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Estas dos impresiones, el ruido sordo de las voces mezclado al tintineo de las cadenas y aquel olor horrible provocaban en Nejludov un solo y único sentimiento penoso, una especie de desfallecimiento moral que llegaba hasta las náuseas físicas. Y esas dos sensaciones se confundían para reforzarse una a otra.

Al entrar en el vestíbulo donde estaba colocado un tonel hediondo, la primera cosa que vio Nejludov fue a una mujer sentada al borde mismo de la cubeta. Frente a ella estaba un hombre, la gorra, en forma de plato, puesta de lado en su rapada cabeza. Los dos hablaban en voz baja. Al divisar a Nejludov, el preso le guiñó un ojo y dijo:

Hasta el zar tiene que hacerlo.

La mujer dejó caer los faldones de su capote y bajó los ojos.

Al vestíbulo daba un corredor en el que se abrían las puertas de las celdas. La primera era la de las parejas casadas, luego seguía una gran sala para los solteros y, al extremo del corredor, dos celdas pequeñas para los condenados políticos. El edificio de la cárcel de tránsito, preparado para ciento cincuenta hombres, contenía cuatrocientos cincuenta, y estaba tan abarrotado, que los presos, no habiendo encontrado sitio en las celdas, llenaban el corredor. Unos estaban sentados o acostados en el suelo; otros iban y venían con teteras vacías o llenas de agua caliente.

Entre ellos se encontraba Tarass. Corrió detrás de Nejludov y lo abordó con afectuosa solicitud. La bondadosa cara de Tarass estaba llena de cardenales y tenía un ojo hinchado.

¿Qué te pasa? preguntó Nejludov.

He tenido un asuntillo dijo Tarass sonriendo.

No hacen más que pelearse dijo el asistente con desdén.

Es a causa de su mujer añadió un preso que caminaba detrás de ellos. Se ha pegado con Fedka, el tuerto.

¿Cómo está Fedosia? preguntó Nejludov. '

Está bien; le llevo agua caliente para el té respondió Tarass, entrando en la celda de los presos casados.

Desde la puerta, Nejludov lanzó un vistazo: toda la sala estaba llena de mujeres y de hombres, sobre los camastros o debajo. Las ropas mojadas que habían puesto a secar despedían un espeso vapor, y las voces de las mujeres formaban una algarabía ininterrumpida.

La celda siguiente, la de los solteros, estaba más abarrotada aún; la ruidosa muchedumbre se desbordaba hasta el corredor y se agitaba con sus mojadas ropas. El ordenanza explicó a Nejludov que el preso más antiguo entregaba a los croupiers, a cambio de fichas, el dinero destinado a las provisiones y prematuramente perdido por los jugadores. A la vista del ordenanza y del «señor», los más próximos se callaron y examinaron a los intrusos con miradas malévolas. Entre los distribuidores, Nejludov distinguió a Fedorov, el forzado al que conocía y que llevaba siempre cerca de él a un lastimoso jovencito, pálido y abotagado, de cejas fuertemente arqueadas; vio también a un repulsivo vagabundo de rostro marcado por la viruela, sin nariz; como sabían todos, durante una evasión por la taiga, había matado a su camarada para alimentarse con su carne. Se mantenía en el corredor con el mojado capote echado sobre los hombros, y, con aire burlón a insolente, miraba a Nejludov, sin apartarse para dejarle paso.

Nejludov le dio un rodeo.

Por familiar que le resultara aquel espectáculo, por frecuentemente que, durante aquellos tres meses, hubiese visto a los cuatrocientos presos comunes en circunstancias distintas: bajo el calor, en la nube de polvo levantada por sus cadenas, durante las paradas a lo largo del camino, durante los altos; en el patio, donde transcurrían libre y abiertamente escenas de desenfreno; cada vez que aparecía entre ellos y sentía, como ahora, que fijaban en él su atención, experimentaba una vergüenza escocedora y tenía conciencia de su culpabilidad para con ellos. Y este doble sentimiento de vergüenza y de culpabilidad le parecía más penoso aún por el hecho de que se mezclaba al mismo una insuperable sensación de repugnancia y de horror. En la situación en que estaban, sabía él que no podían ser de otra manera, y, sin embargo, no podía dominar la repulsión que le inspiraban.

¡Buena vida se dan los holgazanes! dijo una voz ronca que profirió además una palabrota obscena en el momento en que Nejludov se acercaba a la puerta de la sección política.

A aquello, los presos respondieron con una risotada que resonó maligna y burlona.

X

Después de haber rebasado la celda de los solteros, el suboficial que guiaba a Nejludov le dijo que volvería a buscarlo después del toque de retreta. Apenas se había alejado, cuando un preso, descalzo, recogiendo sus cadenas con las manos, corrió hacia Nejludov, se colocó muy cerca de él, exhalando el acre tufo de su sudor, y le sopló misteriosamente al oído:

¡Venga en nuestra ayuda, barin! Han engañado completamente al muchacho; lo emborracharon, y esta mañana, al pasar lista, durante el relevo del mando del convoy, ha respondido en el sitio y lugar de Karamanov. ¡Venga en su ayuda! ¡Nosotros no podemos, nos matarían! y el preso, mirando con inquietud en torno de él, se alejó inmediatamente.

He aquí de qué se trataba: el forzado Karamanov había persuadido a un preso que se le parecía y que iba simplemente deportado a que hicieran el cambio de sus respectivas penas: el forzado se convertiría en deportado y el deportado iría a reemplazar al otro en los trabajos forzados.

Nejludov conocía ya aquel asunto, porque el mismo preso lo había informado ocho días antes. Hizo señas de que había comprendido y de que haría lo que le fuera posible; luego, sin volverse, prosiguió su camino.

Nejludov había visto por primera vez en Ekaterineburg a aquel preso que le había rogado que obtuviese para su mujer la autorización para seguirlo. Era un hombre de estatura mediana, con aire de campesino ruso ordinario, de unos treinta años, condenado a trabajos forzados por tentativa de asesinato que tenía por móvil el robo. Se llamaba Makar Dievkin. Su crimen era bastante extraño. Según Makar, no era acción de él mismo, sino del «espíritu maligno». Le había contado a Nejludov que un viajero había ido a casa de su padre y le había alquilado por dos rublos un trineo para dirigirse a un pueblo que estaba a una distancia de 40 verstas; Makar debía llevarlo allí. Había enganchado el caballo, se había preparado para la partida y se había puesto a beber té en compañía del viajero. Éste le había contado que iba a casarse y que llevaba encima quinientos rublos que había ganado en Moscú. Al oír esta noticia, Makar había salido al patio y había escondido un hacha bajo la paja del trineo.

Ni yo mismo sabía por qué cogía el hacha contaba. «¡Coge el hacha!», me dijo él, y la cogí. Subimos, el trineo se puso en marcha, avanzábamos. La cosa va bien. Yo me había olvidado completamente del hacha. Pero he aquí que nos acercamos al pueblo. Quedaban todavía unas seis verstas; antes de la unión del camino vecinal con la carretera, hay una cuesta arriba. Bajé del trineo y caminé al lado. Y élme soplaba: «¿En qué piensas? En lo alto de la cuesta, la carretera está llena de transeúntes. Después viene el pueblo, y él se llevará el dinero. Si quieres hacerlo, no debes vacilar.» Entonces, me agaché hacia el trineo como para arreglar la paja, y he aquí que el hacha se me viene sola a las manos. El viajero se volvió: «¿Qué pasa?», dijo. Blandí el hacha, con la intención de matarlo; pero el hombre saltó vivamente del trineo y me agarró los brazos. «¿Qué estás haciendo, bandido...?» Me derribó en la nieve. Yo ni siquiera luchaba y dejaba que hiciera conmigo lo que quisiese. Me ató las manos con su cinturón, me echó al trineo y me condujo directamente al cuartelillo. Me encarcelaron y me juzgaron. En mi aldea dieron de mí buenos informes; mi patrón habló también de mí en buenos términos; pero yo no tenía para pagar a un abogado. Así, pues, me condenaron a cuatro años concluyó Makar.