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Arruinar, deportar o encarcelar a centenares de inocentes, sólo porque aman al pueblo y siguen permaneciendo fieles a la religión de sus padres, y todas las exacciones que había cometido cuando era gobernador de una provincia de Polonia, eran cosas que no solamente él no consideraba nefandas, sino en las que veía, por el contrario, una proeza de valentía y de patriotismo. Tampoco consideraba indigno haberse apropiado de toda la fortuna de su mujer, que estaba enamorada de él, y de la de su cuñada. Por el contrario, aquello constituía para él la organización racional de su vida de familia.

La familia de Vladimir Vassilievitch se componía de su dócil mujer, de su cuñada, cuya propiedad había vendido para poner el dinero en el banco a su propio nombre, y de su hija, poco bonita, tímida y que no tenía otras distracciones en su existencia aislada y triste que las de asistir a las reuniones evangélicas en casa de Aline y en la de la condesa Catalina Ivanovna.

El hijo del senador era un buen muchacho que, a los quince años, barbudo ya como un hombre, había empezado a beber y a llevar una vida de desenfreno. A los veinte años, su padre lo había expulsado de casa, porque lo comprometía al no terminar sus estudios, frecuentar malas compañías y contraer deudas. Una vez había pagado por él doscientos treinta rublos; otra vez, seiscientos, pero advirtiéndole que sería la última y que, si no se corregía, lo echaría y terminaría con él toda clase de relaciones. Pero, lejos de enmendarse, contrajo una nueva deuda de mil rublos y se permitió decir a su padre que bastante sufría ya con vivir en aquella casa. Vladimir Vassilievitch le había declarado entonces que ya no podía considerarlo como padre suyo. Desde aquella fecha vivía como si no tuviese hijo, y en su casa nadie se atrevía a hablarle de él. No por eso dejaba de estar menos convencido de que sabía organizar de una manera perfecta su vida de familia.

Wolff acogió a Nejludov con esa sonrisa amable, ligeramente burlona, que le servía para expresar sus sentimientos de hombre comme il faut, frente al común de los mortales. Deteniéndose en su paseo en medio del despacho, saludó a Nejludov y luego leyó la carta.

Siéntese, se lo ruego. Le pido permiso para continuar caminando dijo, metiéndose las manos en los bolsillos de la chaqueta, y se puso a recorrer en diagonal, con ligeros y cortos pasos, su gran despacho de severo estilo. Encantado de conocerlo, y, naturalmente, de poder ser agradable al conde Iván Mijailovitch continuó después de haber exhalado una columna de humo azul y perfumado y de haberse quitado con precaución el cigarro de la boca para impedir que la ceniza se desprendiera.

Querría solamente rogarle que el asunto quedase resuelto lo antes posible dijo Nejludov, a fin de que, si la acusada tiene que ir a Siberia, su partida se realice sin tardanza.

Sí, sí, con los primeros paquebotes de Nijni; sí, ya sé dijo Wolff con su sonrisa protectora de hombre que sabe de antemano lo que van a decirle. ¿Y cómo se llama ella?

Maslova.

Wolff se acercó a su mesa y abrió un legajo atiborrado de papeles.

Eso es, Maslova. Desde luego; hablaré del asunto a mis colegas. La cuestión será discutida el miércoles.

¿Puedo telegrafiárselo a mi abogado?

¡Ah, tiene usted un abogado! ¿Para qué? Pero, en fin, si usted quiere...

Temo que los motivos de casación no sean suficientes dijo Nejludov ; pero el solo proceso verbal de los debates proporciona la prueba de que la condena se basa en un error.

Sí, sí, es posible; pero el Senado no tiene nada que ver con el fondo del asunto replicó Wolff con severidad y vigilando la ceniza de su cigarro. El Senado debe limitarse a controlar la interpretación y la aplicación de la ley.

Pero aquí, el caso me parece tan excepcional...

¡Ya sé, ya sé! Todos los casos son excepcionales. En fin, se hará lo necesario. Quedamos de acuerdo.

La ceniza seguía manteniéndose, pero presentaba ya una fisura que la ponía en peligro.

Y usted no viene con frecuencia a Petersburgo, ¿verdad? preguntó Wolff, sujetando el cigarro de modo que la ceniza no cayese; pero como de todos modos se balanceaba, fue a depositarla con precaución en el cenicero. ¡Qué terrible accidente el sucedido a ese Kamensky! ¡Un joven excelente, hijo único! Sobre todo, la madre es digna de compasión añadió, repitiendo casi al pie de la letra lo que decía todo Petersburgo.

Habló luego de la condesa Catalina, de su manía por la doctrina religiosa de moda, que Vladimir Vassilievitch ni aprobaba ni desaprobaba, pero que él, homme comme il faut, juzgaba superflua. Y finalmente tiró de la campanilla.

Nejludov se puso en pie para despedirse.

Venga, pues, si le conviene, a comer uno de estos días conmigo dijo Wolff, tendiendo la mano a Nejludov. El miércoles, por ejemplo; le daré al mismo tiempo la respuesta definitiva.

Era ya tarde, y Nejludov regresó a casa, es decir, a casa de su tía.

XVII

En casa de la condesa Catalina Ivanovna se cenaba a las siete y media. A ella le gustaba que la sirvieran según un método nuevo que Nejludov desconocía aún: una vez los manjares traídos a la mesa, los lacayos se retiraban inmediatamente después, y los comensales se servían ellos mismos.

Los hombres evitaban a las damas la molestia de hacer un movimiento inútil y, en su calidad de representantes del sexo fuerte, se encargaban marcialmente de todo el peso del servicio de los manjares y de las bebidas a las damas y a ellos mismos. Cuando se había comido su plato, la condesa apretaba el botón del timbre incrustado en la mesa; los criados entraban sin ruido, retiraban rápidamente el servicio, cambiaban los platos y traían la continuación. La minuta era de las más rebuscadas. En una gran cocina clara trabajaban un cheffrancés y dos ayudantes, todos vestidos de blanco. A la mesa estaban sentados seis comensales: el conde, la condesa, su hijo (joven oficial de la Guardia, tosco, que apoyaba los codos en la mesa), Nejludov, la lectora francesa y el intendente principal del conde, llegado del campo.

También aquí la conversación versó sobre el duelo. Se comentaba la actitud del emperador respecto a aquel asunto. Sabiendo que se había apiadado de la suerte de la madre, todos se apiadaban igualmente por la suerte de la madre. Sabiendo igualmente que, aunque apiadándose de la madre, el zar no quería mostrarse severo con el matador, quien había defendido el honor del uniforme, todo el mundo se mostraba indulgente con el matador, que había defendido el honor del uniforme. Sólo la condesa Catalina Ivanovna, con su independencia y su ligereza, se mostraba severa respecto al matador.

¡No admitiré nunca que jóvenes de la buena sociedad se embriaguen y se maten después! afirmó.

No lo comprendo dijo el conde.

Ya lo sé. Tú no comprendes nunca lo que yo quiera decir respondió la condesa, y se volvió hacia Nejludov. Todo el mundo me comprende, excepto mi marido. Digo que me da lástima de la madre y que, en cuanto al otro, no me parece bien que haya matado y que esté satisfecho de su acción.

El hijo de la condesa, mudo hasta entonces, intervino poniéndose a favor del matador. Bastante groseramente; replicó a las palabras de su madre demostrándole que un oficial no podía obrar de otra manera, so pena de ser expulsado del regimiento por un tribunal de honor.

Nejludov escuchaba sin mezclarse en la conversación. A título de ex oficial, y aun sin admitirlos, comprendía los argumentos del joven Tcharsky; pero, por otra parte, el caso de aquel oficial que había matado a uno de sus camaradas le recordaba involuntariamente el de un guapo muchacho al que había visto en la cárcel, condenado a trabajos forzados por haberse convertido en homicida en el curso de una pelea.

Ahora bien, la causa inicial de estos dos homicidios había sido la embriaguez. El otro, el mujik, había matado en un momento de excitación. Y he aquí que lo habían separado de su mujer, de su familia, de sus padres, le habían puesto grilletes, rapado la cabeza, y lo enviaban a trabajos forzados. Y éste, por el contrario, está arrestado en una bonita habitación, le llevan buenas comidas, bebe buen vino, lee libros, lo soltarán, si no hoy, todo lo más mañana, vivirá como antes a incluso se convertirá por eso mismo en un objeto de interés.