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Y llamó al potrillo que se había quedado atrás, pero éste ya correteaba por la pradera.

¡Fíjate como ese hijo de perra se acostumbra a entrar en los campos del barin! continuó, al oír el relincho y el galope del potrillo en los perfumados prados cubiertos de rocío. Y, al oír bajo los cascos del animal los crujidos de las acederas silvestres, añadió : Fíjate, la acedera invade los prados.

El domingo habría que mandar a las mujeres a arrancarla dijo el mujikdelgado. De lo contrario, se echarían a perder las hoces.

«¡Firma!», nos dice continuó el otro mujik, volviendo a las palabras del barin. Y si firmas, te come crudo.

Desde luego respondió el viejo.

Y guardaron silencio. No se oía más que el crujido de los cascos sobre la pedregosa carretera.

VIII

Al regresar, Nejludov encontró, en el cuarto de la administración que le habían preparado para pernoctar, una cama muy alta, con colchones de pluma, dos almohadas y una hermosa colcha de seda roja labrada que evidentemente formaba parte de la dote de la mujer del administrador. Éste, al conducirlo a su habitación, le preguntó si no quería primeramente terminar el resto de la comida. Nejludov rehusó y le dio las gracias. El administrador lo dejó entonces solo después de haberse excusado por haberle hecho un recibimiento tan modesto.

La negativa opuesta por los campesinos no turbaba por lo demás a Nejludov. Por el contrario, aunque los de Kuzminskoie le hubiesen dado las gracias al fin, en tanto que éstos se habían mostrado descontentos y hostiles, se sentía tranquilo y dichoso.

La habitación de la oficina era de una limpieza mediocre, y la atmósfera, demasiado pesada. Nejludov salió al patio con la intención de dirigirse al jardín; pero se acordó de la noche de otros tiempos, de la ventana de la cocina, de la escalinata trasera de la casa, y no se sintió con valor para volver a ver lugares manchados por el recuerdo de una mala acción. Se sentó en la escalinata delantera y, aspirando el violento perfume de los jóvenes brotes de los chopos, esparcido en el sire tibio de la noche, contempló durante largo tiempo los sombríos macizos del jardín, escuchó el tictac del molino y el canto de los ruiseñores y el de otro pájaro que silbaba monótonamente en un matorral próximo. La luz desapareció de la ventana de la habitación del administrador; la media luna, enmascarada por las nubes, reapareció hacia el Oeste, por detrás de las granjas; por instantes, relámpagos de calor iluminaron el jardín florido y la deteriorada casa. A lo lejos rugió la tormenta; poco a poco, una masa sombría invadió una tercera parte del cielo.

Los ruiseñores y el pájaro que cantaba callaron. El estrépito del agua que hervía en la esclusa se acompañó con el graznido de los patos; luego, en el pueblo, en la parte baja, resonó el canto del gallo, ese canto que precede al alba en las noches de tormenta.

Un proverbio asegura que, en las noches gozosas, los gallos cantan muy temprano. Y aquella noche era más que gozosa para Nejludov: estaba llena de felicidad y de encanto. En su imaginación renacían las impresiones de aquel bendito verano en que, joven inocente, había vivido aquí mismo; y se sentía igual al que era entonces; análogo al que había sido en aquella fase exquisita y soberbia de su vida, cuando tenía catorce años, cuando rogaba a Dios que le enseñase la verdad, cuando lloraba sobre las rodillas de su madre, jurándole que siempre sería bueno, que nunca le causaría penas; y análogo también al que había sido cuando su amigo Nicolenka Irteniev y el decidieron prestarse una ayuda mutua en la vía del bien y consagrar su vida entera a la felicidad de la humanidad.

Se acordó entonces de la mala tentación que, en Kuzminskoie, lo había incitado a echar de menos su casa, sus bosques, sus granjas y sus tierras. Y se preguntó en aquel momento si las echaba de menos todavía. No solamente no era así, sino que le parecía extraño que eso hubiese podido ser alguna vez. Se acordó de todo lo que había visto a lo largo de la jornada: la joven madre cuyo marido estaba en la cárcel por haber cortado un árbol en el bosque de él, de Nejludov; y la espantosa Matrena, lo bastante audaz para decirle que las jóvenes de su clase deben satisfacer las pasiones de sus amos. Se acordó de las palabras de la vieja sobre la manera como se llevaba a los niños al hospicio; volvió a ver la desgarradora sonrisa del niño envejecido, agotado por la falta de alimento; se acordó de la débil mujer encinta a la que querían obligar a trabajar para él porque, extenuada de fatiga, no había podido vigilar a su vaca, que no tenía nada de comer. E inmediatamente después, su pensamiento lo llevó a la cárcel, a las cabezas rapadas, a la hediondez de las celdas, a las cadenas; y, frente a todas estas miserias, vio el lujo insensato de su propia vida, de toda la vida de las ciudades, de las capitales, de los dueños. Y todo se hacía para él evidente y cierto.

La luna, despejada ya casi del todo, se había alzado sobre la arboleda; sombras negras se alargaban en el patio, y los tejados de hierro de la casa grande aparecían luminosos.

Y como si se hubiera sentido en la obligación de saludar a esta luz, el pájaro que estaba en el matorral volvió a silbar y a chasquear con el pico.

Nejludov se acordó de cómo en Kuzminskoie se había tomado la molestia de reflexionar sobre su existencia, de pensar en lo que haría, en lo que llegaría a ser. Se había planteado preguntas, pesando el pro y el contra, sin poder contestarlas, tan complicada y difícil le parecía la vida. Al plantearse aquí las mismas preguntas, se asombró de encontrarlas muy simples. Y eran simples porque él había dejado de pensar y de interesarse por lo que pasaría para pensar únicamente en lo que debía hacer. Ahora bien, cosa extraña, cuanto menos podía decidir lo que podía hacer para él mismo, tanto mejor sabía lo que debía hacer para los demás. Sabía ahora que le era preciso dar sus tierras a los campesinos porque estaba mal que él las retuviese. Sabía que no debía abandonar a Katucha, sino, por el contrario, acudir en socorro de ella y estar dispuesto a todo para redimir la falta que él había cometido. Sabía que era preciso estudiar, examinar todo aquello, ver claramente la obra, en la que él tomaba parte, de los tribunales que juzgan y castigan; sabía que veía lo que otros no ven. Ignoraba lo que debía salir de allí, pero estaba seguro de que su deber era obrar de aquella manera. Y esta firme seguridad le colmaba de alegría.

La nube negra había invadido todo el cielo; a los relámpagos de calor habían sucedido verdaderos relámpagos que iluminaban el patio y la casa en ruinas; y un brusco trueno resonó por encima de su cabeza. Los pájaros se habían callado; por el contrario, las hojas de los árboles empezaron a susurrar, y, sobre la escalinata donde estaba sentado Nejludov, el viento vino a soplarle en los cabellos. Una gota, luego otra, se estrellaron sobre el tejado de hierro y sobre las hojas; el viento cesó bruscamente; un gran silencio lo sucedió, y Nejludov no había tenido tiempo de contar hasta tres cuando, por encima de su cabeza, estalló un trueno que rodó repercutiendo por la inmensidad del cielo.

Volvió a entrar en la casa.

«Sí, sí pensaba, la obra de nuestra vida, todo el sentido de esta obra, es cosa incomprensible para mí y que jamás podría comprender. ¿Para qué existieron mis tías? ¿Por qué Nicolenka Irteniev murió y yo continúo vivo? ¿Por qué Katucha? ¿Por qué mi locura? ¿Por qué la guerra en la que tomé parte? ¿Y todo el desarreglo de mi vida ulterior? Comprender todo eso, comprender la obra del Dueño no entra en mis facultades. Pero cumplir su voluntad, tal como está escrito en mi conciencia, eso sí depende de mí, y sé que debo hacerlo y que no me quedaré tranquilo más que cuando lo haya hecho.»