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¿De verdad? preguntó Nejludov.

Sí, porque Vladimir Ivanovitch quiere que yo viva con él... se detuvo, como espantada, y, reprimiéndose, continuó : Quiere que esté con él. ¿Qué más puedo pedir? Debo considerar eso como una felicidad. ¿Qué más necesito?

«Una de dos: o ella ama a Simonson y no desea en modo alguno aceptar el sacrificio quo yo creía hacerle, o bien continúa queriéndome y, si renuncia a mí, lo hace por mi bien. Quema para siempre sus naves uniendo su destino al de Simonson», pensó Nejludov. Y le dio vergüenza, ruborizándose.

Si usted lo ama... dijo él.

¿Amar, no amar? ¡Ya no pienso en eso! Por lo demás, Vladimir Ivanovitch no es un hombre como los otros.

Sí..., desde luego... balbuceó Nejludov, es un hombre excelente y, a mi juicio...

Ella volvió a interrumpirlo, como si tuviese miedo de oírle pronunciar una palabra de más o que ella misma no pudiese decir todo lo que tenía que decir.

Perdóneme, Dmitri Ivanovitch, si no obro conforme a los deseos de usted le dijo ella, clavándole en los ojos su mirada indirecta y misteriosa. Sí, es el destino. Usted tiene necesidad de vivir, usted también.

Estaba diciéndole precisamente lo que él mismo acababa de decirse hacía unos momentos.

Pero ahora ya no pensaba así; por el contrario, sus sentimientos y sus pensamientos eran completamente distintos. No solamente tenía vergüenza, sino que lamentaba todo lo que perdía con ella.

-No me esperaba esto dijo.

Pero usted, por su parte, ¿para qué seguir aquí y atormentarse? Bastante se ha atormentado ya.

No me he atormentado lo más mínimo. Al contrario, me sentía muy bien y quisiera aún ser de alguna utilidad, si eso es posible.

¿Sernos de alguna utilidad? ella dijo «sernos» y miró a Nejludov. No tenemos necesidad de nada. Bastante en deuda estoy ya con usted: si no hubiese sido por usted...

Ella quería añadir algo, pero su voz se alteró.

No es usted quien tiene que estarme agradecida...

¿Para qué hablar de eso? Dios ajustará nuestras cuentas murmuró ella. Y las lágrimas humedecieron sus negros ojos.

¡Qué mujer tan excelente es usted!

¿Yo, excelente? dijo ella a través de sus lágrimas, y una sonrisa turbada apareció en su rostro.

Are you ready? preguntó el inglés en aquel momento.

Directly! respondió Nejludov: E interrogó a Katucha a propósito de Kryltsov.

Ella se recuperó de su emoción y contó con calma lo que sabía. Muy debilitado por el viaje, Kryltsov había sido llevado inmediatamente al hospital. María Pavlovna había pedido instalarse junto a él como enfermera; pero le habían negado la autorización.

Entonces, ¿me retiro? preguntó ella al ver que el inglés aguardaba.

No le digo adiós. Volveré a verla dijo Nejludov tendiéndole la mano.

Perdone murmuró ella, con una voz apenas perceptible.

Sus ojos se encontraron y, en su extraña y vaga mirada, después de la sonrisa turbada que había subrayado aquel «perdone» y no «adiós» 31, Nejludov comprendió que de las dos causas a las que había pensado poder atribuir la decisión de Katucha, la segunda era la verdadera: lo quería a él, a Nejludov, y creía que le estropearía la existencia uniéndose con él; en cambio, siguiendo a Simonson, liberaba a Nejludov. Y ahora se sentía dichosa por haber cumplido lo que había deseado, pero al mismo tiempo sufría por tener que separarse de él.

Le estrechó la mano, se apartó vivamente y se fue.

Nejludov se volvió hacia el inglés, dispuesto a seguirlo; pero éste tomaba apuntes en su libro de notas.

Sin molestarlo, Nejludov se dejó caer sobre un banco de madera colocado cerca de la pared y sintió de pronto un profundo cansancio. Estaba cansado, no por las noches sin sueño, las fatigas del viaje y las emociones vividas, sino cansado horriblemente de la vida toda. Se apoyó en el respaldo, cerró los ojos y se durmió de pronto con un sueño de muerte.

Bueno, ¿quiere usted ahora visitar las celdas? preguntó el director.

Nejludov volvió en sí y paseó una mirada de asombro por los alrededores. El inglés había acabado de tomar notas y quería ver las celdas. Nejludov, fatigado, indiferente, se dispuso a seguirlo.

XXVI

Después de haber franqueado el vestíbulo y el corredor, infectos hasta la náusea, y donde, con gran asombro para ellos, vieron a dos presos orinar sin reparo sobre el entarimado, el director, el inglés y Nejludov penetraron en la primera sala de los condenados de derecho común.

Allí, sobre camastros de tablas que ocupaban todo el centro, había presos ya acostados. Eran aproximadamente unos setenta, tendidos cabeza contra cabeza, costado contra costado. A la entrada de los visitantes, todos, con un tintineo de cadenas, se levantaron vivamente y se alinearon junto a las camas; recién rapados, sus cráneos relucían. Dos de ellos habían seguido acostados: un joven que ardía de fiebre y un viejo que no dejaba de gemir.

El inglés preguntó si el preso joven estaba enfermo desde hacía tiempo. El director respondió que solamente desde por la mañana; en cuanto al viejo, sufría del estómago desde hacía cierto tiempo, pero no había otro sitio donde colocarlo, porque la enfermería estaba atestada. El inglés hizo un movimiento de cabeza desaprobador y expresó el deseo de decir algunas palabras a aquellos hombres. Le rogó a Nejludov que le sirviese de intérprete. Su viaje tenía, pues, dos fines: describir los lugares de deportación de Siberia y predicar la salvación por la Fe y la Redención.

Dígales que Cristo ha tenido piedad de ellos, los ha amado y ha muerto por ellos. Si creen en Él, se salvarán.

Mientras hablaba, todos los presos permanecían silenciosos ante sus camas, en una actitud militarmente respetuosa.

Dígales concluyó que en este libro está dicho todo. ¿Hay algunos que sepan leer?

Había más de veinte. El inglés sacó de su bolsa algunos ejemplares encuadernados del Nuevo Testamento; manos musculosas, de uñas negras y sólidas, se tendieron hacia él procurando apartarse mutuamente. En aquella celda dio dos evangelios, y pasó a la siguiente.

Aquí, todo transcurrió lo mismo. La misma falta de aire, la misma hediondez; igualmente, entre las ventanas, había colgado un icono, y a la izquierda de la puerta estaba la cubeta; lo mismo, amontonados uno contra otro, estaban tendidos los presos; con los mismos movimientos se levantaron y adoptaron la misma actitud rígida; aquí igualmente tres hombres no abandonaron sus camas: dos se incorporaron y se sentaron, en tanto que el otro permanecía acostado, sin mirar siquiera a los visitantes. Estaban enfermos. El inglés repitió el mismo discurso y dio igualmente dos evangelios.

En la tercera sala se oían vociferaciones y ruidos. El director llamó y gritó: «¡Silencio!» Cuando se abrió la puerta, todos se alinearon análogamente al lado de las camas, excepto algunos enfermos; dos de los presos estaban golpeándose, el rostro desfigurado por la cólera, agarrando éste los cabellos, aquél la barba de su adversario, y no se soltaron más que cuando se interpuso un vigilante. Uno tenía la nariz ensangrentada y por la cara le corrían mocos, saliva y sangre, que se secaba con la manga del caftán. El otro se retiraba los pelos arrancados de su barba.

¡El starosta 32! gritó severamente el director.

Avanzó un mocetón guapo y fuerte.

Imposible dominarlos, señoría dijo con una alegre sonrisa en los ojos.

Bueno, yo los dominaré replicó el director frunciendo las cejas.

What did they fight for? preguntó el isleño.

Nejludov preguntó al starostala causa de aquella riña.

Se ha metido en lo que no le importaba respondió el starosta, siempre sonriendo. Le dio un empujón y el otro le ha pagado con la misma moneda.

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31En ruso, las palabras «adiós» y «perdone» son tan parecidas casi idénticas, que pueden tomarse una por otra según el tono. N. del T.

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32Jefe de sala. N. del T.