustamente el crimen de incendio; me he cuidado de buscarle un defensor. Pero no se trata de eso. ¿Es que es posible en verdad que estos hombres que únicamente han cometido la falta de haber dejado caducar sus pasaportes, sean encarcelados y que...?

-Eso compete al fiscal- interrumpió Maslennikov con despecho -.¡Pues bien, ahí lo tienes! ¡Ya ves a lo que lleva esa justicia rápida y equitativa! Sin embargo, el deber del fiscal es visitar las cárceles e informarse de la legalidad de las detenciones. Pero él no hace nada, sino jugar al whist.

-Entonces, ¿no puedes hacer nada? -preguntó Nejludov con tono contrito, acordándose de las afirmaciones del abogado respecto a que gobernador y fiscal se echarían las responsabilidades uno a otro.

-Sí, lo haré. Voy a informarme sin tardanza.

-¡Tanto peor para ella! C'est un souffre-douleur! -exclamó en el salón una voz de mujer, con seguridad muy indiferente respecto a lo que decía.

-¡Tanto mejor, tomaré también ésta! -dijo más lejos la voz ronca de un hombre.

-¡No, no, por nada en el mundo! -replicó una voz de mujer, con la misma risa.

-De acuerdo, haré lo necesario -continuó Maslennikov apagando su cigarrillo entre los gruesos dedos de su blanca mano adornada con una sortija de turquesa -.Y ahora, volvamos junto a las damas.

-¡Un momento todavía! -dijo Nejludov, parándose a la puerta -. Han infligido un castigo personal a dos presos. ¿Es verdad?

Maslennikov se empurpuró.

-¡Ah, ahora me hablas de eso! Decididamente, querido mío, será mejor no dejarte entrar allí. ¡Te metes en todo! Vamos, ven, Annettenos espera -dijo, agarrándolo por el brazo para arrastrarlo al salón.

La animación que tenía después de la visita del alto personaje lo invadía de nuevo, pero esta vez no de alegría, sino de inquietud.

Pero Nejludov se zafó el brazo; sin hablar con nadie, sin saludar, atravesó el salón, la gran sala, pasó ante los lacayos congregados en torno de él, franqueó el vestíbulo y se lanzó a la calle.

-¿Qué le pasa? ¿Qué le has hecho? -preguntó Annettea su marido.

-¡Es a la française! -dijo alguien.

-¿Cómo a la française?; à la Zoulou!

-¡Bah, siempre ha sido así!

Alguien se levantó para salir, alguien entró, y las charlas reanudaron su curso. Toda la concurrencia aprovechó aquel episodio para aumentar el diapasón de las habladurías.

Al día siguiente, Nejludov recibió de Maslennikov una carta de una hermosa letra firme, sobre papel grueso, satinado y con escudo de armas. Informaba a Nejludov que había escrito al médico para el traslado de Maslova a la enfermería y que, probablemente, aquello se llevaría a cabo. La carta tenía la despedida: «Tu viejo camarada, muy afectuoso, y la firma de Maslennikov estaba adornada con una artística y enorme rúbrica.

«¡Imbécil!», no pudo menos de pensar Nejludov, basándose sobre todo en aquella palabra de «camarada» que significaba una especie de condescendencia. Dicho de otra manera, aunque ejerciese la más vergonzosa y más baja de las funciones, se consideraba como un hombre muy importante y creía, si no adular a Nejludov, al menos mostrarle que, de cualquier manera, no se envanecía demasiado de su grandeza, puesto que lo calificaba de «camarada».

LVIII