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El trabajo del que hablaba se efectuaba con agua hasta las rodillas y duraba desde el alba hasta la noche, con un descanso de dos horas para la comida del mediodía.

Para los que no están acostumbrados, es duro hacerse a eso decía, pero, una vez acostumbrados, la cosa se soporta. Únicamente, si la comida fuera buena... En los primeros tiempos, no había modo de tragar nada. Pero un día los obreros se plantaron y la comida se ha hecho mejor, y el trabajo resulta más fácil.

Contó también que trabajaba así, día tras día, desde hacía más de veintiocho años y que siempre había entregado en su casa el dinero que ganaba: primero a su padre y luego a su hermano mayor; ahora se lo daba a un sobrino que dirigía los trabajos de la casa. En cuanto a él, de los cincuenta o sesenta rublos que ganaba por año, se reservaba dos o tres para sus placeres menudos: comprar tabaco y cerillas.

Y después, a veces uno peca: hay ocasiones, cuando sobra un poco de dinero, en que se bebe un vasito de aguardiente añadió con una sonrisa contrita.

Dijo también que las mujeres de los obreros se ocupan, en lugar de ellos, con los trabajos del campo; y cómo, aquel día, antes de despedirlos, el patrón les había pagado para todos ellos medio cubo de aguardiente; dijo también que uno de sus compañeros había muerto y que llevaban otro muy enfermo.

Este último estaba sentado en un rincón del mismo vagón. Era un muchacho muy joven, flaco y pálido, con labios azulados. Seguramente había contraído el paludismo trabajando en el agua.

Nejludov se acercó a él, pero fue acogido por una mirada a la vez tan severa y tan llena de sufrimiento, que no tuvo valor para fatigarlo con sus preguntas; recomendó simplemente al viejo que le comprara un poco de quinina, cuyo nombre le escribió en un papel, ofreciendo igualmente dinero, pero el viejo obrero rehusó, diciendo que él mismo pagaría.

Bueno, yo he viajado mucho. No he visto nunca a un señor como éste. No sólo no trata de echar a uno, sino que incluso le cede su sitio. Y es que hay señores de todas clases dijo, dirigiéndose a Tarass.

«¡Sí, un nuevo mundo, completamente nuevo, completamente distinto!», pensó Nejludov observando los miembros musculosos y secos de los obreros, sus rostros curtidos, afables y fatigados; sus groseros trajes confeccionados por sus mujeres. Y se sentía rodeado de hombres nuevos que tenían respetables inquietudes, que tenían las alegrías y los sufrimientos de una vida humana verdadera y laboriosa.

«¡Helo aquí, le vrai grand monde!», se dijo Nejludov, recordando la frase del príncipe Kortchaguin. Y volvió a ver aquel mundo ocioso y opulento de los Kortchaguin, con sus intereses bajos y mezquinos. Y experimentó la alegría de un viajero que descubre una tierra nueva, un mundo desconocido y magnífico.

TERCERA PARTE

I

El convoy de forzados del que formaba parte Maslova había recorrido ya cerca de cinco mil verstas. Hasta Perm, Maslova viajó, tanto en ferrocarril como en barco, con los condenados de derecho común; solamente a su llegada a esta ciudad Nejludov consiguió que la incorporaran al grupo de los condenados políticos, siguiendo el consejo de Bogodujovskaia, quien se encontraba entre estos últimos.

Hasta Perm, el trayecto fue muy penoso para Maslova, tanto moral como físicamente. Físicamente: la suciedad y los repugnantes insectos, que no le dejaban ningún respiro; moralmente: hombres no menos repugnantes que los insectos, y aunque diferentes después de cada etapa, todos lo mismo de desvergonzados, todos tan pegajosos y sin concederle un momento de tranquilidad. La costumbre del desenfreno más cínico se había hecho tan general entre las presas, los presos, los carceleros y los soldados de la escolta, que toda mujer joven debía constantemente mantenerse en guardia si le repugnaba aprovecharse de su cualidad de mujer. Y este estado constante de temor y de lucha pesaba en Maslova, sobre todo en razón del atractivo que ejercía su encanto exterior y su pasado conocido por todos. La oposición firme y resuelta que los hombres encontraban en ella les parecía como una ofensa personal y los tornaba más hostiles aún. Sus miserias estaban sin embargo aliviadas un poco gracias a la amistad de Fedosia y de Tarass; este último, al enterarse de las molestias a que estaba sometida igualmente su mujer, había pedido acompañarla en calidad de preso, a fin de poder protegerla, y, desde Nijni Novgorod, viajaba con los condenados.

El traslado de Maslova a la sección política había mejorado su situación en todos los aspectos. Además de que los «políticos» estaban mejor alojados, mejor nutridos y sufrían un trato menos rudo, la situación de Maslova se había hecho mejor también en el sentido de que se encontraba al abrigo de los atrevimientos de los hombres y evitaba así verse obligada a cada instante a sufrir el recuerdo de un pasado que tanto deseaba olvidar. Pero la principal ventaja de este traslado consistía para ella en el hecho de haber entablado conocimiento con algunas personas llamadas a ejercer en su ánimo una feliz y decisiva influencia.

Autorizada a alojarse, durante los altos, con los condenados políticos, debía sin embargo, en su calidad de mujer en buen estado de salud, seguir a los condenados criminales; había caminado así desde Tomsk, en compañía de dos condenados políticos: María Pavlovna Stchetinina, la hermosa joven de ojos de oveja, y un cierto Simonson, deportado de Yakuskt, aquel mismo hombre moreno, de abundantes cabellos y ojos hundidos, cuyo aspecto ya había impresionado a Nejludov en ocasión de su entrevista con Bogodujovskaia.

María Pavlovna iba a pie porque había cedido su puesto, en la carreta de los políticos, a una condenada criminal encinta. Simonson, por su parte, porque consideraba injusto gozar de un privilegio de casta. Estos tres condenados se ponían en marcha por la mañana, temprano, con los criminales, mientras los políticos partían más tarde, en los coches.

Las cosas habían transcurrido así hasta la última etapa, ante la gran ciudad, donde un nuevo jefe de escolta debía tomar el mando del convoy.

Era por la mañana temprano, en el mes de septiembre; la nieve alternaba con la lluvia y las borrascas de viento helado. Todos los condenados del convoy, cuatrocientos hombres y cerca de cincuenta mujeres, se encontraban en el patio de la cárcel de tránsito; un cierto número rodeaba al suboficial de la escolta que distribuía a los presos, delegados por sus camaradas, el dinero destinado a la compra de provisiones, para cuarenta y ocho horas, a las vendedoras autorizadas a penetrar en el patio de la cárcel. Se oían las voces de los que contaban el dinero y regateaban en las compras, y los gritos de las vendedoras.

Katucha y María Pavlovna, las dos con botas y con pellizas de piel de carnero, envuelta la cabeza en sendos pañuelos, salieron igualmente al patio y se dirigieron hacia las vendedoras, que se abrigaban contra el viento a lo largo de la pared y procuraban atraer a los clientes; vendían pastas, pescado, sopa, hígado, carne, huevos, leche; una ofrecía incluso lechón asado.

Simonson, con chaquetilla y polainas de caucho, estas últimas atadas con cuerdas sobre medias de lana (era vegetariano y no empleaba pieles de animales), aguardaba igualmente en el patio la puesta en marcha del convoy. En pie cerca de la escalinata, anotaba en su carnet un pensamiento que acababa de germinar en su espíritu:

«Si una bacteria escribía pudiera observar y examinar la uña del hombre, llegaría a la conclusión de que el objeto estudiado pertenece al mundo inorgánico. Lo mismo nosotros hemos llegado a esta conclusión, a propósito de nuestro planeta, examinando su corteza. ¡Es falso!»

En el momento en que Maslova, quien había comprado huevos, una ristra de rosquillas, pescado y pan fresco, colocaba sus provisiones en un saco mientras María Pavlovna pagaba a las vendedoras, se produjo un movimiento entre los presos. Todos se callaron y se alinearon. El jefe del convoy salió y dio las últimas instrucciones.