No, el mío no bebe nunca respondió la campesina, complacida por la nueva ocasión que se le ofrecía de alabar las cualidades de su marido. No hay muchos hombres como él, padrecito; la tierra no produce muchos. Ésa es la verdad dijo aún, dirigiéndose a Nejludov.
Muchísimo mejor comentó el anciano, mirando al obrero que bebía. Éste había pasado la botella a su mujer, quien, después de una risa y de menear la cabeza, se la había llevado a su vez a los labios. Al ver las miradas de Nejludov y del viejo clavadas en él, el obrero se volvió hacia ellos.
¿Qué, barin? ¿Nos miran porque bebemos? Cuando trabajamos, nadie se fija, pero cuando bebemos, todo el mundo lo ve. He trabajado lo mío; ahora bebo y obsequio a mi mujer. Eso es todo.
Sí, sí murmuró Nejludov, no sabiendo qué responder.
¿No es verdad, barin? Mi mujer es todo un carácter. Estoy contento con ella; así puede tener cuidado conmigo. ¿No es verdad lo que digo, Mavra?
Vamos, coge la botella, no quiero más replicó la mujer, devolviéndole la botella. Y deja de decir tonterías.
¿Ven ustedes cómo es? dijo el obrero. Es buena, es buena. Pero, cuando de pronto se pone a reñir, rechina como una carreta a la que no le han engrasado las ruedas. ¿No es verdad lo que digo, Mavra?
Mavra, animada, hizo un ademán con el brazo y se echó a reír.
¡Ea, ya está disparado!
Para que vean ustedes cómo es. Buena, buena. Pero, como los caballos, si por casualidad le pica la grupa, le hace a uno la cosa menos pensada. Es verdad lo que digo. Perdóneme usted, barin. He bebido un poco más de la cuenta, ¿qué quiere usted que yo haga? dijo el obrero, quien se tendió para dormir, poniendo la cabeza sobre las rodillas de su risueña mujer,
Nejludov permaneció todavía algún tiempo cerca del anciano, quien le contó su historia. Su profesión era la de arreglar estufas. Trabajaba en eso desde hacía cincuenta y tres años; había reparado una cantidad innumerable de estufas y ahora habría querido tomarse un pequeño descanso, pero nunca tenía tiempo. Había dejado a sus hijos en la obra, en la ciudad, y él se iba al pueblo para volver a ver a sus parientes.
Cuando hubo acabado su relato, Nejludov se levantó y se dirigió hacia el sitio que le había reservado Tarass.
Bueno, barin, siéntese usted. Vamos, retiraremos de aquí este saco dijo el jardinero con una mirada bondadosa.
Un poco apretados, pero como amigos comentó Tarass con su voz cantarina; levantó su enorme saco como si fuese una pluma y lo colocó cerca de la ventanilla. Sitio no falta, a incluso si faltase podría uno ir a acostarse debajo del banco; vamos a nuestras anchas dijo irradiando felicidad todo él.
A Tarass le gustaba decir de sí mismo que, cuando no había bebido, no sabía hablar; pero que cuando había bebido un vaso encontraba en seguida buenas palabras y podía decirlo todo. Y, en efecto, Tarass era más bien silencioso por lo general; pero en cuanto bebía (cosa que le ocurría en casos excepcionales) se mostraba agradablemente locuaz. Hablaba entonces con facilidad y con encanto, con sencillez y franqueza, y sobre todo con una dulzura que brillaba en sus bondadosos ojos azules y en sus risueños labios. En aquel estado se encontraba aquel día. La llegada de Nejludov había interrumpido al principio su discurso; pero en cuanto hubo colocado bien su saco y volvió a sentarse en su sitio, con sus robustas manos de obrero sobre las rodillas, siguió contándole al jardinero todos los detalles de la historia de su mujer y por qué la habían condenado y por qué él la seguía a Siberia.
Nejludov no conocía los detalles de aquella historia y por eso se preparaba a escucharla con interés. Tarass había llegado ya a las circunstancias del envenenamiento, cuando la familia había descubierto que la autora era Fedosia.
Estoy contando mi desgracia dijo Tarass a Nejludov, con tono amistoso. He conocido aquí a este buen hombre; entonces nos hemos puesto a charlar y yo he empezado a contar.
Me parece muy bien dijo Nejludov.
Así, pues, hermano, de esta manera se descubrió todo. Mi madre cogió aquel panecillo y dijo: «Voy a casa del comisario.» Pero mi padre es un viejo ordenado. «¡Espera, vieja! dijo. No es una mujer, es todavía una niña. Ni siquiera ha sabido lo que hacía. Hay que tener lástima de ella. Quizá se arrepienta.» Pero mi madre no quiso oír hablar de eso. Dijo: «Mientras la tengamos aquí, nos envenenará a todos como a cucarachas.» Y entonces fue a casa del comisario. El comisario vino a nuestra casa y llamó a testigos.
¿Y tú, qué hacías?
Yo, hermano, retorcerme por el suelo con cólicos y vómitos. Todo el vientre lo tenía revuelto y me era imposible decir una palabra. Y mi padre enganchó la carreta para llevar a Fedosia al cuartelillo y de allí al juez de instrucción. Y ella, hermano, en seguida lo confesó todo. Dijo dónde se había procurado el veneno y cómo había preparado el panecillo. «¿Por qué has hecho eso?», le preguntaron. Y a ella se le ocurre decir que porque yo le inspiraba horror. «¡Prefiero ir a Siberia que vivir con él!» Quería decir conmigo añadió Tarass sonriendo.
Luego continuó:
Por fin, ella se acusa de todo. Entonces, en seguida: a la cárcel. Mi padre volvió. Pero he aquí que llega el tiempo de la cosecha. Y la única mujer que tenemos es mi madre y además debilitada ya. Pensamos si no podrían ponerla en libertad con garantía de fiadores. Mi padre se pone en busca de un jefe, luego de otro; llegó a ver a cinco seguidos. Iba ya a renunciar a sus gestiones cuando conoció a un hombrecillo, listo como una ardilla. «Dame cinco rublos le dice, y yo te arreglaré el asunto.» Se pusieron de acuerdo en tres rublos. Pues bien, hermano, para conseguirlos empeñé las propias ropas de mi mujer. Y cuando hubo escrito aquel papel dijo Tarass, como si hablase de la detonación de un fusil, todo se arregló. Yo ya empezaba a estar mejor y fui en persona a recogerla a la ciudad.
»Así, hermano, llego a la ciudad, dejo el caballo en el albergue, agarro el papel y voy a la cárcel. "¿Qué quieres tú? ", y yo digo: "Mi parienta está aquí encerrada con ustedes." “ ¿Tienes tú un papel?", me dicen. Doy el papel. Lo miran. "Espera", me dicen. Me siento en un banco. Luego he aquí que llega un superior: "¿Eres tú el que te llamas Varbuchov?", me dice. "El mismo." "Bueno, hazte cargo", dice él. Se abre una puerta: la traen con sus ropas de ella, como es debido. «Bueno, en marcha", le digo. " ¿Has venido a pie? " "No, tengo mi caballo: Volvemos al albergue, pago lo que debo por la estancia del caballo, lo ensillo, pongo debajo de la silla el heno que queda. Ella se sienta, se envuelve en su chal y ya estamos en marcha. Se calla y yo me callo. Pero al acercarnos a casa ella me dice: "¿Y tu madre, todavía vive?" "Todavía vive", le respondo. "¿Y tu padre, todavía vive?" "Todavía vive." Entonces ella me dice: "Tarass, perdóname mi tontería. Ni yo misma supe lo que estaba haciendo." Y yo le respondo: "No hay que hablar de eso; hace ya mucho tiempo que te perdoné." Y luego, ya no ha dicho nada. Al llegar a casa, hela aquí que se echa a los pies de la madre. " ¡Dios te perdone! ", le dice mi madre. Mi padre le dice: "Lo pasado, pasado está. Ahora vive para lo mejor. No es el momento de hablar de eso. Hay mucho trabajo en el campo. Dios nos ha dado tanta cebada, que no se puede recogerla ni siquiera con el rastrillo, tan enredada está. Hay que cosechar. Mañana irás con Tarass." Y desde aquel momento, hermano, se puso al trabajo. Y no puede creerse cómo trabajaba. Teníamos entonces tres deciatinas de tierra en arriendo. Y, gracias a Dios, la cebada y la avena habían salido en abundancia. Mientras yo siego, ella hace las gavillas. Por mi parte, yo soy hábil en el trabajo; ella se ha hecho más hábil aún, en cualquier trabajo. Una mujer de fuerza y joven y fresca. Tan celosa del trabajo se hizo, que me veía obligado a retenerla. Volvíamos a casa con los dedos hinchados y los brazos entumecidos; yo pienso en descansar, pero ella, antes de la sopa, hela aquí que corre al huerto y se pone a hacer vencejos para el día siguiente. ¡Qué cambio!