El administrador, un seminarista que no había terminado sus estudios, salió sonriendo al encuentro de Nejludov. Sonriendo, lo invitó a entrar en la oficina, y siempre con la misma sonrisa, que parecía prometerle algo extraordinario, desapareció detrás de un tabique. Nejludov oyó cuchichear algunas votes, y luego todo calló.
El cochero que había traído a Nejludov volvió a partir con un tintineo de cascabeles, después de haber recibido su propina. Un gran silencio reinaba alrededor de la casa. En una rápida carrera pasaron ante la ventana primeramente una muchacha descalza vestida con una camisa bordada; luego, detrás de ella, un mujikcalzado con grandes bolas.
Nejludov se sentó cerca de la ventana y se puso a mirar y a escuchar. El soplo fresco de la primavera, que levantaba sus cabellos sobre la frente humedecida por el sudor, y al mismo tiempo los cuadrados de papel colocados sobre el alféizar de la ventana, le traía un olor sano de tierra recién removida. Procedente del río se escuchaba el ruido cadencioso de las galas que golpeaban la ropa y el sonido que se extendía sobre la superficie de agua de la esclusa, y todavía, en el hondón del molino, la caída regular del agua; y al mismo tiempo, con un bordoneo asustado, una mosca pasó cerca de su oído. Nejludov se acordó hasta qué punto en otros tiempos, cuando aún era joven e inocente, le gustaba oír aquel ruido de las galas sobre la ropa mojada, y aquella caída regular de la esclusa; cómo entonces la brisa primaveral venía a levantar sus cabellos sobre la frente mojada y levantaba también los cuadrados de papel sobre el alféizar tallado de la ventana y cómo ya entonces una mosca había pasado zumbando cerca de su oído; y no sólo su pensamiento le representaba a aquel mismo adolescente que él había sido, sino que de nuevo se sentía fresco, puro, capaz de realizar las cosas más bellas, como lo había sido a los dieciocho años. Pero al mismo tiempo sentía la ilusión propia de los sueños, y una profunda tristeza le invadía.
¿A qué hora quiere usted que le sirvan la comida? le preguntó el administrador sonriendo.
Cuando usted quiera. No tengo hambre. Primeramente voy a dar una vuelta por el pueblo.
¿No querría usted entrar antes en la casa? Dentro, todo está en orden. Ya que en el exterior...
No, después. Y ahora, dígame, se lo ruego, ¿hay aquí una mujer que se llama Matrena Jarina?
Era la tía de Katucha.
Sí, está aquí, en el pueblo. Buenos quebraderos de cabeza me da. Es ella quien tiene la taberna. Por más que la reprendo y la amenazo con un proceso si no paga, en el último momento, me da lástima. Pobre vieja. Y además tiene mala suerte dijo el administrador con aquella sonrisa en la que se manifestaban el deseo de ser amable con su dueño y la seguridad de que éste estaba tan versado como él en los negocios.
¿Y dónde vive? Quiero ir a verla.
Al otro extremo del pueblo, la tercera casa antes de la última. Después de una casa de ladrillos que verá usted a la izquierda, está su taberna. Por lo demás, ¿quiere usted que lo lleve? dijo el administrador con una alegre sonrisa.
- No, gracias, ya la buscaré yo. Mientras tanto, le ruego que reúna a los campesinos delante de la casa para que pueda hablarles a propósito de las tierras dijo Nejludov con la intención de concluir con los mujiksaquella misma tarde si era posible, mediante acuerdos análogos a los que había concertado en Kuzminskoie.
IV
En el sendero trazado a través de la pradera, Nejludov se encontró con la misma joven campesina de camisa bordada y delantal abigarrado a la que había visto pasar un momento antes corriendo ante la casa. Volvía del pueblo, corriendo siempre a paso vivo con sus grandes pies descalzos. Su mano izquierda, colgante, marcaba la cadencia de su carrera; con la mano derecha apretaba enérgicamente sobre el vientre un gallo rojo que balanceaba su cresta purpúrea y que, tranquilo en apariencia, no cesaba de mover los párpados, de extender o de recoger debajo de él una de sus negras patas o de pegar sus espolones al delantal de la joven campesina. Ésta aflojó el paso al acercarse al barin, se detuvo al llegar a su altura y echó atrás la cabeza para saludarlo; y solamente cuando él se hubo alejado ella reanudó su carrera en compañía de su gallo. Cerca del pozo, Nejludov encontró a una vieja de encorvada espalda que caminaba llevando dos cubos llenos de agua. Dejando los cubos en el suelo con mucha precaución, la vieja le saludó con aquel mismo movimiento de cabeza.
Pasado el pozo, empezaba el pueblo. El día era claro y cálido; a las diez de la mañana hacía ya un calor bochornoso, y las nubes que se amontonaban velaban de vez en cuando el sol. A lo largo de la calle, un olor a estiércol, agrio y picante, pero no desagradable, emanaba de los carros que subían la cuesta y de los montones formados en los patios, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Detrás de los carros, los mujiks, descalzos, con las camisas y los pantalones manchados de estiércol, miraban con curiosidad a aquel barinalto y vigoroso, de sombrero gris, cuya cinta de seda espejeaba al sol y que subía por la calle del pueblo dando golpecitos a cada paso con su bastón nudoso con puño de plata. Los campesinos que volvían de los campos se removían sobre el asiento de su carros vacíos, se quitaban sus gorros y examinaban con sorpresa a aquel hombre extraordinario que iba avanzando. Para verlo, las mujeres salían a las puertas y, señalándolo, lo seguían con los ojos. En la cuarta puerta, Nejludov hubo de detenerse, a la salida de un patio, para dejar salir a una carreta muy alta cargada de estiércol sobre el cual habían colocado una esterilla para que sirviera de asiento. Un niño de seis años, esperando la ocasión para trepar a lo alto de la carreta, caminaba detrás de ella con el rostro resplandeciente. Un joven mujikcalzado con botas de fieltro estaba ocupado en hacer salir unos caballos a la calle. Un potrillo gris azulado, alto de patas, franqueó la puerta; pero, asustado al ver a Nejludov, se arrimó a la carreta, golpeándose las patas contra las ruedas, y se precipitó hacia su madre, enganchada al mismo carro, la cual, inquieta, relinchó dulcemente. Otro carro era conducido por un viejo delgado que aún se mantenía bien derecho; iba descalzo, vestido con un pantalón a rayas y una blusa larga y sucia que dibujaba por detrás el arco saliente de su columna vertebral.
Cuando por fin los vehículos se encontraron en la calle sembrada de restos de estiércol seco, el viejo volvió hacia la puerta y se inclinó ante Nejludov.
Sin duda es usted el sobrino de nuestras señoritas, ¿no?
Sí, sí.
¡Bienvenido! ¿Ha venido usted a vernos? prosiguió el campesino, a quien le gustaba hablar.
Sí, sí... Y vosotros, ¿cómo vivís? preguntó Nejludov, no sabiendo qué decir.
¡Vamos! ¡Hablar de nuestra vida! ¡De lo más miserable! respondió el viejo locuaz, pareciendo hallar placer en decirlo.
¿Y por qué miserable? preguntó Nejludov franqueando la puerta cochera.
¡Sí, de lo peor! dijo el viejo, siguiendo a Nejludov bajo un tejadillo donde el suelo estaba limpio de estiércol. Mire usted. Aquí, en mi casa, tengo doce almas prosiguió, señalando a dos mujeres que, habiéndose arrezagado las mangas de sus camisas y sus faldas hasta por encima de las rodillas, dejaban ver las pantorrillas manchadas de estiércol, y se mantenían en pie, con la horca en la mano, sobre lo que quedaba del montón de fiemo. Todos los meses tengo que comprar seis libras de harina; ¿y dónde tomarlas?
¿Es que no tienes harina suficiente?
¿De la mía? exclamó el viejo sonriendo con desdén. Tengo tierra para tres almas. En Navidad, toda la provisión está ya consumida.
Pero entonces, ¿qué hacéis?
Uno se las arregla: no queda más remedio. Tengo un hijo en el servicio. Además, tomamos anticipos en casa de vuestra señoría, pero ya hemos cogido todo antes de la Cuaresma. Y los impuestos todavía no están pagados.