Rió Don Juan y advirtió lo que había detrás de las palabras. Más adelante le dijo: «Me recuerda un romance de España que aprendí de niño. Trata precisamente de la hija del rey de Francia». Narraba y recitaba: «De Francia partió la niña de Francia la bien guarnida…». El caballero la halla extraviada en el camino y la recoge para llevarla a Paris. Era bella y la requiere de amores. Ella se defiende: «Tate, tate, caballero no hagáis tal villanía, hija soy de un malato y de una malatía el hombre que a mí llegase malato se tornaría». Ya entrados en la ciudad la infanta se burló. «¿De qué vos reís, señora?» «Ríome del caballero y de su gran cobardía tener la niña en el campo y le catar cortesía.» No se separaron en todo el día. A ratos llegó a retenerle la mano de finos dedos cargados de luminosas sortijas. En medio de los cortesanos y los criados se sentía al lado de ella más libre y más joven. En la noche hubo baile y fuegos de artificio. La llevó de la mano a formar parte del cuadro de los danzarines. No la veía sino a ella.

Estallaron los fuegos de artificio. Desde la plaza volaban por el cielo nocturno chorros de luces en medio de las explosiones de los cohetes. Se separaron de los espectadores agrupados en los balcones. Solos llegaron hasta la cámara reservada para ella. Se vieron a los ojos antes de entrar y luego penetraron sin decir palabra. Cerró la pesada puerta. A la luz de los candelabros se alzaba el gran lecho dorado cubierto de cortinas, como la escena de un teatro. En los tapices de la paredes estaba la batalla de Lepanto.

En la tela azulosa flotaban las galeras bajo la figura de la Virgen entre las nubes, y en primer plano Don Juan, de armadura, casco y bastón de mando, con la mano extendida dirigiendo el combate. «No hay como huir de ti.» La tomó en sus brazos y comenzó a besarla ávidamente Cesó la sonrisa, hubo algunas palabras que él ni oyó. La llevó hasta el borde del lecho. Había cerrado los ojos y respiraba ansiosa. Antes de volcarse dijo apenas: «Doucement».

Vio partir a la reina. Con ella se iba aquella fugaz hora de alegría. Lo que quedaba ahora era la desesperada situación que amenazaba por todos lados. Escobedo debía haber llegado a Madrid, pero no había noticias. Seguramente no las habría en mucho tiempo. Sintió que era el momento de hacer un gesto audaz y crear una situación nueva que obligara al rey a actuar.

Podía ocupar sorpresivamente la fortaleza de Namur. No debía presentar dificultades, después de todo era el Gobernador y podía entrar en el recinto a visitar. «Los Estados lo van a ver como una provocación y todo va a empeorar con ellos.» «Es precisamente lo que quiero para no seguir en esta lenta muerte en que me tienen.» Organizó una partida de caza y salió con un séquito armado muy numeroso. Antes de empezar la marcha llamó a los principales y les dijo: «Vamos a ocupar el castillo por sorpresa». Asignó a cada quién su tarea. Todo debía hacerse con rapidez y sin violencia innecesaria.

Llegaron al trote hasta la puerta del fuerte desprevenido. Al galope y espada en mano penetraron al interior ante la sorpresa de los guardias. El comandante y sus oficiales no sabían qué hacer ante aquella inesperada situación.

«Pasaba por aquí y resolví hacer una visita.» Cada quien hizo lo que tenía asignado.

Ocuparon los depósitos de armas y municiones, las entradas, las garitas. Sin desmontar habló en voz alta al confuso comandante.

Dijo cómo había aceptado todo lo que habían exigido los Estados. «He cumplido más allá de lo que era posible.» «Me han tratado como si hubieran derrotado las fuerzas españolas en batalla abierta.» El sacrificio había sido inútil. Cada día los herejes pretendían más. «Si los rebeldes hubieran cumplido lo prometido por su parte, no me hubieran puesto en la necesidad de hacer esto.» «De ahora en adelante la situación va a ser clara. Los que estén de parte del príncipe de Orange y de los Estados contra el-rey serán considerados traidores y tratados como tales. Decidan ustedes.» Hubo algunos escasos vivas, pero los más quedaron pasivamente en silencio.

Mandó un emisario a Bruselas para explicar las razones de su acción y pedir apoyo en su lucha contra los rebeldes. No esperaba ninguna respuesta favorable, pero sentía un gran alivio. «Ha terminado esta comedia de mentiras; lo que venga ahora será distinto. Hablarán las armas y se sabrá a qué atenerse.» La noticia corrió como el eco de un estampido. Los Estados entraron en febriles conciliábulos. Protestantes y poderosos señores católicos mostraron su disgusto.

El príncipe de Orange aprovechaba la situación. Lo acusaba públicamente de violar la paz, de provocar de nuevo la lucha armada. En proclamas y manifestaciones públicas halagaba los sentimientos antiespañoles. Los Estados resolvieron suspender toda negociación con Don Juan. El Taciturno no sólo había escrito a los reyes denunciando la perfidia española, sino que acusaba al Gobernador de mala fe. Publicó cartas tomadas a los correos de Don Juan para demostrar su desprecio por los flamencos y sus torvas intenciones. Invitaba a todos, protestantes y católicos, a luchar junto a él por la libertad de conciencia y contra el invasor extranjero.

Todo se tiñó de hostilidad y desconfianza. En cualquier lugar se sentía en territorio enemigo, cercado de acechanzas, amenazas y mentiras. Las provincias se habían puesto en pie de guerra contra los españoles: «Nos aborrecen y yo también los aborrezco.

Felizmente la hora de los fingimientos se acabó».

Habían proclamado de nuevo la Pacificación de Gante, aquel insolente documento de desafío abierto. Se suspendieron las negociaciones con el Gobernador y se preparaban para la guerra.

Con los recursos que tenía había comenzado a formar un ejército. Pasaba de la exaltación desmedida: «Que se alcen. Los aplastaremos», al abatimiento más completo.

Madrid se había puesto inmensamente lejos. Nada parecía resolverse. No venían cartas, ni recursos, ni tropas. Llegaba alguna misiva de Antonio Pérez, tan meliflua y sin contenido como siempre. Poco de Escobedo. «Que me devuelvan a Escobedo.» Como si los tuviera presentes, a muchos los podía imaginar en la facha y el gesto.

Dirigió una carta a sus viejos soldados «para que pasara de mano en mano»: «A los Magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes y oficiales y soldados de la infantería que salió de los Estados de Flandes». «El tiempo y la manera de proceder de estas gentes ha sacado tan verdaderos vuestros pronósticos que ya no queda por cumplir de ellos sino lo que Dios por su bondad ha reservado.» Les hablaba en la lengua con la que siempre se había entendido con ellos: «Me querían prender a fin de desechar de si religión y obediencia. Toda la tierra se me ha declarado por enemiga y los Estados usan de extraordinarias diligencias para apretarme pensando salir esta vez con su intención». «Y si bien por hallarme tan solo y lejos de vosotros estoy en el trabajo que podéis considerar y espero de día en día ser sitiado, todavía acordándome que envio por vosotros y que como soldado y compañero vuestro no me podéis fallar, no estimo en nada todos estos nublados.» Le parecía ver las abiertas sonrisas seguras.

«Venid pues, amigos míos, mirad cuán solos os aguardamos yo y las iglesias y monasterios y religiosos y católicos cristianos, que tienen el su enemigo presente y con el cuchillo en la mano.» Tenía que hacer referencia al rey: «Tengo por cierto que 5. M. con las veras y con la calidad que le obligan y en la misma conformidad hará las provisiones, lo podéis vosotros ser que yo os amo como hermanos».

Lo que sabía de las provincias era cada vez peor. Los Estados no sólo lo iban a desconocer, sino que se preparaban a sustituirlo. Con su astucia paciente, el Taciturno buscaba posibles candidatos. El archiduque Matías, hermano del Emperador, príncipe católico de la casa de Austria, sobrino del rey Felipe. ¿Cómo el Emperador Rodolfo, su viejo amigo de los años de la Corte con Don Juan Carlos, había podido aceptar aquello? «Buena jugada de pícaros.» Junto al archiduque, el jefe de las fuerzas seria Guillermo de Orange. Ahora parecía haber logrado todo para realizar su ambición.

El apoyo de los Estados, un buen pretexto de guerra, un títere regio de fe católica, y el mando efectivo en sus manos.

Había que cortar aquella inacabable lucha sorda. Ahora las cosas iban a ser claras y finales. No iba a continuar aquel rompecabezas de argucias y mañas de fulleros.

Esperaba hora tras hora la respuesta de Madrid. No llegaba. En Namur estaba como en la orilla de aquel país cada vez más extraño y ajeno. No había noticia del regreso de las tropas. No había dinero. ¿Qué hacia Escobedo? ¿Qué decía Antonio Pérez? ¿Qué pensaba el rey?

Lo habían abandonado a su suerte. Sacaba la cuenta del tiempo ido sin respuesta.

Setenta y ocho días desde que Escobedo se había ido, cincuenta y siete días que había llegado a la Corte, sesenta y cuatro días desde que era un cautivo en aquel castillo de Namur, cincuenta días desde que llegó la última carta.

No le había parecido bien al rey la toma del castillo de Namur. Era el fracaso final de aquella política de pacificación que había defendido Ruy Gómez y también Antonio Pérez. Frente al hecho cumplido no le quedó más alternativa que aceptarlo y atender a los requerimientos de Don Juan.

Debió contribuir mucho la presencia de Escobedo en la Corte para decidir aquella acción. Para Antonio Pérez no debió ser fácil. Lo que hasta entonces se había reflejado en las cartas era más indecisión que otra cosa. Le anunciaban el regreso de las tropas y el envio de cuantiosos recursos. En aquel ambiente de preparativos de guerra sintió que recobraba fuerzas y salud. «Que callen las lenguas y hablen las armas.» En octubre comenzaron a llegar las tropas de Italia. Viejos soldados de Flandes y capitanes de los tiempos del Mediterráneo y hasta de las Alpujarras. Con ellos vino Alejandro Farnesio. «Contigo vuelve la fortuna.» Fue un encuentro de desbordado afecto.

Tenían mucho que recordar juntos. Las campañas del mar, la guerra de Granada, los tiempos de Italia. Hablaron de los vivos y los muertos, de Margarita de Parma. “Mucho la quiero y mucho le debo.” En Flandes había comprendido lo acertado de los juicios de la princesa. «Todo lo que me dijo resultó cierto. Era ella quien tenía razón.› Pasó la sombra de Don Carlos en la remembranza. Ruy Gómez y su comprensiva discreción.

La princesa Juana, la reina Isabel y sus alegres tiempos. A ratos reían como niños.

Del rey: «Mucho lo respeto y lo quiero, pero no lo puedo entender›'. «Lo que finalmente resuelve, llega siempre como una tardía confirmación de sospechas.»Conoce muy bien el arte de negar sin decir no.» Pintaron a varios Antonio Pérez. "Debo tenerlo por amigo mío», opinaba Don Juan. «Sí, pero a su manera›', observaba Farnesio. Recordaron las repetidas contradicciones entre lo que prometía y lo que lograba. «Nunca se sabe con quién está finalmente.» Don Juan reconocía que siempre había aprobado sus planes y colaborado en ellos. La empresa de Inglaterra la había tomado como suya.