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Descontento por tener que hablar de asuntos de servicio durante la cena, el general frunció las cejas sin responder nada.

¿Quiere usted aguardiente? preguntó en francés al inglés, que se acercaba. Éste bebió un vasito y contó que durante el día había visitado la catedral y una fábrica y que deseaba ver todavía la cárcel principal.

¡He aquí una combinación perfecta! exclamó el general dirigiéndose a Nejludov. Irán ustedes juntos. Extiéndales un pase dijo al ayudante de campo.

¿Cuándo quiere usted ir? preguntó Nejludov al inglés.

Prefiero visitar las cárceles al anochecer, cuando todos los presos están en sus celdas, nadie espera una visita y todo está como de costumbre.

¡Ah, quiere ver la cosa en toda su belleza! ¡Pues que la contemple! Por mi parte, escribo y advierto y no me escuchan. ¡Que aprendan ahora por los periódicos extranjeros! dijo el general, acercándose a la gran mesa donde ya la dueña de la casa iba colocando a sus invitados.

Nejludov estaba sentado entre ella y el inglés; tenía enfrente a la hija del general y al ex jefe de departamento.

Se empezó a conversar sin orden ni concierto: ora se hablaba de la India, que el inglés conocía bastante a fondo; ora de la expedición de Tonkín, juzgada severamente por el general; ora de las malversaciones sistemáticas en Siberia, cosas todas que sólo a medias interesaban a Nejludov.

Pero después de la cena, tomando el café en el saloncito, se entabló una discusión interesante entre la dueña de la casa y el inglés a propósito de Gladstone. Habiendo tomado parte Nejludov, pudo enorgullecerse de haber dicho cosas inteligentes y admiradas por su auditorio. Después de una buena comida acompañada de vino y de café, Nejludov, hundido en una blanda butaca, entre gente afable y distinguida, se sintió invadido de un bienestar cada vez más agradable. Y cuando, a ruegos del inglés, la generala se puso al piano con el ex jefe de departamento y atacaron con maestría la quinta sinfonía de Beethoven, Nejludov experimentó un contento de sí mismo como no lo había sentido desde hacía mucho tiempo, como si hasta entonces no acabara de descubrir qué excelente hombre era.

El piano era perfecto, y la ejecución de la sinfonía no le cedía en nada. Por lo menos, Nejludov, quien conocía y amaba aquella sinfonía, lo juzgó así. Al escuchar el admirable andante, sintió un temblor en las aletas de la nariz provocado por su enternecimiento sobre sus propias cualidades.

Dio las gracias a la virtuosa por aquel placer que no había saboreado desde hacía tanto tiempo; se levantaba para despedirse, cuando la hija del general se acercó a él con aire resuelto y, toda ruborizada, le dijo:

Me preguntó usted por mis hijos; ¿le gustaría verlos?

Ella cree que todo el mundo se interesa por sus hijos dijo la madre, sonriendo ante la encantadora falta de tacto de su hija ; eso le tiene sin cuidado al príncipe.

Al contrario, me interesa muchísimo replicó Nejludov, conmovido por aquel desbordante amor maternal. ¡Enséñemelos, se lo ruego!

¡Ella conduce al príncipe para mostrarle sus retoños! exclamó riendo el general, desde la mesa de juego donde estaba sentado en compañía de su yerno, del propietario de minas de oro y del ayudante de campo. ¡Pague, pague usted su tributo!

Pero la joven, emocionada ya por el juicio que iban a dar sobre sus hijos, precedía a Nejludov con paso rápido, dirigiéndose hacia las habitaciones particulares. En la tercera estancia, alta, tapizada de blanco, alumbrada por una lámpara de mesa con pantalla oscura, estaban colocadas dos camitas; entre ellas se encontraba sentada, con pelerina blanca, la niñera, una siberiana de pómulos salientes. Se levantó y saludó con deferencia. La madre se inclinó encima de la primera cama.

Ésta es Katia dijo, apartando la colcha de punto que envolvía a una niñita de dos años, de largos cabellos, que dormía apaciblemente con la boquita abierta. ¿Qué le parece?

No tiene más que dos años.

Encantadora.

Y éste se llama Vassili, como su abuelo. Es de un tipo completamente distinto, un verdadero siberiano, ¿verdad?

Sí, un chiquillo espléndido dijo Nejludov contemplando al niño, que dormía boca abajo.

¿Verdad que sí? dijo la madre, con una sonrisa significativa.

Nejludov se acordó de pronto de las cadenas, de las cabezas rapadas, los golpes, el desenfreno, el moribundo Kryltsov, Katucha; y le invadió el deseo de una felicidad análoga, tan elegante y que le parecía tan pura.

Después de haber, en cierto modo, encantado a la madre con alabanzas repetidas a sus hijos, la siguió al saloncito, donde el inglés lo aguardaba para ir con él a la cárcel, como habían convenido. Cuando se hubieron despedido de sus agradables compañeros, viejos y jóvenes, Nejludov y el insular salieron a la escalinata.

El tiempo había cambiado. Los copos de nieve caían rápidos y ya habían recubierto las alamedas, los tejados, los árboles del jardín, la escalinata, la capota de los coches y el lomo de los caballos. El inglés tenía su calesa, y Nejludov indicó al cochero de ésta que se dirigiese a la cárcel; luego montó en su coche y, con el sentimiento de quien cumple una penosa obligación, siguió al inglés.

XXV

El sombrío edificio de la cárcel, con su centinela y su farol bajo la bóveda de la puerta, producía, a pesar del velo blanco quo ahora lo recubría por completo, una impresión lúgubre.

El imponente director bajó hasta la puerta y leyó a la luz del farol el pase entregado a Nejludov y al inglés y manifestó su sorpresa con un movimiento de hombros, pero como se trataba de una orden, invitó a los visitantes a seguirlo. Los condujo primeramente al patio, y luego, por la puerta de la derecha y por una escalera, hasta el despacho. Los invitó a sentarse y les preguntó en qué podía servirlos; ante el deseo expresado por Nejludov de ver inmediatamente a Maslova, la mandó llamar y se preparó a responder a las preguntas que el inglés quería hacerle antes de visitar las celdas.

¿Cuántos detenidos debe contener esta prisión? preguntó el inglés por intermedio de Nejludov. ¿Cuántos presos hay actualmente? ¿Cuántos hombres, mujeres y niños? ¿Cuántos forzados, deportados y parientes que siguen libremente a los condenados? ¿Cuántos enfermos?

Nejludov traducía las palabras del inglés y del director sin fijarse en su sentido, turbado como estaba de antemano, con gran sorpresa suya, por la conversación que iba a tener. Cuando, en medio de la frase quo traducía, oyó pasos quo se acercaban y la puerta del despacho quo se abría, aunque eso había ocurrido ya tantas votes y ésta sin duda debía de ser la última, cuando el vigilante entró seguido por Katucha en camisola de presa, la cabeza envuelta en un pañuelo, sintió a su vista un sentimiento penoso y hostil.

«¡Quiero vivir!, ¡quiero tener una familia, hijos; quiero una existencia de hombre!» Todo aquello atravesó rápidamente su cerebro mientras, con paso seguro, ella entraba en la estancia.

Él se levantó y fue a su encuentro. Ella no dijo nada aún, pero su animado rostro lo impresionó. Aquel rostro irradiaba una decisión entusiasta. Nunca la había visto él así: ella enrojecía y palidecía; sus dedos enrollaban febrilmente el borde de su camisola mientras sus ojos se levantaban hacia él y se bajaban alternativamente.

¿Sabe usted que le han concedido la gracia? le preguntó Nejludov.

Sí, me lo dijo el vigilante.

De forma que, en cuanto se reciba el aviso oficial, podrá usted salir de la cárcel a instalarse donde quiera. Tendremos que pensar en ello...

No hay nada que pensar. Estaré donde esté Vladimir Ivanovitch le interrumpió ella con viveza.

A pesar de toda su emoción y de tener los ojos alzados hacia Nejludov, había dicho aquello con una voz breve y clara, como si todo lo que tuviera que decir lo hubiese ya preparado.