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Nejludov sabía ya todo eso; pero se enteraba hoy como si fuera una cosa nueva y se asombraba de que él y sus semejantes no viesen hasta qué punto era anormal ese estado de cosas. Por su parte, el intendente se ingeniaba en demostrarle los inconvenientes y los peligros de su proyecto. Según él, habría que dar por nada el material inventariado, por el que no ofrecían ni la cuarta parte de su valor; sin duda alguna los campesinos estropearían la tierra y, en definitiva, ¿cuánto no perdería él mismo? Pero todos aquellos argumentos no hacían más que confirmar a Nejludov en la belleza del acto que iba a realizar cediendo sus tierras a los campesinos y sacrificando así la mayor parte de su renta. Por eso quiso acabar aquello antes de su marcha. Encargó, pues, al intendente que se ocupase, cuando hubiera partido, de segar el trigo y venderlo, así como el material y las construcciones superfluas. Por el momento, le rogó que reuniese al día siguiente a los campesinos de Kuzminskoie y de los pueblos de los alrededores para que él mismo pudiera anunciarles su decisión y convenir con ellos el precio del arrendamiento.

Encantado de la firmeza que había opuesto a los argumentos del alemán y de su abnegación en favor de los mujiks, Nejludov abandonó la oficina para dar una vuelta por la casa. Pasó a lo largo de los parterres, descuidados este año, que se extendían ante la casa del administrador; atravesó la pista de tenis, invadida por la achicoria silvestre; en la alameda de los tilos, donde en otros tiempos iba a fumar su cigarro, se acordó de una novelita de galanteo bosquejada tres años antes con la encantadora señora Kirimov. Cuando hubo combinado el plan del discurso que pronunciaría al día siguiente ante los mujiks, volvió a entrar para tomar el té con el intendente, adoptó con él las disposiciones completas para la liquidación de la propiedad y, perfectamente tranquilo, dichoso por el servicio que iba a prestar a los campesinos, se dirigió a la habitación reservada para los huéspedes de paso, que le estaba destinada en la casa grande.

Era una habitación pequeña y limpia. En las paredes había colgadas vistas de Venecia y un espejo colocado entre las dos ventanas; sobre una mesa, cerca de la cama de colchón de muelles, estaban situados un jarro de agua, un vaso, cerillas y un apagavelas. Delante del espejo, sobre la gran mesa, estaba abierta la maleta de Nejludov, que contenía el neceser y algunos libros: uno ruso, Ensayos a investigaciones sobre la ley de la criminalidad; uno alemán sobre el mismo tema, y una obra inglesa. Se había propuesto leerlos en los momentos libres, durante el examen de sus propiedades. Aquel día no tenía ya tiempo para eso y se disponía a acostarse a fin de estar dispuesto al día siguiente bien temprano para sostener su conversación con los campesinos.

En un rincón había un viejo sillón de caoba con incrustaciones. La vista de aquel sillón, que había amueblado en otros tiempos la alcoba de su madre, despertó en su alma un sentimiento muy inusitado. Se sorprendió entristeciéndose por aquella casa que caería en ruinas, y aquel jardín que se quedaría yermo, y aquellos bosques, que serían talados; todas aquellas dependencias, cuadras, establos, graneros; aquellas máquinas, aquellos caballos y aquellas vacas, aunque no hubiese sido él quien lo hubiese establecido y conservado todo a costa de tantos esfuerzos. Hacía un momento le parecía fácil renunciar a aquellas pertenencias, pero ahora lo lamentaba; lamentaba incluso la pérdida de las tierras, con su parte de ingresos que pronto podían serle tan útiles. Llegó así a forjar numerosos argumentos para llegar a la conclusión de que sería insensato ceder sus tierras a los campesinos y abandonarles la explotación de sus bienes.

«Esas tierras no debo poseerlas; y, sin poseerlas, no puedo cuidarme de toda esta propiedad. Y voy a irme a Siberia: por tanto, no tengo necesidad ni de casa ni de tierras», decía una voz en él mismo. «Todo eso es verdad respondía otra voz, pero no vas a Siberia para toda la vida. Si te casas, tal vez tengas hijos. Tus propiedades lo fueron legadas en debida forma y debes dejarlas tal como están. Es muy fácil abandonar, destruir, pero es muy difícil edificar. Te hace falta sobre todo pensar en el porvenir de tu vida, en lo que harás de ti, y regular sobre estas bases la cuestión de tus bienes. ¿Y es completamente definitiva tu decisión? Y otra cosa aún: ¿obras así verdaderamente pare satisfacer tu conciencia o no es más bien pare poder jactarte de ello ante otros hombres?»

Nejludov se planteaba esta pregunta y se veía obligado a reconocer que la opinión de otros, el pensamiento de lo que dirían de él, influían en su decisión. Y cuanto más reflexionaba en aquello, más numerosas se le presentaban las preguntas y más insolubles se hacían.

Pare evadirse de aquello, se acostó en la limpia cama y trató de dormirse, con la esperanza de que al día siguiente, con la cabeza tranquila, esas preguntas tan complicadas se resolverían por sí soles. Pero el sueño tardó en venir. Las ventanas entreabiertas al aire vivo de la noche dejaban pasar los rayos de la luna, el croar de las ranas, el canto de los ruiseñores en el fondo del parque; uno de éstos incluso cantaba muy cerca, bajo las ventanas, en un bosquecillo de lilas. Y su canto, y el croar de las ranas, le recordaron la música de la hija del director; al acordarse del director, se acordó de Maslova. Y el mismo croar evocó en él la manera como los labios de la presa temblaban al decirle: «¡Hay que dejar eso!» Y fue el intendente alemán el que se hundía en el estanque de las ranas y al que hacía falta recoger. En lugar de ello, se había convertido súbitamente en Maslova y gritaba: «¡Yo soy una forzada; tú, un príncipe!»

«No, se dijo Nejludov, no cederé.» Y se despertó preguntándose: «Lo que hago, ¿está bien o está mal? ¡No sé nada y poco me importa! Sólo hace falta dormir.» A continuación sintió que se hundía a su vez en el mismo sitio adonde habían bajado el intendente y Maslova, y todo se desvaneció.

II

Eran las nueve cuando Nejludov se despertó a la mañana siguiente. Al primer ruido que hizo, el joven escribiente destinado a su servicio le trajo sus botines, que nunca habían estado tan relucientes; puso también a su alcance un cántaro lleno de agua fresca y clara de manantial y le comunicó que los campesinos empezaban a reunirse. Nejludov saltó de la cama y se acordó de los acontecimientos de la víspera. Ya no quedaba en él ninguna de sus vacilaciones en lo relativo a ceder sus tierras, y estaba sorprendido de haber tenido aquellos pensamientos. Se alegraba ahora de tener que ejecutar aquel acto, que lo hacía sentirse no solamente dichoso, sino complacido consigo mismo.

Desde su ventana distinguía el césped de la pista de tenis, invadida por las achicorias silvestres y donde, a indicación del intendente, se agrupaban los campesinos. Las ranas no habían croado sin motivo la noche anterior: el tiempo había cambiado. Nada de viento, pero una llovizna menuda y tibia que caía desde por la mañana y se suspendía en gotitas de las hojas, de las ramas y de las hierbas. Un olor a verdura y a tierra sedienta de lluvia penetraba por la ventana entreabierta. Nejludov miraba la llegada sucesiva de los mujiksal césped, el modo como se quitaban su gorro o su gorra uno tras otro, formaban en círculo y hablaban, apoyados sobre sus bastones.

El intendente, un hombre grueso y membrudo, con chaquetilla de cuello enterizo y de color verdes con enormes botones, penetró en la habitación. Anunció a Nejludov que la concurrencia estaba completa, pero que no había necesidad de que se diese prisa en dirigirse allí; podía antes tome su café o su té, puesto que las dos cosas se las habían preparado ya.

No, gracias; primero voy a verlos replicó Nejludov.

Y, a punto ya de hablar con ellos, experimentaba un sentimiento inesperado de timidez y de vergüenza.