Изменить стиль страницы

Pero no todos participaron en él.

No importa. ¿Para qué mezclarse en lo que no es asunto de ellas? Y no es un papel que corresponda a las mujeres.

Pero ahí tiene usted por ejemplo a Mariette: usted misma acaba de reconocer que ella sí puede intervenir en los asuntos.

¡Mariette es Mariette! ¡Pero que una Dios sabe qué, una cualquiera que no es ninguna gran cosa, pretenda darnos una lección a todos...!

No se trata de darnos una lección, sino de acudir en ayuda del pueblo.

No necesitamos de ellas para saber que hay que ayudar al pueblo.

Pero el caso es que el pueblo sufre. Acabo de volver del campo. ¿Le parece a usted justo que los mujiksse agoten más allá de sus fuerzas y no tengan bastante para comer según les pide el hambre, mientras nosotros vivimos en medio de un lujo desenfrenado? prosiguió Nejludov, animado por la bonachonería de su tía hasta el punto de comunicarle todos sus pensamientos.

¿Qué quieres entonces? ¿Que me ponga a trabajar y que no coma nada?

No, no quiero en modo alguno dejarla sin comer dijo Nejludov sonriendo; quiero solamente que trabajemos todos y que todos comamos.

Mon cher, vous finirez mal! dijo.

¿Y por qué?

En aquel momento, un alto y robusto general acababa de penetrar en el comedor. Era el marido de la condesa, Tcharsky, el ex ministro.

¡Ah, Dmitri, buenos días! dijo el general tendiendo a Nejludov su mejilla recién afeitada. ¿Cuándo has llegado?

Besó en silencio la frente de su mujer.

Bueno, il est impayable! dijo la condesa a su marido. Quiere que vaya a lavar mi ropa al río y que me alimente sólo de patatas. Es un terrible tonto, un espantoso pazguato continuó ella. Pero, de cualquier forma, haz lo que te pida. A propósito, dicen que la señora Kamenskaia se halla en tal estado de desesperación, que se teme por su vida: deberías ir a visitarla.

Sí, es espantoso respondió el marido.

Y ahora, id a hablar de vuestras cosas. Tengo unas cartas que escribir.

Apenas había salido Nejludov del comedor cuando ella le gritó desde la otra habitación:

¿Quieres que le escriba a Mariette?

Se lo ruego, tía.

Entonces dejaré en blanco la explicación de lo que tienes que pedirle a su marido a propósito de tu pelicorta. Ella le ordenará que haga lo que tú pidas, y él lo hará. Pero, oye, no vayas a creer que soy mala. Tus protegidas no me son nada simpáticas; mais je ne leur veux pas de mal! ¡Que Dios las proteja! Y después puedes irte, pero vuelve sin falta esta noche. Oirás a Kieseweter. Y luego rezarás por nosotros. Y si lo haces de buena fe, ça vous fera beaucoup de bien. Sé perfectamente que Elena y todos vosotros nunca os habéis preocupado mucho de eso. Bueno, hasta la vista.

XV

El conde Iván Mijailovitch, el ex ministro, era un hombre de convicciones firmes.

Desde su juventud, esas convicciones se habían basado en los principios siguientes: lo mismo que el pájaro se alimenta de gusanos, está vestido de plumas y vuela por el espacio, así él mismo debía naturalmente alimentarse con los platos más rebuscados, preparados por cocineros pagados muy caros, ir vestido de la manera más elegante y más cómoda posible, ser llevado por caballos tranquilos y rápidos, y por consiguiente todo eso debía estar a su disposición. Además, el conde Mijailovitch consideraba que cuanto más dinero percibiese del tesoro público, más adornado estaría con condecoraciones, más frecuentaría a altos personajes de los dos sexos y tanto más le valdría eso. Todo lo demás, comparado con esos dogmas fundamentales, le parecía al conde Iván Mijailovitch nulo y sin interés; y le importaba poco que las cosas fuesen de una manera a otra. Conformándose a esta fe, el conde Iván Mijailovitch había vivido y actuado en Petersburgo durante cuarenta años, después de los cuales había llegado al puesto de ministro.

Las cualidades principales que le habían permitido llegar a aquel cargo consistían en esto: primeramente, sabía comprender el sentido de los reglamentos y de otras disposiciones oficiales y redactar, en un estilo poco elegante, es verdad, documentos inteligibles y exentos de faltas de ortografía; en segundo lugar, era muy expresivo y podía, según las circunstancias, dar la impresión de dignidad, de altivez y de inaccesibilidad, o bien de flexibilidad, llegando hasta la bajeza y la infamia; en tercer lugar, estaba liberado de cualesquiera reglas de moralidad personal o social y, por consiguiente, podía, si era preciso, estar de acuerdo o en desacuerdo con todo el mundo. Al obrar así, no tenía más que un solo objetivo: dejar creer que era consecuente consigo mismo; y no le importaba lo más mínimo la moralidad o la inmoralidad de sus actos, como tampoco la cuestión de saber si esos actos constituían el mayor bien o el mayor mal para Rusia o para el mundo entero.

Cuando llegó a ser ministro, todos sus subordinados, la mayor parte de sus conocidos, y más todavía él mismo, tuvieron la convicción de que se mostraría como un hombre de Estado de los más inteligentes. Pero después de un cierto tiempo, cuando hubo que comprobar que él no había organizado nada ni había creado nada nuevo, que, según las leyes de la lucha por la vida, otros hombres análogos a él, que sabían comprender y redactar documentos oficiales, funcionarios tan expresivos y tan poco escrupulosos, lo hubieron suplantado y obligado a retirarse, se reconoció unánimemente que en lugar de ser una inteligencia excepcional era un hombre muy limitado, poco instruido, a pesar de su tono de suficiencia, y que apenas sobrepasaba en sus opiniones el nivel de los artículos de fondo de los periódicos conservadores. Se cayó en la cuenta de que nada lo distinguía de las otras mediocridades vanidosas y limitadas que lo habían suplantado. Él mismo se daba cuenta de eso, lo que no le impedía en modo alguno creerse con derecho a recibir, de año en año, un sueldo cada vez mayor y nuevas condecoraciones para su uniforme de gala. Esta convicción estaba tan profundamente arraigada en él, que nadie tenía valor para llevarle la contraria. Y de año en año percibía, en forma de pensión de retiro, de honorarios como consejero de Estado y como presidente de toda clase de comisiones o juntas, varios millares de rublos; además, cada año tenía el derecho, por él tan apreciado, de mandar coser nuevos galones a su cuello y a su pantalón y a su frac y nuevas cintas y estrellas de esmalte. De este modo ampliaba el círculo de sus relaciones sociales.

El conde Iván Mijailovitch escuchó las explicaciones de Nejludov con la misma gravedad y la misma atención que concedía en otros tiempos a los informes de sus jefes de servicios. Hecho esto, dijo a su sobrino que iba a darle dos cartas de recomendación, una de ellas para el senador Wolff, del departamento de casación.

Se dicen muchas cosas de él explicó, pero, dans tous les cas, c'est un homme très comme il faut. Me está agradecido y hará todo lo que esté en su mano.

La segunda carta iba destinada a un miembro de la comisión de gracia. El asunto de Fedosia Birukov, que le había contado Nejludov, lo había conmovido mucho. Habiéndole dicho éste que quería escribir a la emperatriz, le respondió que era, en efecto, un asunto digno de interés y que se podría hablar de él cuando se presentase la ocasión, pero no se arriesgaba a prometerlo. La petición debía seguir su trámite, y añadió, después de reflexionar un instante, que si un jueves lo invitaban al salón de la emperatriz, en petit comité, tal vez encontrara la oportunidad de deslizar unas palabras a propósito de la protegida de Nejludov.

Nejludov, provisto de las dos cartas del conde y de otra de su tía para Mariette, se puso en camino inmediatamente para iniciar sus gestiones

Por lo pronto, empezó por Mariette. La había conocido de muchachita, perteneciente a una familia aristocrática de escasa fortuna. Se había casado con un hombre que había sabido elevarse rápidamente, gracias a medios sospechosos, y, como siempre, a Nejludov le resultaba desagradable solicitar el apoyo de un hombre al que despreciaba. En este caso, sentía un desacuerdo interior, un descontento de sí mismo y una vacilación: ¿debía o no dirigirse a él? Y siempre llegaba a la conclusión de que debía hacerlo. Por otra parte, comprendía lo que de falso había en su actitud de peticionario ante gente con la que no tenía ya ninguna solidaridad y que, sin embargo, continuaban considerándolo como a uno de los suyos. En aquel ambiente se sentía recaer en la horma antigua y habitual y, a pesar suyo, volvía a adoptar el tono ligero a inmoral que reinaba en aquella sociedad. Ya por la mañana, en casa de su tía Catalina Ivanovna, lo había notado al adoptar un tono burlesco para hablar de las cosas más serias.