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«Todo se irá aclarando poco a poco pensó. Lo más urgente es verla, comunicarle la feliz noticia y hacer que la pongan en libertad.»

Creía suficiente para eso la copia que poseía. Al salir de la oficina de correos, dijo al cochero que lo llevara a la cárcel.

Aunque, por la mañana, el general no lo hubiera autorizado a visitar la cárcel, Nejludov, sabiendo por experiencia que lo que a menudo es imposible obtener de la autoridad superior se obtiene fácilmente de los inferiores, quiso intentar ver sin tardanza a Katucha, anunciarle la buena noticia, quizás incluso hacerla salir de la cárcel, preguntar al mismo tiempo por el estado de salud de Kryltsov y comunicarle, lo mismo que a María Pavlovna, la respuesta del general.

El director de la cárcel era un hombre alto y grueso, imponente, bigotudo, con patillas que le llegaban hasta las comisuras de la boca. Acogió muy severamente a Nejludov y le participó que, sin la autorización de los jefes, las entrevistas estaban prohibidas a los extraños. Al comentario de Nejludov de que lo habían dejado entrar, incluso en la capital, el director respondió:

Es muy posible. Pero yo me opongo.

Su entonación significaba: «Ustedes, señores de la capital, creen asombrarnos; pero nosotros, incluso en la Siberia oriental, conocemos bastante los reglamentos para decir que no.»

La copia del oficio de la Cancillería particular tampoco ejerció efecto alguno. El director se negó rotundamente a admitir a Nejludov en el recinto de la prisión. En cuanto a la ingenua suposición de Nejludov de que Maslova podía quedar en libertad a la vista de aquella simple copia, respondió con una sonrisa desdeñosa, declarando que para poner a un preso en libertad le hacía falta una orden de su jefe directo; todo lo que podía prometer era informar a Maslova de su gracia y no detenerla ni un solo minuto en cuanto hubiera recibido la comunicación de sus jefes.

Se negó igualmente a dar detalles sobre la salud de Kryltsov, arguyendo que ni siquiera tenía derecho a decir que estaba en la cárcel un preso de ese nombre.

Así, sin haber obtenido nada, Nejludov volvió a subir a su coche y regresó al hotel.

Es cierto que la severidad del director tenía otro motivo: era que la prisión estaba atestada con doble número de presos del que debía contener normalmente, lo que había producido una epidemia de fiebre tifoidea.

En ruta, el cochero habló de eso:

La población disminuye mucho en la cárcel; no sé qué enfermedad se los lleva, pero están enterrando hasta veinte personas por día.

XXIV

A pesar de su fracaso en la cárcel, Nejludov, siempre bajo el impulso de una actividad febril, se dirigió a la Cancillería del gobierno para preguntar si había llegado la comunicación oficial de la gracia de Maslova. No se había recibido nada, y Nejludov, al volver al hotel, escribió sin tardanza a Selenin y a su abogado para informarlos. Después de haber terminado sus camas, miró su reloj. Era hora de ir a cenar a casa del general.

Durante el trayecto, lo obsesionó de nuevo el pensamiento de la acogida que Katucha haría a su gracia. ¿Adónde la enviarían? ¿Cómo viviría él con ella? ¿Y Simonson, qué actitud adoptaría respecto a él? Recordó el cambio sobrevenido en ella y rememoró el pasado de la joven.

«¡Hay que olvidar, hacer tabla rasa! pensó, deseoso de alejar aquellos pensamientos. Más adelante veremos.» Y se puso a reflexionar sobre lo que diría al general.

Aquella cena en casa del gobernador, en medio del fausto de la gente rica, entre funcionarios de alta categoría, cosas todas tan familiares para Nejludov, le resultaba particularmente agradable después de la larga privación, no sólo de aquel lujo, sino incluso del confort más elemental.

La dueña de la casa era una gran dama petersburguesa de los viejos tiempos; antigua dama de honor en la corte de Nicolás I, hablaba naturalmente el francés, y el ruso en raras ocasiones. Su actitud era rígida y, en los movimientos que hacían sus manos, no separaba sus codos del talle. Testimoniaba a su marido un respeto tranquilo, ligeramente melancólico, y se mostraba afable con sus visitantes, pero con ciertos matices según la categoría de los mismos. Acogió a Nejludov en plan familiar, con un halago fino, imperceptible, lo que le recordó a él todos sus méritos y lo llenó de una agradable satisfacción. Ella le dio a entender que conocía el motivo un poco singular, pero digno, de su viaje a Siberia y que lo consideraba un hombre excepcional. Aquel elogio delicado y el lujo elegante que reinaba en la casa del general indujeron a Nejludov a abandonarse por completo al placer de saborear aquella rica decoración, la buena mesa, el agrado de la charla con personas distinguidas y de su mundo; como si todo lo que había ocurrido aquellos últimos días no fuera más que un sueño del que salía para volver a la realidad.

Además de los familiares de la casa (la hija del general con su marido y el ayudante de campo), estaban invitados a la cena el inglés que ya se ha mencionado, un propietario de minas de oro y un gobernador en tránsito, llegado del fondo de Siberia. A Nejludov le agradaba encontrarse con ellos.

El inglés, un hombre bien parecido, de vivos colores, que hablaba detestablemente el francés, pero, por el contrario, manejaba con gran elocuencia su lengua materna, había viajado mucho, visto muchas cosas, a interesaba al auditorio por sus relatos sobre América, la India, el Japón y Siberia.

El joven propietario de minas de oro, hijo de mujik, tenía en la camisa botonadura de brillantes y se hacía vestir en Londres; poseedor de una rica biblioteca, era también muy generoso con las obras de caridad y profesaba opiniones liberales. Era agradable a interesante para Nejludov, en el sentido de que representaba un tipo completamente nuevo: un injerto feliz de la cultura europea en el robusto árbol silvestre que es el mujik.

El gobernador de la lejana ciudad de Siberia era aquel mismo ex jefe de departamento en un ministerio del que tanto se había hablado durante la estancia de Nejludov en Petersburgo. Era un hombre orondo, de escasos cabellos rizados; los ojos, de un azul tierno; el vientre abombado, manos blancas y cuidadas, adornadas de sortijas, y sonrisa amable. El gobernador general, dueño de la casa, lo estimaba porque no se dejaba sobornar. La generala; por su parte, gustándole mucho la música y pianista de talento, lo apreciaba profundamente porque él sabía muy bien acompañarla a cuatro manos. Y el buen humor de Nejludov era tal, que aquel hombre tampoco le desagradaba.

Alegre, enérgico, azulado el mentón, ofreciendo a cada momento sus servicios, el ayudante de campo lo atraía por su aire de niño bueno.

Pero Nejludov se sentía seducido sobre todo por la hija del general y por su marido, pareja joven y encantadora. Ella no era bonita, pero sí muy simpática, y estaba absorbida por completo por sus dos primeros hijos; el marido, con quien se había casado por amor, después de una larga lucha contra sus padres, se había licenciado en la Facultad de Derecho de Moscú; modesto a inteligente, era un funcionario de opiniones liberales; se ocupaba de estadísticas, sobre todo de la relativa a las tribus de Siberia, que estudiaba con ardor, esforzándose en salvarlas de la desaparición progresiva.

No solamente se mostraban todos amables y afectuosos con Nejludov, sino que se les notaba claramente que se sentían felices por la imprevista llegada de un hombre tan interesante. El general se presentó de uniforme para cenar, la cruz blanca al cuello; saludó a Nejludov como a un viejo amigo y luego invitó a los convidados a tomar aguardiente y entremeses. A la pregunta del general sobre lo que había hecho después de su visita de la mañana, Nejludov le contó que había estado en Correos y había tenido la noticia de la gracia concedida a la persona de la que le había hablado, y pidió de nuevo autorización para visitar la cárcel.