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¿Cómo estúpida? exclamó el cochero con aire ofendido ; por el contrario, gracias a eso, los obreros tienen trabajo.

Pero también ese trabajo es inútil.

Es útil, puesto que se construye: eso da de comer a la gente.

Nejludov se calló. Además, era difícil hablar en medio del estrépito producido por las ruedas.

No lejos de la cárcel, el coche abandonó el pavimento para seguir por una calzada de tierra, de forma que era posible entenderse; y el cochero se volvió de nuevo hacia Nejludov.

¡Bien hay gente que deja el campo para venirse a la ciudad!

Y señaló a una cofradía de obreros aldeanos portadores de sierras y hachas, con sus pellizas de carnero y sus sacos a la espalda. Caminaban en dirección contraria a la del coche.

¿Es que son más numerosos que los años anteriores?

Hay tantos, que ya no encuentran dónde meterse. Los patronos juegan con los hombres como pedacitos de madera. Hay de sobra en todas partes.

¿Por qué eso?

Son demasiados. Ya no saben adónde ir.

¿Y qué importa que sean demasiados? ¿Por qué no se quedan en el pueblo?

En el pueblo no hay nada que hacer: no hay tierra.

Nejludov tuvo la misma sensación que se experimenta al darse un golpe en un miembro herido: se diría que uno se golpea expresamente siempre en ese sitio, y simplemente parece así porque los golpes allí son más sensibles.

«¿Es que en todas partes pasará igual?», pensaba. Interrogó al cochero sobre la cantidad de tierras que había en su pueblo, sobre la extensión de las que poseía él mismo y por qué se había venido a la ciudad.

Tenemos una deciatina de tierra por persona, barin. Poseemos para tres personas. Tengo en casa a mi padre y a mi hermano; otro hermano es soldado. Son ellos los que dirigen todo; por lo demás, no hay nada que dirigir. También mi hermano ha tenido ya el deseo de marcharse a Moscú.

Pero se puede tomar tierra en arriendo.

¿Dónde quiere usted arrendar nada? Los antiguos señores se han comido su fortuna, y son los comerciantes los que han acaparado toda la tierra. Ésos no dan nada en arriendo; trabajan ellos mismos. Entre nosotros, es un francés el que ha comprado la tierra al antiguo barin. Pues bien, tampoco él arrienda nada.

¿Qué francés?

- Dufar, el francés. Quizás usted haya oído hablar de él. Hace pelucas para los actores del gran teatro. Es un buen negocio, y ha ganado dinero. Ha comprado toda la propiedad de nuestra señorita y ahora nos tiene en sus manos. Nos lleva como quiere. Afortunadamente es un buen hombre. En cambio, su mujer, que es una rusa, es una perra de la que Dios nos libre. Roba a todo el mundo como un salteador... Pero ya está aquí la cárcel. ¿Dónde quiere usted bajar? ¿En la escalinata? Creo que no lo permiten.

XIII

Nejludov, con el corazón oprimido y preguntándose con espanto en qué estado de ánimo iba a encontrar a Maslova, seguía asustado por el misterio que adivinaba en ella y en aquel vínculo que unía a los hombres en la cárcel.

Llamó a la puerta principal y pidió al vigilante que vino a abrirle que lo dejara ver a Maslova. Después de haberse informado, el hombre le dijo que Maslova había sido trasladada al servicio de la enfermería.

Nejludov fue allí, pues. Un buen viejecillo, guardián de la enfermería, lo hizo entrar y, al enterarse de a quién iba a ver, lo dirigió hacia la sección de los niños.

Un joven médico, exhalando un fuerte olor a ácido fénico, vino por el corredor al encuentro de Nejludov y, con tono severo, le preguntó cuál era el objeto de la visita. Este joven médico se mostraba muy bien avenido con los presos, lo que acarreaba a cada instante discusiones poco agradables, bien con los funcionarios de la cárcel, bien con el médico jefe. Temiendo quizá que fueran a pedirle un favor irregular, o queriendo mostrar que no hacía excepciones con nadie, fingió mostrarse riguroso frente a Nejludov.

No hay mujeres aquí: es la sección de los niños declaró.

Sí, ya lo sé; pero se trata de una presa a la que han trasladado aquí, según me han dicho, como enfermera.

En efecto, tenemos dos; ¿qué desea usted de ellas?

Estoy en relaciones con una, la llamada Maslova dijo Nejludov, y quisiera verla. Me marcho a Petersburgo, donde voy a ocuparme en que revisen su sentencia. Y además, me alegraría entregarle esto: no es más que una fotografía añadió, sacando del bolsillo un sobre blanco.

Bueno, eso puede hacerse dijo el médico suavizándose.

Luego invitó a una vieja enfermera de delantal blanco a que hiciese venir a la presa Maslova.

¿Desea usted sentarse o pasar al recibidor?

Gracias respondió Nejludov.

Y, observando la benévola disposición del médico, le preguntó si estaba satisfecho del trabajo de Maslova.

Pues sí, no trabaja mal, teniendo en cuenta las condiciones en que se ha encontrado respondió el médico. Por lo demás, hela aquí.

En una de las puertas apareció la vieja enfermera, seguida por Maslova. Ésta llevaba un delantal blanco sobre su vestido de tela a rayas, y, a la cabeza, un pañuelo que ocultaba sus cabellos. Al ver a Nejludov, enrojeció, se detuvo vacilante, luego frunció las cejas y, con los ojos bajos, deslizándose con paso rápido por la alfombra del corredor, avanzó hacia él. Al principio no le tendió la mano; luego, habiéndose decidido a hacerlo, se ruborizó más aún.

Nejludov no había vuelto a verla desde el día en que ella se había excusado por haberse enfadado con él, y esperaba encontrarla en la misma actitud. Pero esta vez era completamente distinta, y sus rasgos expresaban algo nuevo; se mostraba reservada, tímida, como si creyese que Nejludov la miraba con hostilidad.

Él le repitió lo que le había dicho al médico: se marchaba a Petersburgo. Luego le entregó el sobre con la fotografía traída de Panovo.

He encontrado esto en Panovo: es una fotografía de otros tiempos. Tal vez la vea usted con agrado. Quédese con ella.

Ella levantó las negras cejas y fijó, bizqueando ligeramente, sus ojos en Nejludov, con aire sorprendido, como si se preguntase: «¿A qué viene esto?» Y sin decir palabra cogió el sobre y lo metió en el bolsillo delantero de su delantal.

Vi también en el pueblo a su tía continuó Nejludov.

¿La vio usted? dijo ella con indiferencia.

¿Y cómo se encuentra usted aquí?

Bien, no está mal.

¿No es demasiado penoso el trabajo?

No, no demasiado. Sólo que aún no estoy acostumbrada.

Me alegro mucho por usted: esto le conviene más que su vida en el otro sitio.

¡Oh, en el otro sitio! dijo ella con las mejillas repentinamente arreboladas.

Quiero decir allí en la cárcel se apresuró a explicar Nejludov.

¿Y en qué es mejor esto?

Supongo que aquí las gentes serán mejores. No son las mismas que en el otro lado.

Pero también allí hay buenas personas afirmó ella.

Me he ocupado del asunto de los Menchov; espero que los pondrán en libertad.

¡Dios lo quiera! Es tan buena esa viejecita dijo ella, repitiendo su opinión sobre la anciana presa, y sonrió ligeramente.

Cuando llegue a Petersburgo me ocuparé del asunto de usted; espero conseguir que anulen la sentencia.

La anulen o no, ahora poco me importa.

¿Por qué dice usted «ahora»?

¿Que por qué? respondió ella con una breve mirada interrogativa.

Ante aquellas palabras y aquellas miradas, Nejludov creyó comprender que ella quería estar segura de si él persistía en su proyecto o si había aceptado la negativa que ella le había opuesto.

No sé por qué le importa a usted eso poco, pero realmente, a mí me importa. Pase lo que pase, estaré siempre dispuesto a hacer lo que le dije declaró él con firmeza.

Ella levantó la cabeza; la mirada de sus negros ojos ligeramente bizcos se detuvo al mismo tiempo sobre él y al lado de él, y sus rasgos se iluminaron de alegría. Pero lo que ella decía era muy distinto de lo que decían sus ojos.