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Pero si yo no entré en casa más que un momento para ver a mi niño, y ya se habían escapado.

Pues bien, no hace falta que te vayas cuando es el momento de vigilar.

¿Y quién va a dar de comer al pequeño? ¡No vas a ser tú quien le dé la teta!

Todavía, si mi vaca hubiese pastado realmente en la pradera, bien está, pero acababa de entrar decía la otra.

Han acabado con todos los pastos dijo el administrador a Nejludov. Si no se les hiciese escarmentar, no habría ni un puñado de heno.

¡Ay, no digas pecado! gritó la mujer encinta. ¡Nunca han cogido a mis animales!

Pues bien, hoy han cogido a uno. Así, pues, paga o trabaja.

Bueno, trabajaré. Pero primero devuélveme la vaca, ¡no dejes que se muera de hambre! gritó con cólera. Aparte de eso, no tengo ya ni un solo instante de descanso, ni de día ni de noche. Mi suegra está enferma, mi marido está siempre borracho perdido; sólo estoy yo para hacerlo todo y ya no tengo fuerzas. ¡Ojalá se te atraviese en la garganta mi trabajo!

Nejludov rogó al administrador que ordenase que soltaran las vacas y regresó al jardín para continuar allí sus reflexiones, pero ya no tenía tema sobre el cual reflexionar.

Ahora todo se le presentaba tan claro, que no se cansaba de asombrarse de que los demás y él mismo no hubiesen visto, no hubiesen comprendido desde hacía mucho tiempo lo que era tan evidente. El pueblo muere, pero está acostumbrado a su lenta agonía; y este estado precario extrae de sí mismo los elementos particulares que lo sostienen: la mortalidad infantil, el trabajo exagerado impuesto a las mujeres, la falta de alimentos para todos, en especial para los viejos. Y, al llegar gradualmente a esta situación, el pueblo acaba por no ver ya el horror de la misma y por no quejarse de ella. Y nosotros, a nuestra vez, juzgamos esta situación natural y fatal.

Ahora, Nejludov veía claro como el día que la causa principal de la miseria de la que el pueblo tiene conciencia y que pone siempre en primer lugar, reside sobre todo en el hecho de que ha sido desposeído de la tierra, única capaz de alimentarlo. Es evidente, por otra parte, que los niños y los viejo mueren porque no tienen leche, y que no tienen leche porque no tienen tierras donde hacer pastar al ganado, recoger trigo y heno; en una palabra, que la causa principal, o por lo menos inmediata, de la miseria de los campesinos es que la tierra, su única nutridora, no les pertenece a ellos, sino a los que se aprovechan de sus propiedades rústicas para vivir del trabajo del prójimo.

Ahora bien, la tierra es hasta tal punto indispensable para los hombres, que mueren por no tenerla. Y estos mismos hombres, reducidos a la necesidad más extrema, la cultivan a fin de que el grano que ella produce se venda al extranjero y que el terrateniente pueda comprarse sombreros, bastones, bronces, calesas, etcétera. Y todo aquello, para Nejludov, era también tan evidente ahora como es evidente que los caballos encerrados en un prado del que se han comido toda la hierba, adelgazan y revientan de hambre si no se les deja la posibilidad de pastar la hierba del prado vecino. Y eso es terrible, ¡eso no puede y no debe ser! Hace falta, pues, encontrar el medio de destruir este estado de cosas o al menos no cooperar a él uno mismo.

«¡Y ese medio lo encontraré! pensaba, yendo y viniendo por la alameda de los chopos. En las sociedades sabias, en las administraciones, en los periódicos, especulamos sobre las causas de la miseria del pueblo y sobre los medios de hacerla cesar, pero dejamos de lado el único medio que permitiría mejorar la suerte de los campesinos, y que consiste en devolverles la tierra que se les ha arrebatado.»

Y se acordó claramente de las teorías de Henry George y del entusiasmo que en otros tiempos había sentido por ellas; al mismo tiempo se asombró de haber podido olvidarlas.

«La tierra no debería ser un objeto de propiedad particular, ni un objeto de compraventa, como no lo son el agua, el aire y los rayos de sol. Todos los humanos tienen, respecto a la tierra y a lo que ella produce, un derecho igual.»

Comprendió entonces las causas secretas de su vergüenza en cuanto a los convenios concertados en Kuzminskoie. Es que, a sabiendas, él mismo se había dejado inducir al error. Al mismo tiempo que negaba al hombre el derecho de poseer la tierra, se había reconocido para sí ese derecho y no había hecho entrega a los mujiksmás que de una parte de un bien que en el fondo de su alma sabía que no debía pertenecerle.

Hoy, por lo menos, obraría de otra manera y desharía en seguida lo que había hecho en Kuzminskoie. Y mentalmente elaboró un proyecto nuevo: el de alquilar sus tierras a los campesinos cediéndoles incluso el precio que pagarían por el arrendamiento y que serviría para pagar sus impuestos y cubrir los gastos de la comunidad. No era todavía el single-taxsoñado, pero era el medio que más se le acercaba y el más realizable en la actualidad. Lo principal era que él renunciase por su parte a su derecho de posesión rústica.

Cuando regresó al alojamiento del administrador, éste le anunció, con una sonrisa más claramente halagadora, que la comida estaba lista; temía sin embargo que se hubiera quemado un poco, a pesar de los cuidados puestos por su mujer y por la muchacha encargada de las faenas de la casa.

La mesa estaba cubierta por un mantel de tela cruda, y una toalla bordada hacía las veces de servilleta; sobre la mesa, en una sopera de vieja porcelana de Sajonia, de asas rotas, humeaba una sopa de patatas hecha con la carne de aquel mismo gallo que Nejludov había visto alargar alternativamente sus negras patas. Ahora, el gallo estaba descuartizado, y algunos trozos conservaban aún las plumas. A la sopa sucedió el gallo con su plumilla tostada y luego pastelillos de queso blanco con abundancia de mantequilla y azúcar. Por poco atractivo que fuese todo aquello, Nejludov comía sin darse cuenta, absorto en el pensamiento del nuevo proyecto que, hacía poco, había disipado el malestar con el que volvió de su paseo por el pueblo.

Por la puerta entreabierta, la mujer del administrador vigilaba la manera de servir de la joven criada. Y el marido, todo orgulloso de los talentos culinarios de su mujer, se esponjaba cada vez más en su plácida sonrisa.

Después de comer, Nejludov obligó al administrador a que se sentara a la mesa. Experimentaba la necesidad de hablar, a fin de controlarse a sí mismo y, a la par, comunicar a alguien lo que tan preocupado lo tenía. Participó al administrador su proyecto de ceder las tierras a los mujiksy le pidió su opinión. La sonrisa del administrador tuvo la pretensión de expresar que pensaba todo eso desde hacía ya mucho tiempo y que estaba encantado de oírlo decir. En realidad, no había comprendido ni una sola palabra, no porque Nejludov se hubiese expresado mal, sino porque lo veía renunciar a su interés personal en pro del interés de los demás; y por su parte, el administrador juzgaba que ningún hombre era capaz de preocuparse de otra cosa que de su interés propio sin importarle quién saliese perjudicado. Tanto, que creyó haber comprendido mal la propuesta de Nejludov consistente en dedicar todo el ingreso de sus tierras a constituir para los campesinos un capital que bastase para las necesidades de la comunidad.

Ya comprendo. Así es que usted recibirá los intereses de ese capital, ¿no es así? dijo, todo radiante.

¡Nada de eso! Compréndame. Les cedo completamente mis tierras.

Y entonces, ¿no recibirá usted renta? exclamó el administrador dejando de sonreír.

Pues bien, no. Renuncio a ellas.

A un profundo suspiro del administrador sucedió rápidamente una nueva sonrisa. Ahora había comprendido, pero había comprendido que Nejludov no estaba en sus cabales, y su primera preocupación era la de pensar en aprovecharse de aquello. Se esforzaba en enfocar la cuestión desde un ángulo que le permitiese sacar un beneficio de aquel proyecto de abandono de la tierra.