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Sí, sí, es verdad contestó Nejludov. Pero no puedo contártelo en la calle.

Desde luego, desde luego. Siempre has sido un original. Entonces, ¿vendrás a las carreras?

No; ni puedo, ni quiero. No me lo tomes a mal, te lo ruego.

¡Qué idea! ¿Hasta dónde has llegado? preguntó.

Y de pronto el rostro se le puso serio, su mirada se quedó fija y se levantaron sus cejas. Parecía querer evocar un recuerdo, y Nejludov observó en su rostro la misma expresión beatífica que había notado, a través de la ventana de la taberna, en el hombre de cejas levantadas y labios colgantes.

¡Qué frío!, ¿eh?

Sí, sí asintió Nejludov.

¿Llevas ya los paquetes? preguntó Schoenbok al cochero. Bueno, adiós. Me alegro mucho de haberte encontrado añadió apretando fuertemente la mano de Nejludov.

Luego saltó a su coche, agitó su ancha mano enguantada de blanco ante su reluciente rostro, y una sonrisa amistosa descubrió al mismo tiempo sus dientes, largos y demasiado blancos.

«¿Es que yo mismo he sido así? se preguntó Nejludov mientras continuaba su camino hacia la casa del abogado. Sí, aunque quizá no del todo. Pero, desde luego, así es como quería ser; y me había imaginado que mi vida entera transcurriría de esa forma.»

XI

Nejludov no tuvo que hacer antesala en casa del abogado, quien le habló primeramente del asunto de los Menchov. Después de haber examinado el sumario, quedó indignado por la iniquidad de la acusación.

Es una injusticia flagrante declaró. No existe duda alguna de que fue el propio tabernero quien prendió fuego a la granja con objeto de cobrar la prima del seguro. El hecho capital es que la culpabilidad de los Menchov no está probada en modo alguno. No existe ni una sola prueba contra ellos. La condena se deriva únicamente del exceso de celo del juez de instrucción y de la negligencia del fiscal interino. Pero, como el mal ya está hecho, será difícil conseguir algún cambio. De cualquier modo, si se consigue el que el asunto llegue, no ante la Audiencia Provincial, sino aquí, ante la Territorial, garantizo la absolución; y trabajaré sin honorarios. En cuanto al otro asunto, la petición de Fedosia Birokov al emperador, ya está redactada; y si va usted a Petersburgo, llévesela consigo y cuídese personalmente de recomendarla. De lo contrario, dirigirían aquí un mandamiento de encuesta de la que no saldría nada. Haga usted, pues, todo lo posible con personas influyentes en la comisión de indultos. Bueno, está ya todo, ¿no?

No. He aquí que me han vuelto a escribir...

Por lo que veo, se ha convertido usted en el torno por el que se deslizan todas las quejas de la cárcel dijo el abogado con una risotada. Pero hay demasiadas injusticias: nunca podría usted acabar con ellas.

Pero es que esto es verdaderamente monstruoso respondió Nejludov; y le hizo un resumes del asunto.

En un pueblo, un campesino se había puesto a leer el Evangelio y a comentárselo a sus amigos. Habiendo visto el clero en eso un delito, lo había denunciado: el juez de instrucción interrogó, el fiscal redactó un escrito de acusación y el tribunal dictó una sentencia, confirmada por la sala de apelación.

Y eso es lo que me parece espantoso, que sea posible una cosa así insistió Nejludov.

¿Y qué tiene eso de raro?

Pues todo. Comprendo el comportamiento del comisario rural, quien no hizo más que lo que le ordenaron. Pero el fiscal, que redactó la acusación, es sin embargo un hombre instruido...

Pues bien, ahí está el error. Uno se imagina gustosamente que el foro y la magistratura en general están compuestos por hombres nuevos y liberales. Sí, así era antiguamente; pero los tiempos han cambiado. Hoy día, quien dice magistrados, dice funcionarios preocupados únicamente del día veinte de cada mes, cuando reciben su sueldo, que ellos querrían ver aumentar sin cesar; a eso se limitan sus principios. Fuera de eso, acusarán, juzgarán y condenarán a quien usted quiera.

Pero, ¿es que existen leyes que dan derecho a deportar a un individuo porque haya leído el Evangelio a sus amigos?

No solamente a deportar, sino incluso a enviarlo a trabajos forzados si se demuestra que ha comentado el Evangelio en un sentido contrario a la regla y que por tanto contradice a la Iglesia. O lo que es lo mismo, ultraje público a la fe ortodoxa: destierro en virtud del artículo 196.

¿Es posible?

Es como le digo. No ceso de repetir a los magistrados continuó el abogado que no puedo verlos sin que mi corazón desborde de gratitud por el hecho de que si no estoy en la cárcel, ni usted, ni todo el mundo, no se lo debo más que a la bondad de ellos. Pues nada es más fácil que encontrar un artículo que permita deportarme a donde quieran.

Si todo depende del capricho de un fiscal o de otras personas, libres de seguir o no la ley, ¿para qué sirve la justicia?

El abogado estalló en una risa alegre.

¡Vaya unas preguntas que me hace usted! Eso, padrecito, es filosofía. Bien, si usted quiere, podremos también hablar de eso. Venga, pues, un sábado. Encontrará en nuestra casa hombres de letras, artistas. Podremos discutir a nuestras anchas sobre esas cuestiones generales dijo el abogado, recalcando con ironía las palabras «cuestiones generales». Usted conoce a mi mujer, ¿verdad? Venga, pues.

Sí, ya procuraré... respondió Nejludov, consciente de que mentía y de que trataría por el contrario de no acceder a la invitación del abogado y de evitar aquel ambiente de sabios, de hombres de letras y de artistas.

La risa con la que el abogado había respondido al comentario de Nejludov referente a la inutilidad del tribunal, puesto que los magistrados pueden a su capricho aplicar o no la ley, y el tono con que pronunció las palabras «filosofía» y «cuestiones generales» demostraban a Nejludov la divergencia de puntos de vista entre él y el abogado, como verosímilmente ocurriría también con los amigos del abogado; se daba cuenta igualmente de que por grande que fuera la distancia existente entre él y sus antiguos amigos, como Schoenbok, se sentía más alejado aún del abogado y de las gentes de su mundo.

XII

Era tarde ya; la cárcel estaba lejos y, para dirigirse allí, Nejludov hubo de tomar un coche de punto.

Al pasar por una calle, el cochero, de edad mediana, de rostro bondadoso a inteligente, se volvió hacia Nejludov señalándole una enorme casa en construcción.

¡Vaya edificio que están levantando ahí! dijo con un tono que parecía indicar su participación, en cierta medida, en aquella construcción, cosa de la que estaba orgulloso.

En verdad, la casa era inmensa y de un estilo extraordinario y complicado. Las largas vigas de pino de la armazón, mantenidas por anillos de hierro, rodeaban el edificio, separado de la calle por una valla de planchas. Sobre la armazón hormigueaban los obreros, todo blancos de cal; unos tallaban las piedras y otros las colocaban; otros aún subían pesadas cargas o bajaban barriles vacíos. Un hombre alto, elegantemente vestido, el arquitecto sin duda, señalaba algo al aparejador, quien lo escuchaba con deferencia. Delante de ellos entraban y salían, por la puerta cochera, carros cargados.

«¡Y decir que todos los que trabajan y los que los hacen trabajar están convencidos de que eso tiene que suceder así; que, en tanto que en sus casas, en el campo, sus mujeres, embarazadas, están abrumadas por un trabajo superior a sus fuerzas y que sus niños, a punto de morir de hambre, sonríen con aire envejecido, ellos tienen que construir este palacio inútil, estúpido, para algún hombre igualmente inútil y estúpido, para uno de esos que los arruinan y les roban!», pensaba Nejludov mirando la construcción.

¡Sí, una casa estúpida! dijo traduciendo en voz alta su pensamiento.