Le tomó tiempo a Don Juan decidirse a marchar en busca del enemigo. Las largas semanas que habían pasado desde la noticia de la muerte de Escobedo no le habían dado tiempo para reponerse del terrible choque. Más que en la guerra de Flandes y en los Consejos de oficiales, estaba flotando en las conjeturas y acusaciones que le llegaban.

Con Juan de Soto pasaba horas dándole vueltas al inagotable acertijo. Había dejado de escribir personalmente a Antonio Pérez. «El sabrá lo que pienso.» Soto veía con temor aquel ensimismamiento sin salida.

Con los que llegaban de España revivía la inagotable indagatoria. En una u otra forma lo que todos decían era que Escobedo había sido asesinado por culpa de la princesa de Éboli. El Verdinegro había sorprendido a Antonio y a la princesa en el lecho.

Indignado de la ofensa a la honra de Ruy Gómez, había amenazado: "Esto ya no se puede soportar y estoy obligado a dar cuenta de ello al rey". Lo repetían y sobre todo aquellas palabras de la airada mujer: "Hacedlo así si os place, que más quiero el culo de Antonio Pérez que al rey".

Era volver a vivir la vieja historia de amores clandestinos entre la princesa y el rey. De sugestión en confidencia se tejían episodios de la oscura y vieja ligazón. «Cuando dijo eso, Escobedo se condenó a muerte.» Sin quererlo, recaía en la atormentada cavilación desde la impotencia de su lejanía.

"Era a mí y no al pobre Escobedo a quien querían herir.» Desde los oscuros hombres que asestaron los golpes de muerte hasta aquellos insólitos personajes que aparecían en la sombra. Eran sus enemigos mortales, habían sido sus enemigos y él no se había dado cuenta. "Me han estado engañando todo el tiempo.» A raíz del triunfo de Gemblours había escrito al rey pidiendo refuerzos: «Por amor de Nuestro Señor… que se dé leña al fuego en tanto que dura el calor, que perdida esta ocasión no pretenda más Su Majestad ser señor de Flandes, ni mayor seguridad en los demás de sus reinos». Debió haberse hecho insoportable Escobedo insistiendo en la necesidad del pronto socorro. Ahora lo veía claro, por defenderlo Escobedo se había hecho insoportable. Pensarían que era el pobre del Verdinegro el que le metía en la cabeza aquellos planes de Inglaterra y de la Corte. El golpe iba dirigido contra él y contra más nadie. Obsesivamente volvía a la imagen de Antonio Pérez. Tenía que ser él y ningún otro el que había dispuesto aquel cobarde crimen. Con su torpe lealtad Escobedo debió levantar muchas malas voluntades. ¿Cómo pudo atreverse a tanto Antonio Pérez, tan taimado y cobardón? No se hubiera atrevido a hacerlo a espaldas del rey. «El rey, mi señor, mi hermano…» Se alimentaba poco, agotado y febril permanecía acostado días enteros. Con una resolución de desesperado, se puso en marcha hacia el Norte con lo que le quedaba de tropas sanas. Farnesio trató de disuadirlo. Los enemigos estaban fuertemente atrincherados y ellos no tenían la fuerza necesaria para desalojarlos.

Mientras avanzaba hacia el encuentro sentía como un extraño alivio. «Lo mejor seria que aquí terminara todo para mi.» Había cambiado mucho, comenzaba a sentir una inesperada forma de piedad-por aquellos flamencos que, por lo menos, combatían en campo abierto por lo que creían. Hablaba con los prisioneros con otra voz y otra actitud. Casi benevolente y compadecido.

Había sabido que tres veces habían intentado envenenar a Escobedo. Dos de ellas en las comidas en la casa de Pérez. La tercera en su propia casa. Compraron una criada morisca para que le echara solimán en el plato.

Con el confesor se atrevió a llegar más lejos. «No logro quitarme de la cabeza, padre, la espantosa idea de que, sin alguna forma de aprobación de Su Majestad, Antonio Pérez no se hubiera atrevido nunca a cometer tamaño crimen.» El primero de agosto atacaron al ejército del príncipe de Orange en el sitio de Rymenant. Combatió con desesperación. Las posiciones de los rebeldes eran muy sólidas y las tropas de Don Juan insuficientes. Hubo que iniciar el repliegue. Con continuos ataques de retaguardia se retiraron hasta un sitio fortificado a una legua de Namur.

Llegó temblando de fiebre; para mayor seguridad lo llevaron a una torre vieja, invadida de palomas, arreglada rápidamente con tapices y algunos muebles. Amodorrado y torpe se dejaba hacer. Resbalaba en la fiebre como en un sueño. Tenía días sin comer.

Tomaba agua de palo guayacán, y entre vómitos y diarrea venían los médicos y los barberos con sus pócimas y sus lancetas. Olía a excremento y ranciedad. «Hiede a galera.» Tenía inflamadas las almorranas. Con la lanceta se las punzaron. Era un ardor de fuego como el que debían sentir los empalados. Mugía de dolor. De lejos llegaba hasta la torre el eco de los disparos del cerco enemigo.

Había que espantar las palomas que llenaban el espacio de zureos y ruido de alas.

Recordaba los Espíritus Santos volando sobre las velas de la Pentecostés. Le pasaban por la memoria las figuras del recuerdo. Ruy Gómez, la princesa Juana, que ahora ya no parecía risueña; su hijo, el rey Sebastián acababa de desaparecer en la cruzada contra los moros en Alcazarquivir. Don Carlos, con la mirada de aquella noche de la alcoba de la prisión. El Emperador en la penumbra de la mañana en que le tendió la mano en Yuste. Eran los que ya estaban del otro lado de la tela de los retratos.

«Fuera de la vida y del mundo.» «¿Qué día es hoy?», era la pregunta que hacia cada vez que creía despertar. «Veinte de septiembre, Alteza.» Lo sorprendió la fecha. «Mañana, si es que estoy vivo, se cumplen veinte años del día en que llegué ante el Emperador.» Llamó a Soto para dictarle una carta para el rey. Entre toses y ahogos la voz delgada y vacilante parecía hablar sola, mientras cerraba los ojos. Recordaba el comienzo de la enfermedad: «Aquel mismo día en la noche me dio una calentura con un gran dolor de cuerpo y de cabeza que me tiene en la cama harto acongojado y aunque estoy tan decaído como si la hubiera tenido treinta días espero en Dios que con los remedios que se han hecho y van haciendo no pasará adelante, si bien certifico a Vuestra Majestad que el trabajo que se pasa es de tal manera que no hay salud que resista, ni vida que pueda durar". Se le agotaba el aliento. Soto, con su pluma, y el confesor estaban presentes. «No dejo, por lo que a mi toca, de tener gran sentimiento…» Se interrumpió y enmendó: «Grandísimo sentimiento de que sea yo sólo el desfavorecido y abandonado de Vuestra Majestad, debiendo no sólo por hermano, sino por el hombre del mundo que más de corazón le ha procurado servir y que con mayor fe y amor lo ha hecho, ser tenido en diferente estima y consideración».

Cada día, en alguna hora lúcida, se confesaba. Le rodeaban sus capitanes pero no podía casi hablarles. Se les quedaba mirando sin poder decirles lo que no llegaba a las palabras. En presencia de ellos le dijo a Farnesio: «El comando te pertenece.

Lo harás mejor que yo». Hubo lágrimas y maldiciones.

Le dieron la Extremaunción y siguió en el delirio del que salía a medias para preguntar si Escobedo había regresado o para pedir al rey lo enterrara cerca de la tumba del Emperador. Pasaba horas largas sumido en aquel sopor de moribundo. Los acompañantes esperaban en suspenso el regreso de la respiración en cada aliento de estertor.

Se estaba durmiendo. Se estaba despertando. Subía por la cuesta. La reconocía, tan distinta. A un lado, los árboles del huerto y el estanque de los peces. Sólo viento y ruido de hojas. Al otro, la mole inerte del convento y la iglesia cerrada y sin vida.

Subía hacia la terraza vacilando sobre las piedras desiguales. No se oía ni el ruido de sus pisadas sin peso. Cada paso era un esfuerzo de asfixia. No veía claro. Todo parecía solo, abierto, quieto, lleno de aire lento y sin eco.

Había llegado a la terraza vacía. Ni un mueble, ni un ruido en el espacio hueco.

Puertas y ventanas abiertas hacia ámbitos desnudos y lejanos. No se oía otra cosa que aquella gruesa respiración de ahogo que lo sacudía. Cada paso era más lento.

Ni vida, ni movimiento, ni forma, apenas la apagada luz que lo iba cubriendo. Exhausto, ya para caer, logró alzar una voz que era un grito de angustia: «¡Soy yo!».

La voz se iba de él y resonaba a lo lejos. «Soy yo… yo… yo…»