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La lluvia caía a raudales, goteando de los tejados y, por las canales, precipitándose en los barriles. Cada vez más raros, los relámpagos iluminaban el patio y la casa. Nejludov regresó a su habitación, se desnudó y se acostó, bastante inquieto al sospechar, tras el papel sucio y desgarrado de las paredes, la presencia de chinches.

«¡Sí, sentirme no dueño, sino servidor!», pensaba; y este pensamiento lo llenaba de alegría.

Pero sus inquietudes estaban justificadas. Apenas había apagado la vela cuando los insectos empezaron a devorarlo.

«¡Dar mis tierras, ir a Siberia; las pulgas, las chinches, la suciedad! Sea; puesto que es necesario, soportaré todo eso.»

Pero a pesar de todo su deseo, no pudo soportarlo; fue a sentarse cerca de la ventana abierta y se absorbió durante largo tiempo en la contemplación de las nubes negras que se disipaban y de la luna que emergía de nuevo.

IX

Como Nejludov no se había dormido hasta por la mañana, se despertó muy tarde.

A mediodía, siete campesinos seleccionados, invitados por el administrador, llegaron al huerto, donde, bajo los manzanos, habían puesto una mesa y bancos hechos de tablones colocados sobre caballetes. Costó un trabajo enorme conseguir que los siete delegados se pusiesen sus gorros o gorras y se sentasen en los bancos.

Sobre todo, el ex soldado se obstinaba en permanecer de pie y sujetaba delante de él su remendada gorra, del mismo modo que hacen los soldados en un entierro; estaba calzado aquel día con pedazos de tela limpia que le servían como calcetines, y con botas nuevas de fieltro.

Pero cuando el decano, un viejo de ancho pecho, de aspecto venerable, con una gran barba blanca rizada como la del Moisés de Miguel Ángel, y de espesos cabellos blancos que coronaban una frente atezada por el sol, se hubo puesto su gran gorro, abotonado su caftán nuevo y se sentó en el banco, los demás siguieron su ejemplo. Una vez acomodados todos, Nejludov se sentó frente a ellos, en el otro banco, y, con su proyecto en la mano, empezó a leerlo y a explicarlo.

Bien a causa del número restringido de los campesinos, bien porque la importancia de su empresa le impedía pensar en sí mismo, Nejludov no experimentaba ahora embarazo alguno. Involuntariamente se dirigía de modo del todo especial al viejo de la barba blanca rizada, del que parecía aguardar la aprobación o la crítica. Desgraciadamente, se hacía ilusiones al formarse de él una gran idea, porque el venerable anciano no aprobaba, con un gesto de su hermosa cabeza de patriarca, o no movía la cabeza en señal de desconfianza más que después de ver la actitud aprobadora o reprobadora de sus vecinos; personalmente, no comprendía casi nada de lo que decía Nejludov, y no cogía el sentido más que cuando sus compañeros repetían las mismas palabras en el idioma de ellos. Nejludov era mucho mejor comprendido por el vecino del anciano, un viejecillo sin barba y tuerto, vestido con una casaca remendada y calzado con viejas botas. Era fabricante de estufas, según informó a Nejludov en el curso de la charla. Aquel viejecillo acompañaba con un movimiento de cejas cada esfuerzo que hacía por comprender, y traducía poco a poco y a su manera lo que iba diciendo el barin.

De inteligencia viva también, otro viejo corpulento, de barba blanca y ojos brillantes, no dejaba escapar ninguna ocasión de insertar comentarios irónicos o divertidos; por lo visto, era su manera de lucirse.

El ex soldado habría debido comprender también, al parecer, de qué se trataba si no estuviese entontecido por el espíritu soldadesco y no se hubiese empeñado en seguir un lenguaje estúpido aprendido en el servicio. El más serio de los oyentes del grupo era sin duda alguna un alto mujikcon voz de bajo profundo, de larga nariz y corta barbilla, vestido con un caftán limpio y calzado con botas nuevas de fieltro. Comprendía todo, y, cuando hablaba, lo hacía con conocimiento de causa.

En cuanto a los otros dos ancianos, uno de ellos era aquel viejecillo desdentado que tanta oposición había mostrado contra Nejludov el día anterior; el otro era un hombre de gran estatura, muy blanco, de rostro bondadoso, con delgadas piernas rodeadas de tela blanca a guisa de calcetines y envueltas en polainas. Los dos guardaban silencio, escuchando sin embargo con gran atención.

Nejludov comenzó por exponer sus ideas sobre la propiedad rústica.

A mi juicio dijo, no se tiene derecho ni a vender ni a comprar la tierra, porque los que tienen dinero comprarían de ella todo lo que quisieran, o, dicho de otro modo, extraerían todo el dinero que quisieran de quienes la cultivan.

Es verdad dijo el hombre de larga nariz, con su profunda voz de bajo.

¡Perfectamente bien! opinó el ex soldado.

Una mujer coge un poco de hierba para las vacas; la detienen y, ¡venga!, a la cárcel dijo el viejecito de aspecto modesto y bondadoso.

Nuestras tierras están a una distancia de cinco verstas; en cuanto a tomarlas en arriendo, no hay medio: piden precios que sería imposible pagar añadió el viejo desdentado.

Nos exprimen retorciéndonos como al cáñamo. Es peor que en los trabajos forzados recalcó el mujikde aire ceñudo.

Ésa es también mi opinión dijo Nejludov ; y considero como un pecado poseer la tierra. Por eso he venido a dárosla.

Pues es una buena cosa dijo el viejo de barba de Moisés, habiendo comprendido indudablemente que Nejludov quería alquilarles sus tierras.

He venido para eso. No quiero ya extraer provecho alguno de mis tierras, sino ponerme de acuerdo con vosotros sobre el modo como podríais beneficiaros de ellas.

No tienes más que dárselas a los mujiks, eso es todo dijo el viejecillo desdentado.

Esta respuesta produjo en Nejludov cierta turbación, porque notaba en ella que sospechaban de su lealtad. Pero se recobró en seguida y se aprovechó de aquel comentario para decir todo lo que tenía que decir.

Me sentiría muy satisfecho con dároslas continuó, pero ¿a quién y cómo? ¿A qué mujiks? ¿Por qué más bien a vuestra comunidad que a la de Deminskoïe? Era un pueblo vecino casi desprovisto de tierras.

Nadie respondió. Únicamente el ex soldado dejó oír su: «Perfectamente bien.»

Pues bien prosiguió Nejludov, decidme: ¿qué haríais en mi lugar?

¿Que qué haríamos? Un reparto igual entre todos dijo el fabricante de estufas con un rápido aleteo de los párpados.

Está claro. Repartiríamos todo entre los campesinos apoyó el viejo bondadoso.

Y todos, sucesivamente, fueron aprobando aquella respuesta que parecía satisfacerlos por entero.

Pero, ¿cómo entre todos? preguntó Nejludov. ¿Incluyendo también a los criados de la casa y de las fincas señoriales?

¡Absolutamente no! declaró el ex soldado, esforzándose en poner el rostro risueño.

Pero el campesino alto y reflexivo fue de opinión contraria:

Si se reparte, hay que hacerlo igualmente entre todos declaró con su voz de bajo, después de un instante de reflexión.

Eso no es posible replicó Nejludov, quien ya tenía preparada su objeción. Si yo hiciese un reparto igual, todos los que no trabajan ni cultivan ellos mismos aceptarían su parte para revenderla a los ricos. Y de nuevo éstos acapararían la tierra. Y al multiplicarse la familia de los que cultivan, su tierra tendría que ser parcelada. Y los ricos volverían a hacerse poderosos, en detrimento de los que para vivir tienen necesidad de la tierra.

¡Perfectamente bien! se apresuró a confirmar el ex soldado.

Prohibir que nadie venda la tierra. Y que sea el poseedor de ella el que la trabaje dijo el fabricante de estufas interrumpiendo con irritación al ex soldado.

Pero Nejludov objetó que era imposible controlar si alguien cultivaba por su propia cuenta o por cuenta de otro.

El mujik alto propuso organizar el cultivo sobre las bases de la asociación por gremios: