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Todo en aquel hombre: su aspecto exterior, sus movimientos, el timbre de su voz, su mirada, respiraba vigor y alegría.

Su compañero, también de baja estatura, huesudo, de pómulos salientes en su rostro hinchado y gris, con bonitos ojos verdosos, separados de la nariz, y labios delgados, tenía por el contrario un aire taciturno y melancólico. Vestido con un viejo abrigo enguatado, puestas las polainas por encima de las botas, traía dos jarros, dos barrilitos y una cesta. Después de haber depositado su carga delante de Rantseva, saludó con la cabeza a Nejludov sin quitarle los ojos de encima. Luego, habiéndole tendido negligentemente la mano, se puso con lentitud a retirar las provisiones de la cesta.

Estos dos presos políticos: el primero, el campesino Nabatov, y el segundo, el obrero Markel Kondratiev, eran gente del pueblo. Markel tenía ya treinta y cinco años cuando se afilió al partido «populista»; Nabatov, por su parte, lo había hecho a los dieciocho años. Gracias a sus dotes poco ordinarias, este último había podido pasar de la escuela primaria al colegio superior y dar clases para cubrir sus necesidades; había abandonado el colegio con una medalla de oro y no había proseguido sus estudios en la universidad porque desde los diecisiete años había resuelto regresar al seno del pueblo de donde había salido e instruir a sus desgraciados compañeros. Y así lo hizo. Primero escribiente en un gran pueblo, lo habían detenido pronto por haber leído ciertos libros a los campesinos y organizado entre ellos sociedades de producción y consumo. Aquella primera vez había pasado ocho meses en la cárcel; luego lo habían soltado, pero manteniéndolo bajo la vigilancia secreta de la policía.

Nada más ser puesto en libertad, partió para otro pueblo que no pertenecía a la misma provincia. Instalado allí como maestro de escuela, había continuado su obra. Volvieron a detenerlo y a meterlo en la cárcel, esta vez durante catorce meses. Aquello no había servido más que para afianzar sus convicciones.

Después de aquel segundo encarcelamiento lo deportaron al gobierno de Perm, de donde se evadió. Lo cogieron de nuevo y lo tuvieron siete meses en la cárcel, y luego lo deportaron al gobierno de Arkangel. De allí se evadió por segunda vez, y, detenido nuevamente, lo condenaron a la deportación en el territorio de Yakutsk, de forma que había pasado la mitad de su vida como preso o como deportado.

Lejos de agriarlo o de debilitar su energía, todas estas peripecias no habían hecho sino estimulársela más. Era un hombre activo, de estómago sólido, siempre en movimiento, alegre y vigoroso. Nunca lamentaba nada, apenas se preocupaba del porvenir, y usaba todas las fuerzas de su inteligencia y de su habilidad práctica para obrar en el presente. Cuando estaba en libertad, trabajaba con vistas al fin que se había propuesto: la instrucción y la unión de los obreros, principalmente los de origen campesino; privado de su libertad, no por ello dejaba de obrar de modo enérgico y práctico para conservar relaciones con el mundo exterior y organizar la vida lo mejor posible en las condiciones existentes, y no sólo para él, sino también para su grupo.

Comunista ante todo, parecía no tener necesidad de nada y con cualquier cosa le bastaba; mas, para su comunidad, para sus camaradas, exigía mucho y podía trabajar en una labor física o intelectual ininterrumpidamente, hasta el punto de olvidarse de dormir y comer. Verdadero campesino, era laborioso, precavido, hábil en el trabajo, sobrio, amable sin esfuerzo, atento no sólo a los sentimientos, sino a la opinión de los demás. Su vieja madre, una campesina analfabeta, supersticiosa, vivía aún; Nabatov acudía a ayudarla y la visitaba cuando estaba en libertad. Durante su estancia en casa de ella, entraba en todos los detalles de su vida, la secundaba en los trabajos campestres, no rompía sus relaciones con sus antiguos camaradas, jóvenes mujiks: fumaba con ellos el tutun 28en una «pata de perro» 29, discutía con ellos y les explicaba cuán engañados estaban y cómo debían librarse de la mentira en que se les mantenía. Cuando pensaba en lo que daría la revolución al pueblo y hablaba de ello, se imaginaba el nuevo estado de aquel pueblo del que había salido y que conservaría casi todas las antiguas condiciones de vida, añadiendo solamente la posesión de la tierra, de la que excluiría a los propietarios y funcionarios. A su juicio, la revolución no debía cambiar las formas primitivas de la vida popular (sobre este punto no estaba de acuerdo con Novodvorov y el partidario de éste, Markel Kondratiev); la revolución, según él, no debía demoler todo el edificio, sino simplemente disponer de otra manera los locales de ese viejo edificio, que él juzgaba excelente, sólido y amplio, y que amaba con ardor.

Desde el punto de vista religioso, presentaba igualmente el tipo del campesino; le tenían sin cuidado las cuestiones metafísicas: la causa inicial y la vida extraterrestre. Dios era para él, como para Laplace, una hipótesis de la que hasta ahora no había sentido necesidad. Se cuidaba poco del modo como haya comenzado el mundo: según Moisés o según Darwin, y el darwinismo, que tenía tan gran importancia a los ojos de sus camaradas, él lo consideraba una diversión intelectual, una fantasía del mismo género que la creación en seis días. La cuestión del origen del mundo no le preocupaba, precisamente porque se borraba delante de la pregunta que se planteaba sobre cómo instalarse lo mejor posible en ese mundo.

Apenas pensaba tampoco en la vida futura, pero guardaba en el fondo del alma la convicción firme y serena, legada por sus antepasados y común a todos los trabajadores, de que en el mundo animal y en el mundo vegetal nada se anula, sino que se cambia indefinidamente de una forma en otra: el abono, en grano; el grano, en gallina; el renacuajo, en rana; la oruga, en mariposa; la bellota, en roble; lo mismo el hombre, estimaba él, no desaparece y no hace más que cambiar. Creía en eso firmemente y por ello miraba siempre sin miedo, incluso con buen humor, la muerte cara a cara y soportaba los sufrimientos que conducen a ella, pero ni queriendo ni sabiendo hablar de eso. Le gustaba trabajar, se absorbía sin pausa en alguna ocupación práctica y empujaba por esta vía a sus camaradas.

Markel Kondratiev, el otro preso político del partido «populista», era de un temple diferente. A la edad de quince años, trabajando en la fábrica, había comenzado a fumar y a beber para ahogar en él una vaga conciencia de la humillación que le había sido impuesta. Experimentó por primera vez aquel sentimiento un día de Navidad en que habían llevado a los niños a la fiesta del árbol, organizada por la mujer del fabricante; como todos sus camaradas, había recibido una flauta de un copec, una manzana, una nuez dorada y un higo, en tanto que a los hijos del patrón les habían dado juguetes que le parecían regalos de un cuento de hadas y que posteriormente supo que habían costado más de cincuenta rublos.

Tenía cerca de treinta años cuando una muchacha; revolucionaria inveterada, entró como obrera en la fábrica; al notar las dotes de Kondratiev, le dio a leer libros y folletos, le explicó su situación, las causas de esta situación y los medios de mejorarla. Él vio claramente la posibilidad de liberarse, así como de liberar a los demás, del estado de opresión en que se encontraba y cuya injusticia le parecía aún más cruel y más aterradora que antes. Deseó no solamente la liberación, sino también el castigo de quienes han establecido y mantienen esta cruel injusticia. Le enseñaron que la ciencia proporciona este medio, y Kondratiev se dedicó con ardor al estudio. No comprendía claramente, es verdad, cómo el ideal socialista podría realizarse por la ciencia; pero creía que la ciencia, lo mismo que le revelaba lo injusto de su situación, podría remediar esta injusticia. Además, en su propia opinión, la instrucción lo elevaba por encima de los demás hombres. Así, pues, dejó de beber y de fumar, y, al pasar a ser encargado del almacén, por consiguiente con más tiempo libre, dedicó todos sus ocios al estudio.

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28Tabaco en hojas, de calidad inferior, utilizado por el pueblo. N. del T.

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29Especie de pipa confeccionada con papel grueso en la que fuman los mujiksy los obreros. N. del A.