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Pues precisamente porque se cree a los demás en lugar de creer uno en sí mismo. Por mi parte, creí en los hombres y anduve sin rumbo como si estuviera en la taiga. Me perdí hasta el punto de temer que ya no podría salir de allí. Lo mismo los viejos creyentes que los nuevos creyentes, y los Subotniki, y los llysty, y los Popovtsy, y los Bezpopovtsy, y los Austriaks, y los Molokanes, y los Skoptsy, todos alaban su religión como si fuera la única, y todos se han extraviado como una jauría de perros jóvenes todavía ciegos. La fe es múltiple, pero el Espíritu es uno. En ti, en mí, en él: eso quiere decir que cada cual debe creer en su espíritu y así todos estarán unidos. Que cada cual sea él mismo, y todos se asemejarán.

El viejo hablaba alto, sin dejar de mirar en torno de él, con el deseo manifiesto de ser oído por el mayor número posible.

¿Hace mucho tiempo que opina usted así? preguntó Nejludov.

¿Yo? Sí, hace mucho tiempo. Hace más de veintidós años que me persiguen.

¿Cómo es eso?

Lo mismo que persiguieron al Cristo. Me cogen y me llevan ante los tribunales, ante los popes, los doctores, los fariseos; incluso me encerraron en un manicomio. Pero no pueden nada contra mí, porque soy libre. «¿Cómo lo llaman?», me dicen. Ellos creen que me daré cualquier título, pero no acepto ninguno. He renegado de todo: nombre, región, patria, no tengo nada: soy yo mismo. ¿Que cómo me llaman? ¡Un hombre! «¿Y qué edad?» No cuento los años, digo yo, y me es imposible contarlos, porque siempre he sido y siempre seré. «¿Quiénes son tu padre y tu madre?», dicen. No tengo ni padre ni madre, respondo, excepto Dios y la Tierra: Dios es el padre, la Tierra es la madre. «¿Y al zar, lo reconoces?», dicen ellos. ¿Por qué no reconocerlo? Él es su zar, y, por mi parte, yo soy mi zar. «Vamos, ya has hablado bastante», dicen. No te pido que hables conmigo, respondo yo. Y entonces me cargan de miserias.

¿Adónde va usted ahora? le preguntó Nejludov.

Adonde Dios me lleve. Cuando tengo trabajo, lo hago; cuando no lo tengo, mendigo respondió, al notar que la balsa se acercaba a la otra orilla, y paseando sobre todos sus oyentes una mirada triunfal.

La balsa atracó. Nejludov sacó su portamonedas y tendió al viejo una moneda, que éste rehusó.

No acepto eso; tomo pan.

Entonces, perdone.

No hay nada que perdonar. No me has ofendido. Y sería difícil ofenderme dijo el viejo, volviéndose a colocar al hombro el saco que había soltado en el suelo.

Una vez en tierra la telega de postas, volvieron a enganchar los caballos.

- ¿Para qué hablarle, barin? dijo el cochero a Nejludov cuando éste, después de haber dado una propina a los balseros, volvía a subir al coche. ¡Un vagabundo despreciable!

XXII

Después de haber subido la cuesta, el cochero volvió la cabeza.

¿A qué hotel hay que llevarlo?

¿Cuál es el mejor?

El mejor es el «Siberiano»; pero tampoco se está mal en casa de Dukov.

Donde tú quieras.

El cochero volvió a mirar al frente y aceleró la marcha.

La ciudad era como todas las ciudades: las mismas casas con tejados verdes, la misma catedral, las mismas tiendas y almacenes en la calle principal y hasta los mismos agentes de policía. La única diferencia consistía en que todas las casas eran de madera y en que las calles no estaban pavimentadas. En una de las más animadas de estas calles, la troika se detuvo ante la escalinata de un hotel. Pero no había ninguna habitación libre y hubo que ir a buscar una en otro hotel.

Por primera vez, después de dos meses, Nejludov volvió a hallarse en las condiciones de limpieza y de comodidad relativas a las que estaba acostumbrado. Por poco lujosa que fuese la habitación, se sintió sin embargo complacido después de los coches de postas, los albergues y los relevos. Sobre todo, tenía que quitarse los piojos, de los que nunca se había podido librar por completo desde que visitaba a los presos.

Después de haber abierto sus maletas, se dirigió inmediatamente al baño; luego volvió a ponerse su ropa de ciudad: camisa almidonada, pantalón, redingote y abrigo, que tenía la huella de los pliegues, y se dirigió a casa del gobernador general.

Llamado por el portero del hotel, un coche, tirado por un caballo quirguiz de buena talla y bien nutrido, depositó a Nejludov ante un amplio y hermoso edificio guardado por centinelas y por un agente de policía. Delante y detrás se extendía un jardín donde, entre las desnudas ramas de los álamos y de los chopos verdeaban, espesos y oscuros, pinos y abetos.

El general estaba indispuesto y no recibía. Pero Nejludov le insistió al lacayo para que pasase su tarjeta de visita; el lacayo volvió con una respuesta favorable.

El general le ruega que entre.

El imponente vestíbulo, el lacayo, los centinelas, la escalera, el gran salón con su brillante parqué encerado, todo aquello recordaba a Petersburgo, salvo que era un poco más sucio y más majestuoso. Hicieron entrar a Nejludov en el despacho.

Ligeramente abotagado, con una nariz como una patata, protuberancias en la frente y en el calvo cráneo, bolsas bajo los ojos, el general, hombre sanguíneo, estaba sentado, envuelto en un batín tártaro de seda; con el cigarrillo en los dedos, bebía té en un vaso con soporte de plata.

Buenos días, padrecito. Perdóneme que lo reciba en batín. Por lo menos es mejor que no recibirlo dijo, cerrando la prenda sobre su poderoso cuello. No estoy muy bien y no salgo. ¿Qué buen viento lo trae por estos confines del mundo?

Vengo acompañando al convoy de presos entre los cuales se encuentra una persona que me interesa muchísimo replicó Nejludov, y he venido a solicitar una gracia de vuecencia, tanto en favor de esa persona como por otro motivo.

El general aspiró el humo de su cigarrillo, bebió un sorbo de té, apagó el cigarrillo en el cenicero de malaquita y, sin apartar de Nejludov sus ojos estrechos y chispeantes ahogados por la grasa, lo escuchó con aire grave. No lo interrumpió más que para preguntarle si deseaba fumar.

El general pertenecía a esa categoría de militares sabios que creen posible conciliar el espíritu liberal, humanitario, con su profesión. Pero, inteligente y bueno por naturaleza, pronto se había dado cuenta de la imposibilidad de esta conciliación y, para ocultarse el desacuerdo interior en que se encontraba constantemente, se entregaba cada vez más a la costumbre, tan extendida entre los militares, de beber mucho alcohol; y esta costumbre se había hecho en él tan inveterada, que, después de treinta y cinco años de servicios militares, se había convertido en lo que los médicos llaman un alcohólico. Estaba todo empapado en alcohol. Le bastaba tomar un poco de licor para sentir inmediatamente los efectos de la embriaguez. Pero el alcohol era para él una cosa indispensable, y a la caída de la tarde se encontraba completamente borracho, pero lo bastante entrenado para no titubear ni divagar. Incluso si se le escapaba alguna extravagancia, ocupaba un puesto tan elevado, que cualquier tontería dicha por él era, a pesar de todo, considerada cosa sensata. Solamente por las mañanas, como Nejludov lo encontraba en aquellos momentos, tenía toda su razón, podía comprender lo que le decían y llevar a cabo con más o menos éxito el proverbio ruso que le gustaba repetir: «Borracho, pero inteligente: ¡dos cualidades en él!» En las esferas gubernamentales se conocía su vicio, pero sabían también que era más instruido que los demás aunque su instrucción se hubiese detenido en el punto donde había empezado a predominar la botella, atrevido, hábil, representativo, con tacto, incluso en estado de embriaguez; por eso lo habían nombrado para la plaza que ocupaba y lo mantenían en ella.

Nejludov contó al general que la persona por la que se interesaba era una mujer, condenada injustamente, y que había presentado en favor de ella un recurso de gracia al emperador.