¿Cuánto son los impuestos?
Diecisiete rublos cada plazo, nada más que por la casa.
¡Ah, Dios mío, una vida que ni siquiera sabe uno cómo valerse!
¿No podría entrar en vuestra isba? preguntó Nejludov.
Al mismo tiempo avanzaba por el patio y pisaba la capa de estiércol de azafranado color amarillo y de violento olor que la horca no había removido aún.
Está bien, entre respondió el viejo.
Luego, con un movimiento rápido de sus pies descalzos entre cuyos dedos corría un líquido amarillento, se adelantó a Nejludov y le abrió la puerta de la isba.
Sin dejar de ajustarse sus pañolones y bajarse las faldas, las mujeres miraban con temerosa curiosidad a aquel elegante barin, tan limpio, con sus gemelos de oro, que entraba en sus casas.
Dos niñitas salieron corriendo de la isba; Nejludov se agachó, se quitó el sombrero y penetró en el zaguán y luego en la habitación, estrecha y sucia, impregnada de un agrio tufillo a cocina. Cerca del fogón, una mujer anciana, arremangada, dejaba ver sus desnudos brazos, flacos y curtidos.
Es nuestro barin, que viene a visitarnos le dijo el viejo.
Pues bien, dígnese entrar dijo la vieja con afabilidad, echándose inmediatamente para abajo los puños de la camisa.
He querido ver un poco cómo vivíais dijo Nejludov.
¡Ya puedes ver cómo vivimos! respondió con atrevimiento la vieja, sacudiendo nerviosamente la cabeza. La isba está a punto de desplomarse, y es seguro que matará a alguien. Pero el viejo opina que está bien. Y así vivimos y reventamos dijo la vieja con amargura. Mira, voy a reunir a la gente de la casa para la comida; tengo que dar de comer a los trabajadores.
¿Y qué vais a tomar de comida?
¿Que qué vamos a tomar? ¡Oh, podemos darnos por satisfechos! Primer plato: pan y kvass 16; segundo plato: kvassy pan.
Ella se echó a reír, abriendo de par en par su boca desdentada.
No, sin bromas; enseñadme lo que vais a comer hoy.
Comer dijo el viejo riendo. Nuestra comida no tiene nada de complicada. ¡Enséñasela, vieja!
La mujer meneó de nuevo la cabeza.
Se te ha ocurrido la idea de venir a ver nuestra comida de mujiks. ¡Ah, eres un barincurioso, ya lo veo; quieres saberlo todo! Pues bien, ya te lo he dicho: vamos a comer pan y kvassy luego stchi 17, porque nuestras mujeres han traído unos pescaditos; y después de eso, patatas.
¿Y eso es todo?
¿Qué más quieres? Le daremos color el stchicon un poco de leche respondió la vieja sonriendo con aire astuto, dirigidos los ojos hacia la entrada.
La puerta se había quedado abierta. El zaguán estaba lleno de gente: niños, jovencitas, mujeres con recién nacidos agarrados al seno; y toda aquella multitud amontonada miraba al extravagante barinque quería enterarse de lo que comían los mujiks. Y la vieja sonreía, evidentemente con malicia, porque se sentía muy orgullosa de su manera de recibir a un barin.
Sí, puede decirse que es una pobre vida la nuestra insistió el viejo. ¡Bueno!, ¿qué queréis aquí? gritó a los curiosos que se estacionaban a la puerta.
¡Ahora, adiós! dijo Nejludov, experimentando un poco de malestar y de vergüenza, sin saber definir el motivo.
Gracias humildemente por su visita dijo el viejo.
En el zaguán, la multitud se apartó para dejar pasar a Nejludov. Pero una vez en la calle y resuelto a continuar su paseo, se fijó en dos chiquillos, descalzos, que lo seguían. El mayor llevaba una camisa sucia, blanca en otros tiempos; el otro, flacucho, tenía una camisa rosa descolorida. Nejludov se volvió hacia ellos.
¿Y adónde vas ahora? le preguntó el chiquillo de la camisa blanca.
A casa de Matrena Jarina respondió Nejludov. ¿La conocéis?
El más pequeño, el de la camisa rosa, se echó a reír. El otro respondió con gran seriedad:
¿Qué Matrena? ¿Es vieja?
Sí, es vieja.
¡Ah! Entonces debe de ser Semenija, que vive al extremo del pueblo. Nosotros lo guiaremos. ¡Vamos, Fedia, guiémoslo!
¿Y los caballos, entonces?
¡Bah, eso no importa!
Habiendo accedido Fedia, los tres empezaron a subir por la larga calle del pueblo.
V
Nejludov se sentía más a sus anchas con aquellos dos chiquillos que con las personas mayores, y charlaba con ellos mientras seguía caminando. El más pequeño, el de la camisa rosa, no reía ya y hablaba con tanta inteligencia y discernimiento como el mayor.
Bueno, ¿quién es el más pobre del pueblo? preguntó Nejludov.
¿El más pobre? Mijail es pobre, y luego Semion Makarov; está también Marfa, que es muy pobre.
Y Anissia lo es más todavía. Anissia ni siquiera tiene vaca. Pide limosna recalcó el pequeño Fedia.
Es verdad que no tiene vaca replicó el de más edad, pero en casa de ella no son más que tres, mientras que en casa de Marfa son cinco.
Sí, pero Anissia es viuda insistió el pequeño.
Dices que Anissia es viuda; pero Marfa es como si lo fuera también. Tampoco ella tiene a su marido.
¿Y dónde está su marido? preguntó Nejludov.
Alimenta sus piojos en la cárcel respondió el mayor, empleando la expresión acostumbrada.
El verano pasado cortó dos chopos en el bosque del señor; entonces lo metieron en la cárcel se apresuró a decir Fedia. Hace ya seis meses que está allí, y su mujer pide limosna. Tiene tres hijos, y además su madre, que es muy vieja añadió con aire de persona mayor.
¿Y dónde vive?
Ésa es su casa dijo el niño, señalando al borde del sendero que seguían una isba ante la cual se balanceaba con esfuerzo sobre sus arqueadas piernecitas un niñito muy pequeño de rubia cabeza.
Vasska, bribonzuelo, ¿quieres entrar de una vez? gritó desde la casa una mujer joven aún, vestida con una camisa y una falda tan sucias, que parecían cubiertas de cenizas.
Con aire espantado a la vista de Nejludov, se lanzó a la calle, cogió a su hijo y se lo llevó a la isba. Se habría dicho que temía para él algo por parte del barin.
Era la mujer cuyo marido estaba en la cárcel desde hacía seis meses por haber cortado dos chopos en los bosques de Nejludov.
Bueno, ¿y Matrena, también ella es pobre? preguntó a medida que se acercaban a su isba.
¿Cómo va a ser pobre? ¡Vende bebidas! replicó con tono resuelto el chiquillo de la camisa rosa.
Ante la isba de Matrena, Nejludov se despidió de sus dos guías, entró en el vestíbulo y pasó a la habitación contigua, que no tenía más de dos metros de anchura, por lo que un hombre demasiado alto no habría podido tenderse en el lecho que se encontraba detrás de la estufa.
«En esta misma cama pensaba, Katucha ha dado a luz y ha estado mucho tiempo enferma.»
Casi toda la habitación donde había entrado, tropezando con la cabeza en la baja puerta, estaba ocupada por un bastidor de tejer que la vieja acababa de poner en orden con ayuda de la mayor de sus nietas. Otras dos nietecillas suyas corrieron a la isba en seguimiento del bariny se detuvieron a la puerta, apoyándose en las jambas con las manos.
¿Qué quiere usted? preguntó con malhumor la vieja, irritada porque el negocio no marchaba bien, y siempre dispuesta, en su calidad de tabernera, a desconfiar de los desconocidos.
Soy el propietario. Querría hablar contigo.
La vieja miró primero en silencio, examinándolo con atención. Y de pronto su rostro se iluminó.
- ¡Ah, eres tú, pichoncito mío! Y yo, vieja bestia, que no te reconocía. Y me decía: seguramente es un forastero cualquiera. ¡Y resulta que eres tú, mi halcón radiante! exclamó ella esforzándose en que la voz le saliera amable.
Quisiera hablarte a solas dijo Nejludov, señalando en dirección a la puerta, que se había quedado abierta, y donde estaban los niños y una mujer joven y flaca que llevaba un pequeño ser vestido de andrajos remendados, de rostro azulenco, sobre el cual el sufrimiento imprimía una especie de sonrisa.