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Mezcladas a las de éstas, su voz se oía aún cuando la puertecita rechinó de nuevo; el cabo salió a invitó a Nejludov a seguirlo al cuarto del oficial.

VIII

El edificio de la cárcel de tránsito estaba construido según el modelo de todos los que jalonan la gran ruta de Siberia. En el patio, rodeado de una empalizada de afilados postes, había tres construcciones de un piso: una, la mayor, de ventanas con rejas, estaba reservada para los presos; la segunda, para la escolta, y la tercera, para el oficial jefe del convoy y para la oficina. Las tres casas estaban iluminadas en ese momento, y esas luces, como siempre, y sobre todo aquí, daban la ilusión de algo bueno, íntimo y caliente. Ante las escalinatas brillaban unos faroles, y otros cinco, colgados de las paredes, iluminaban el patio.

Siguiendo una plancha colocada en tierra, el cabo condujo a Nejludov al alojamiento del oficial. Después de haber franqueado los tres peldaños de la escalinata, se apartó ante el príncipe y lo hizo entrar en un vestíbulo alumbrado por una lamparita humeante. Cerca de la estufa, un soldado en mangas de camisa, con corbata y pantalón negros, se había quitado una de sus polainas y se servía de ella como de un soplillo para activar el fuego del samovar. Al divisar a Nejludov, suspendió su trabajo, lo ayudó a quitarse su chaquetón de cuero y entró en la estancia contigua.

Ya ha llegado, mi teniente.

Bueno, hazlo entrar respondió una voz regañona.

Entre usted dijo el soldado, volviendo a cuidarse de su samovar.

En la segunda habitación, alumbrada por una lámpara colgante, ante una mesa cargada con los restos de una cena y de dos botellas, estaba sentado el oficial; un dulimán austríaco moldeaba su ancho pecho y sus hombros, y grandes bigotes rubios cortaban su rostro, muy rojo. En la estancia, demasiado calurosa, un tufillo de tabaco se mezclaba a un violento olor a colonia barata.

A la vista de Nejludov, el oficial se levantó y clavó en él una mirada medio burlona, medio suspicaz.

¿Qué desea usted? dijo. Y, sin esperar la respuesta, gritó hacia la puerta : ¡Bernov! ¿Cuándo estará listo el samovar?

¡Al instante!

Voy a darte tantos al instante, que te vas a acordar mucho tiempo gritó el oficial con un relámpago en la mirada.

Ya lo llevo.

Y el soldado entró con el samovar.

Nejludov esperó a que el soldado lo hubiese colocado sobre la mesa. El oficial, espiando a éste con sus ojillos malignos como si lo enfilara y buscase el sitio donde golpearle, preparó el té; luego sacó de su maletín un frasco cuadrado y bizcochos. Habiendo colocado todo sobre el mantel, se volvió hacia Nejludov:

Bueno, ¿en qué puedo servirle?

Desearía que me autorizase a ver a una presa dijo Nejludov, todavía en pie.

¿Es una «política»? El reglamento lo prohíbe.

Esa mujer no es una condenada política,

Pero, siéntese usted, se lo ruego dijo el oficial.

Nejludov se sentó.

No es una «política» explicó, pero, a instancias mías, la autoridad superior le ha permitido hacer la ruta con la sección política...

¡Ah, sí, ya sé! interrumpió el oficial. ¿Una bajita, morenita? Bueno, eso sí es posible. ¿Quiere usted fumar?

Tendió a Nejludov una lata de cigarrillos y, después de haber llenado con cuidado dos vasos de té, alargó uno a Nejludov.

Tome usted.

Gracias. Desearía verla cuanto antes.

Pero la noche es larga; tendrá usted tiempo de sobra. Diré que la traigan.

¿No sería posible ir a verla donde está?

¿En la sección de los políticos? Es contrario al reglamento.

Ya me han autorizado varias veces. Si se teme que yo entregue algo, podría hacerlo también por conducto de ella.

¡Ah, no, a ella la registrarán! dijo el oficial con una risa desagradable.

Pues entonces, que me registren a mí.

Bueno, no hará falta dijo el oficial inclinando el frasco, una vez que le quitó el tapón, encima del vaso de Nejludov. ¿Quiere usted? ¿No? Como guste. Cuando se vive en esta Siberia, se recibe siempre una alegría al encontrar a un hombre de mundo; usted sabe cuán triste es nuestro servicio. Y cuando se está acostumbrado a otra cosa, resulta verdaderamente muy penoso. Sin embargo, nosotros, los oficiales de convoyes, pasamos por ser hombres groseros, ignorantes, sin que a nadie se le ocurra pensar que quizás uno había nacido para una ocupación completamente distinta.

El rostro carmesí del oficial, sus perfumes, su sortija, y particularmente su risa desagradable, disgustaban a Nejludov; pero, aquella noche, como durante todo su viaje, se encontraba en esa disposición de espíritu seria y reflexiva que no le permitía tratar a nadie con ligereza y desprecio; juzgaba necesario hablar a cada hombre con el corazón en la mano, como decía él mismo. Después de haber escuchado al oficial y comprendido su estado de ánimo, le dijo gravemente:

Creo que, incluso en la función de usted, se puede intentar un consuelo aliviando los sufrimientos de los presos.

¿Y cuáles son sus sufrimientos? ¡Es una ralea tal...!

¿Por qué una ralea? preguntó Nejludov. Son hombres como los demás. Incluso hay inocentes entre ellos.

Desde luego, los hay de todas clases. Y uno les tiene lástima. Otros no dejan pasar nada; pero yo, siempre que puedo, trato de aliviarlos. Otros, a la menor cosa.., el reglamento e incluso el fusilamiento. Por mi parte, tengo piedad... ¿Quiere usted? Tome, entonces dijo, sirviendo un nuevo vaso de té. ¿Y qué es esa mujer a la que usted quiere ver?

Es una desgraciada caída en una casa pública y allí falsamente acusada de envenenamiento. Sin embargo, es una mujer muy buena.

El oficial meneó la cabeza con aire compasivo.

Sí, son cosas que pasan. Mire usted, había una en Kazán que se llamaba Emma. Húngara de origen y con verdaderos ojos de persa dijo, sonriendo ante ese recuerdo, y chic, como una verdadera condesa...

Nejludov interrumpió al oficial para volverlo a llevar a la idea primera.

Creo que usted puede aliviar la situación de estos hombres mientras están bajo su mando. Y estoy seguro de que al obrar así experimentaría usted una gran satisfacción dijo Nejludov, procurando pronunciar aquellas palabras lo más claramente posible, como se habla cuando se dirige uno a extranjeros o a niños.

El oficial miraba a Nejludov con sus brillantes ojillos y, con visible impaciencia, esperaba que terminase para reanudar el relato de su húngara con ojos de persa, que, sin duda alguna, lo tenía obsesionado y absorbía toda su atención.

Desde luego, es verdad dijo ; por eso les tengo lástima. Pero lo que quería contarle a usted a propósito de esa Emma es que en una ocasión...

Es cosa que no me interesa dijo Nejludov. E incluso le diré a usted francamente que aunque yo haya sido muy distinto en otros tiempos, hoy detesto esa manera de considerar a la mujer.

El oficial miró a Nejludov con estupefacción.

¿Otro poco de té? dijo.

No, gracias.

-!Bernov gritó el oficial, lleva al señor a Valculov! Dile que deje entrar al señor en la celda de los «políticos», donde podrá permanecer hasta la hora de retreta.

IX

Acompañado del asistente, Nejludov volvió a salir al patio oscuro, débilmente iluminado por la luz rojiza de los faroles.

¿Adónde vas? preguntó un soldado al ordenanza.

A la sala número cinco.

No podrás pasar por aquí: está cerrado con llave; hay que entrar por la otra escalinata.

¿Y por qué está cerrado?

Ha cerrado el suboficial y se ha marchado al pueblo.

Por aquí, entonces. Siguiendo la pista de planchas, el soldado condujo a Nejludov hacia la escalinata de otra entrada. Desde el patio se oía un bordoneo de voces y el rumor de la agitación interior, como cerca de una colmena en pleno trabajo. Cuando Nejludov se aproximó y la puerta se abrió, aquel rumor creció aún más y oyó un tumulto de voces que se apostrofaban, se injuriaban, gritaban; a ese ruido se mezclaban los tintineos variables y cambiantes de las cadenas, en tanto que el pesado tufo que se había hecho familiar para Nejludov le golpeaba en la nariz.