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Nejludov tradujo al inglés.

Quisiera decirles algunas palabras dijo este último, dirigiéndose al director.

Habiendo traducido Nejludov, el director respondió:

Puede hacerlo.

Él inglés sacó entonces su evangelio encuadernado en tafilete.

Traduzca usted entonces esto, por favor: «Vosotros os habéis peleado, os habéis golpeado. Y Cristo, que murió por nosotros, nos dio otro medio de resolver nuestras querellas.» Pregúnteles si saben cómo, según la ley de Cristo, hay que tratar a un hombre que nos ofende.

Nejludov tradujo las palabras y la pregunta del inglés.

Presentar queja a la autoridad; ella impondrá la justicia respondió uno de ellos, mirando de soslayo al imponente director.

Pegar fuerte, y entonces ya no te ofenderá más otro.

Se dejaron oír algunas ligeras risas de aprobación, y Nejludov tradujo estas respuestas al inglés.

Dígales que, según la ley de Cristo, hay que hacer precisamente lo contrario. Si lo golpean en una mejilla, ofrece la otra dijo el inglés, avanzando la suya para recalcar sus palabras.

Nejludov tradujo.

¡Que lo pruebe entonces! dijo una voz.

Y si lo abofetea en la otra también, ¿qué hay que ofrecer luego? dijo uno de los enfermos.

¡Pues lo convertirá en un guiñapo entonces!

¡Que haga la prueba un poco! gritó una voz por la parte de atrás, con una risa que contagió a toda la sala; el golpeado mismo rió a través de su sangre y de sus mocos, y el enfermo igualmente.

Sin inmutarse, el inglés le respondió que lo que les parecía imposible se hacía posible y fácil para el creyente.

Y pregúnteles si beben.

Desde luego respondió una voz que suscitó nuevas carcajadas.

En aquella sala había cuatro enfermos. Habiendo preguntado el inglés por qué no los reunían a todos en una sola habitación, el director respondió que ellos mismos no lo querían. Por lo demás, sus enfermedades no eran contagiosas, y el practicante les prestaba sus cuidados.

Ya hace dos semanas que no se le ve el pelo por aquí dijo una voz.

El director no respondió y condujo a los visitantes a otra sala. De nuevo todos los presos se alinearon en silencio y de nuevo el inglés distribuyó sus evangelios. Igual operación en la quinta y en la sexta sala, a derecha a izquierda.

Después de visitar a los forzados, hubo la visita a los deportados, luego a los desterrados por sus ayuntamientos, y a continuación a los que seguían voluntariamente a sus parientes presos. En todas partes el mismo espectáculo: por doquier los mismos hombres que padecían frío y hambre, ociosos, enfermos, degradados, encerrados y mostrados como bestias salvajes.

El inglés, que había distribuido el número fijado de sus evangelios, no daba ya nada ni tampoco pronunciaba discursos. El penoso espectáculo, y sobre todo la pesada atmósfera, habían acabado por apagar su ardor, y caminaba a través de las celdas acogiendo simplemente con un « All right!» las explicaciones suministradas por el director sobre la clase de los presos.

Nejludov caminaba como en un sueño y, víctima de la misma fatiga y de la misma desesperanza, no tenía fuerzas para abandonar a su compañero.

XXVII

En una de las celdas de deportados, Nejludov, con gran asombro por su parte, vio al extraño viejecillo al que había conocido por la mañana en la balsa. El harapiento, todo arrugado, iba vestido ahora con una camisa grisácea, sucia, desgarrada por el hombro, y con un pantalón de la misma tela; descalzo, estaba sentado en el suelo, con aire grave, y su mirada escrutaba a los visitantes. Su cuerpo esquelético, que se divisaba por el desgarrón de su camisa, era un espectáculo lastimoso; pero el rostro tenía una expresión aún más reflexiva y animada que por la mañana.

Como en las demás celdas, todos los presos se levantaron bruscamente y adoptaron una actitud militar ante la autoridad. Pero el viejo se había quedado sentado. Sus ojos chispeaban y sus cejas se fruncían bajo el imperio de la cólera.

¡Levántate! le gritó el director.

El viejo no se movió y se limitó a sonreír con desprecio.

Son tus lacayos los que se ponen en pie delante de ti, y yo no soy lacayo tuyo. Llevas la marca... exclamó el viejo, señalando la frente del director.

¿Cómo? rugió éste con tono amenazador y avanzando hacia él.

Yo conozco a ese hombre se apresuró a decir Nejludov. ¿Por qué te han detenido?

La policía nos lo ha enviado por vagabundo. Aunque les pedimos que no nos traigan más gente, siguen haciéndolo, dijo el director, lanzando al viejo una mirada de soslayo.

Así, pues, también tú eres del ejército del Anticristo, por lo que veo dijo el viejo, volviéndose hacia Nejludov.

No, soy un visitante.

Entonces, has venido para ver cómo el Anticristo atormenta a los hombres, ¿no? Pues bien, contempla. Ha recogido todo un ejército de hombres y los ha encerrado en una jaula. Los hombres deben comer su pan con el sudor de su frente, y he aquí que él los ha amontonado como a cerdos y los alimenta sin hacerlos trabajar, para que se conviertan en bestias feroces.

¿Qué dice? preguntó el inglés.

Nejludov explicó que el viejo criticaba al director de la prisión porque retenía a los hombres en cautividad.

Pregúntele cómo entonces, a juicio suyo, habría que tratar a los que no cumplen la ley dijo el inglés.

Nejludov tradujo la pregunta.

El viejo tuvo una sonrisa singular que descubrió sus apretados dientes.

¡La ley! repitió con desprecio. Primeramente él ha despojado a todo el mundo, les ha quitado a todos toda la tierra, todas las riquezas, ha derrotado a todos aquellos que se le oponían; y luego, ha escrito su ley, que prohíbe despojar y matar. ¡Habría debido empezar escribiendo esa ley!

Nejludov tradujo. El inglés se puso a sonreír.

Pero, de cualquier forma, pregúntele qué se debe hacer ahora con los ladrones y los asesinos.

Habiendo traducido de nuevo Nejludov, el viejo se ensombreció.

Dile que se quite la señal del Anticristo; entonces no habrá para él ni ladrones ni asesinos. Díselo así.

He is crazy! 33dijo el inglés, quien salió de la sala encogiéndose de hombros.

Haz lo que debes y no te preocupes de los demás. Cada uno para sí. Dios sabe qué hay que castigar y qué hay que perdonar, y nosotros no lo sabemos siguió diciendo el viejo. Sé tú mismo tu amo; entonces no habrá ya necesidad de amos. ¡Vete, vete! añadió con mal humor, con los ojos encendidos, vuelto hacia Nejludov, quien se demoraba. ¿Has visto ya como los servidores del Anticristo nutren los piojos con carne humana? ¡Vete, vete!

Nejludov salió al corredor y se reunió con el inglés, quien se había detenido con el director cerca de una puertecita abierta y le hacía preguntas sobre el destino de aquella habitación. Era el depósito de cadáveres.

¡Ah! dijo el inglés, y quiso entrar.

En la estrecha celda, una lamparita adosada a la pared alumbraba débilmente cuatro cuerpos tendidos sobre las tablas, las plantas de los pies dirigidas hacia la puerta. El primer cadáver, con camisa de tela basta y en calzoncillos, era el de un hombre de gran estatura, con una barbita puntiaguda y el cráneo semirrapado. El cadáver estaba ya frío; tenía las azulencas manos cruzadas sobre el pecho; los pies, descalzos, estaban apartados y abiertos hacia afuera. A su lado se encontraba una vieja con falda y camisola blancas, igualmente descalza, con una escasa y corta mata de cabellos, cara arrugada, amarilla como el azafrán. Cerca de ella, otro cadáver de hombre, con una blusa malva. Este color llamó la atención de Nejludov.

Se acercó y se puso a examinar el cadáver.

Una pequeña barbita se alzaba al aire, una bonita nariz firme, una frente alta y blanca, cabellos ralos y ondulados. Empezaba a reconocer aquellos rasgos y no podía dar crédito a sus ojos. El día anterior había visto aquel rostro animado por la indignación y el sufrimiento; lo volvía a encontrar hoy tranquilo, inerte y terriblemente bello. Sí, era desde luego Kryltsov, o por lo menos los restos de su existencia material. «¿Para qué ha sufrido? ¿Para qué ha vivido? ¿Lo comprendió, en el último momento?», pensaba Nejludov. Y le parecía que no había respuesta, que no había nada, excepto la muerte; y le invadió un gran malestar. Abandonó bruscamente al inglés, rogó al vigilante que lo guiara al patio y, sintiendo la necesidad de estar solo a fin de meditar sobre todo lo que había experimentado aquella tarde, regresó a su hotel.

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33Está loco! N. del T.