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Todo transcurría como de ordinario: pasaban lista, se comprobaba la solidez de las cadenas y se emparejaba a los que debían caminar con esposas. Pero de pronto se elevaron la voz autoritaria y gruñona del oficial y el ruido producido por golpes sobre un cuerpo humano y llantos infantiles. Y después de un instante de completo silencio, un murmullo indignado que recorrió toda la muchedumbre.

II

María Pavlovna y Katucha se acercaron al sitio de donde procedía el ruido; vieron al oficial, un hombre fornido, de grandes bigotes rubios, que fruncía las cejas y frotaba la palma de la mano izquierda contra la mano derecha, que le escocía a causa de la violencia de la bofetada que acababa de propinar a un preso, y no dejaba de proferir juramentos groseros y obscenos. Delante de él, enjugándose con una mano el rostro ensangrentado, mientras sostenía con la otra a una niñita envuelta en un chal, y que lanzaba gritos agudos, se erguía, vestido con un corto capote carcelario y unos pantalones más mezquinos aún, un preso larguirucho y flaco con la cabeza semirrapada.

¡Yo te enseñaré... (una palabrota obscena), yo te enseñaré a hacer comentarios...! (otra palabrota). ¡Dásela a las mujeres! gritaba el oficial. ¡Vamos, ponédselas en seguida!

El oficial exigía que se pusiera las esposas a aquel condenado a la deportación por el consejo rural. Desde la muerte de su mujer, en Tomsk, era él quien, durante todo el trayecto, había llevado a su hijita. La razón que había invocado de no poder hacerlo con las esposas puestas había irritado al oficial, de mal humor en aquel momento, y éste había golpeado hasta hacerle sangre al preso que no había obedecido inmediatamente 25.

Frente al preso golpeado se mantenía un soldado de la escolta; otro condenado, de gran barba negra, metida una mano en las esposas, lanzaba de soslayo miradas hacia su camarada, el padre de la niñita. Habiendo repetido el oficial la orden de llevarse a la niña, murmullos más violentos se elevaron entre la multitud de presos que asistían a aquella escena.

Desde Tomsk venía andando sin esposas dijo una voz ronca en una de las últimas filas de la columna.

Es una criatura lo que lleva, no es un perro. ¿Dónde va a poner a la niña?

¡Es contra el reglamento! protestó otro.

¿Quién ha dicho eso? gritó el oficial, como si le hubieran dado un mordisco, lanzándose sobre la multitud. ¡Ya te enseñaré yo el reglamento! ¿Quién ha hablado? ¿Tú? ¿Tú?

Todo el mundo lo dice, porque... dijo un preso fornido, de anchos hombros.

No pudo acabar; con los dos puños, el oficial se puso a golpearlo en la cara.

¿Una revuelta entonces? ¡Yo os enseñaré lo que es una revuelta! ¡Os haré fusilar como a perros! ¡Y las autoridades me lo agradecerán! ¡Llévate la niña!

Un silencio planeó sobre la multitud. La niña, que lloraba desesperadamente, fue arrancada por un soldado de los brazos de su padre, mientras otro ponía las esposas al preso, quien tendía ahora sus brazos con sumisión.

¡Llévasela a las mujeres! vociferó el oficial al soldado, volviéndose a colocar bien su tahalí.

La niña, sujetas las manos en su chal, procuraba sacarlas y, con el rostro congestionado, no dejaba de lanzar gritos desgarradores.

María Pavlovna se apartó de la multitud y se acercó al soldado que sujetaba a la niña.

Señor oficial, permítame que la recoja yo.

El soldado se detuvo.

¿Quién eres tú? preguntó el oficial.

Una condenada política.

El bonito rostro de María Pavlovna, con sus bellos ojos redondos (él ya se había fijado en ella en el momento de hacerse cargo de la dirección del convoy), impresionó visiblemente al oficial. Examinó en silencio a la joven, como si estuviera pesando el pro y el contra.

A mí me da igual. Recójala si quiere dijo por fin. A ustedes les es muy fácil tenerles lástima; pero, ¿quién sería el responsable si se escaparan?

¿Cómo iba a poder escaparse con su hija? preguntó María Pavlovna.

¡No tengo tiempo de discutir con usted! ¡Llévesela, si se empeña!

¿Ordena usted que se la dé? preguntó el soldado.

¡Dásela!

¡Ven conmigo! dijo María Pavlovna con voz acariciadora.

Pero, en brazos del soldado, la niña seguía gritando, se inclinaba hacia su padre y se negaba a ir hacia la joven.

Espere un momento, María Pavlovna; quizá se venga conmigo dijo Maslova, sacando una rosquilla de su saco.

En efecto, el rostro ya conocido de Maslova y el señuelo de la rosquilla decidieron a la niña.

Todos se habían callado. Se abrió la puerta cochera; el convoy salió a la calle y se alineó; los soldados de la escolta contaron de nuevo a los presos, ataron los sacos y los colocaron en las carretas; luego hicieron sentarse allí a los débiles. Maslova, con la niña en brazos, fue a colocarse entre las mujeres, al lado de Fedosia. Con paso firme y resuelto, Simonson, que había asistido a toda la escena, se acercó al oficial; éste había dado todas sus órdenes y subía ya a su tarentass.

Ha obrado usted mal, señor oficial le dijo Simonson.

¡Vuelva a su sitio! ¡Esto no es de su incumbencia!

Es de mi incumbencia decirle, y se lo digo, que ha obrado usted mal insistió Simonson, mirando fijamente al oficial con sus ojos sombreados de espesas cejas.

¿Está todo listo? ¡En marcha el convoy! gritó el oficial sin prestar ya atención a Simonson. Y, apoyándose en el hombro del soldado cochero, subió al tarentass.

El convoy se puso en movimiento, desenrollándose en larga columna sobre la fangosa carretera, bordeada a ambos lados por estrechas zanjas y abierta en pleno bosque.

III

Después de la existencia lujosa, confortable y fácil de aquellos seis últimos años, y los dos meses pasados en la cárcel con las presas comunes, su vida actual con los «políticos», aunque en condiciones penosas, le parecía a Katucha muy superior. Las etapas de veinte a treinta verstas, a pie, con un descanso durante el día, después de dos jornadas de marcha y una alimentación substanciosa, la fortificaban físicamente; por otra parte, el trato con nuevos camaradas le abría sobre la vida horizontes insospechados. No sólo ella no conocía, sino que ni siquiera había podido imaginar que pudiesen existir personas tan excelentes, siguiendo su propia expresión, como aquellas con las que caminaba.

«Lloraba por haber sido condenada se decía, pero toda mi vida tendré que darle gracias a Dios por haberme permitido conocer lo que siempre habría ignorado.»

Sin esfuerzo había comprendido los motivos que impulsaban a aquellos hombres, y, como mujer del pueblo, simpatizaba completamente con ellos. Había comprendido que ellos estaban a favor del pueblo contra los dirigentes; que ellos mismos eran privilegiados, y no por eso dejaban de sacrificar a favor de sus ideas, sus privilegios, su libertad, incluso su vida: eso la maravillaba y la entusiasmaba.

Estaba encantada con sus nuevos compañeros, pero por encima de todos admiraba a María Pavlovna y la quería con un afecto particular, a la vez respetuoso y apasionado. La impresionaba el hecho de que aquella hermosa muchacha, muy instruida, que hablaba tres lenguas, de una familia rica y de alta situación, conservase la sencillez de modales de una obrera, diese a los demás todo lo que enviaba su acaudalado hermano, llevase vestidos no solamente simples, sino pobres, y no se preocupase en absoluto de su aspecto. Esta ausencia completa de coquetería femenina asombraba y, en consecuencia, seducía más que nada a Maslova. Y se daba cuenta muy bien de que María Pavlovna sabía, a incluso le resultaba agradable saber, que era bella, y sin embargo, lejos de alegrarla la impresión que causaba en los hombres, la temía, experimentaba incluso repulsión y miedo de provocar declaraciones amorosas. Sus compañeros, conociendo sus sentimientos, aunque atraídos hacia ella, no se permitían mostrárselos y la trataban en plan de camarada; por el contrario, los demás hombres la molestaban con frecuencia; pero, como ella misma decía, se desembarazaba de ellos gracias a su fuerza física, de la que se ufanaba muy orgullosa.

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25Este hecho lo cita Linev en su libro: Por etapas. N. del A.