«No se debe aguardar más, señor.» Salió huidizo de la audiencia y fue a encerrarse solo con su ira y su vergüenza.

Se le hizo permanente aquella sensación de que, aunque nadie le hablaba de ello, todos pensaban al verlo en Bárbara Blomberg, la «Madama» de Amberes. Era una insoportable presencia invisible que lo acompañaba a todas partes. No era la sola. Había también la otra, de la que si le hablaban, la del Emperador. Tampoco le había resultado ~ fácil porque había en ella presente una comparación callada y desventajosa.

En la lisonja más fácil: «Hijo de tal padre», asomaba un término de medida insostenible. Era un parangón inevitable que tendía a rebajarlo y humillarlo. «Preferiría que no me lo dijeran tanto.» Llegaba a sentir que era una especie de negación de su propia persona. «Nunca me ven a mí. Nunca soy yo, sino la otra presencia que se interpone. Es como si me estuvieran negando y poniendo a prueba todo el tiempo.» Se había encontrado con Maria de Mendoza. Le tomó tiempo hacerlo a pesar de los recados insistentes que le hacia llegar ella. La halló más madura, más dulce, más resignada. «No he vuelto a ver a la niña. ¿Qué es de ella?» Él tampoco la había visto desde hacia años. «Tengo buenas noticias. Crece y en su día irá a un convento.» María de Mendoza oyó con calma. «Era su destino.» «¿Crees en el destino, María?» «Tengo que creer. En mi caso, en tu caso, en el de la niña.» Hubo un corto reanimarse de la antigua llama. Sin más palabras se abrazaron, se besaron, se estrujaron con furia y se hundieron en la sorda angustia de la carne.

«Es de noche en España, Antonio.» Redescubría la severidad, la tiesura, la falta de espontaneidad, los colores oscuros, los ojos temerosos, los largos silencios de la corte. «Es otra cosa Italia.» Pérez le había dicho que el rey tenía prisa en que regresara a posesionarse de sus nuevas funciones. «Yo también la tengo.» Era como una doble conversación en la que se sabía lo que se decía y se adivinaba lo que no se decía. Le parecía sospechoso el empeño de Pérez de mostrarse amigo.

Fue así como le oyó decir casi al desgaire: «Es tiempo de reconocerle sus grandes servicios a Juan de Soto». «Me ha servido mucho y muy bien.» «El rey podrá nombrarlo en algo de más importancia, como Proveedor de la Flota, por ejemplo.» «Sería muy bueno, siempre que siga a mi lado.» «Claro que sí, no sería posible de otro modo.» Pero más adelante, después de ponderar los méritos de Soto y la importancia del nuevo cargo, añadió casi incidentalmente: «Habría que encontrar a alguien para que se ocupara de la secretaría». Don Juan reaccionó rápido. «No quiero que Soto abandone mi secretaría. Nadie podrá hacerlo como él.» «No tiene por qué abandonarla, seguirá ocupándose de todas vuestras cosas, pero para el manejo diario hará falta otra persona.» Luego, en forma de confidencia o de propuesta: «Hay uno muy bueno. Vuestra Alteza lo conoce desde la casa de Ruy Gómez. Tiene también toda la confianza del rey». Soltó entonces el nombre de Escobedo.

«Tenía toda la confianza del príncipe y de Doña Ana.» Antonio hizo el largo recuento de sus méritos, era discreto, inteligente, valeroso. «En realidad tendréis dos secretarios, Soto y Escobedo.» Don Juan lo recordaba bien. Desde su aspecto físico, su enfermizo color de aceituna, sus brusquedades y agresivas franquezas. «Nadie como él conoce la Corte.›' Habló varias veces con él a solas. No terminaba de verlo claro. Miraba con demasiada fijeza, aflojaba los más duros calificativos sin pestañear, parecía conocer todo de todos. Pero era astuto. Desde el primer momento supo tratarle del reino prometido y esperado. Parecía estar al tanto de toda la intriga. «Es una gran causa. Puede cambiar la historia. Es lo que más me atrae para servir con Vuestra Alteza.» Se fue al convento de Abrojo antes de partir. Allí encontró a Doña Magdalena.

Le dio buenas noticias de la niña. Le habló bien de Escobedo, lo hizo sentirse a ratos niño otra vez.

En la efusión del momento le habló de «Madama Bárbara». No se inmutó Doña Magdalena. «No se puede esperar más para hacer lo que es debido. Me sentiría muy contenta de poder ayudar en algo.» Sintió alivio.

A los pocos días partió a embarcarse para Italia. Poco antes Escobedo le trajo una mala noticia. «El marqués de Mondéjar va de virrey de Nápoles.» Otra vez «el cabo de escuadra», dijo recordando los incidentes de la guerra de Granada. «Seguimos y seguiremos con las mismas contradicciones. Se me nombra lugarteniente del rey en toda Italia, con autoridad sobre los virreyes, y al mismo tiempo se me coloca a Mondéjar en Nápoles.» «Es el viejo más vidrioso que he conocido», comentó Escobedo.

«La culpa es mía, Soto, toda mía. Me he dejado engañar como un niño. Todo me lo pintaron de otra manera. Te iban a dar el cargo de Proveedor de la Flota, pero sin dejar mi secretaria. Yo insistí mucho en esto. Escobedo no te iba a reemplazar, sino a trabajar contigo y junto a ti.» Soto se mostraba indignado, quería renunciar y volverse a su casa. «Lo que quieren es alejarme de Vuestra Alteza. Lo deseaban y lo han logrado.» Desde el regreso a Nápoles todo había marchado mal. El virrey, marqués de Mondéjar, lo desacataba abiertamente. «Es peor que Granvela, aquél me detestaba pero éste me desprecia. No lo voy a soportar. Desde Granada lo conozco. Ahora ignora cada vez que puede mi condición de Teniente General del rey.» Habían logrado sacar de su lado a Soto sin que él se diera cuenta. Habían sustituido a Granvela por Mondéjar, con lo que su situación había empeorado. «No fue eso lo que pedí, no fue eso lo que me dijeron. Escribiré al rey y a Antonio Pérez.» A Escobedo, que trataba de hacerle mejorar su actitud con Don Juan, el iracundo marqués le había dicho: «Desengáñese, que si me presentan treinta cédulas del rey y entiendo que no convienen a su servicio, no las obedeceré».

Le escribió al rey: «Que repongan a Juan de Soto como secretario sin perder el cargo de Proveedor de la Armada y que nombren a Juan de Escobedo Veedor General de la misma». No se había dado cuenta en Madrid, pero reconoció que después que Soto se enteró «se agravió», «que esto había sido por desconfianza que de él se tenía, que en lugar de merced fue pagado con afrenta». Pedía que se restituyesen las cosas a la situación anterior y Soto quedara como secretario. Había hablado con Escobedo y se había manifestado conforme. Añadía implorante: «Como supliqué a V. M. que le hiciese merced del oficio del Proveedor, entendiendo que habría de retener el de secretario, me haga ahora la misma merced, no sólo no es incompatible, sino muy conveniente que lo tenga todo uno…, para quitarle la causa que tiene de quejarse ahora de mi… a Juan de Soto no hay manera de satisfacerlo de su agravio».

Escribió también a Antonio Pérez. Todo quedó en el suspenso sin término de los correos, de los quehaceres de la Corte, de la lentitud inagotable de las decisiones.

Sin mostrar disgusto, Escobedo cada día se hacia más servicial y útil. Con frecuencia atravesaba el jardín que daba a la casa del virrey para hablar con el marqués y tenerlo al tanto de las cosas. De regreso reportaba sus ásperas reacciones y la intromisión constante en el gobierno de sus varios hijos. «No es un virrey lo que tenemos, sino cinco.» No había ninguna expedición marítima para la próxima primavera. Naves y tropas estaban dispersas en puertos y plazas. No había sino la rutina de los reclamos, los motines y la falta de recursos. Lo de Génova no terminaba de arreglarse.

Poco a poco fue tomando gusto a aquel montañés áspero y astuto. Escobedo le hablaba de las posibilidades futuras. Los más aventurados planes tomaban en su palabra un aspecto de posibilidad segura. Hablaba de la Corona de Inglaterra como cosa hacedera. Con las tropas españolas de Flandes y un refuerzo de barcos se podría invadir.

Los católicos se alzarían para libertar a Maria Estuardo y arrojar del trono a la hereje Isabel. Iba más lejos. Casado Don Juan con Maria Estuardo sería rey de Inglaterra, aplastaría fácilmente la insurrección de Flandes y entonces toda Europa estaría dominada por los dos hijos del Emperador en Madrid y en Londres.

Iba cobrando ímpetu y se atrevía a asomarse a lo impensable. Podía quedar el trono de Madrid sin heredero. Lo había estado mucho tiempo. Ahora no había sino aquel frágil niño que Don Juan no había visto. Sintió horror e hizo el gesto de hacer callar a Escobedo. Éste vaciló un momento para continuar. No era de hombres inteligentes no tener en cuenta todas las posibilidades. La muerte hacia y deshacía el destino de las coronas. Así se habían reunido tantas en la cabeza del Emperador.

No sólo sentía una impresión de sacrilegio al oír aquellas palabras, sino que también regresaba a la duda constante sobre su persona. Su caso no era ni podía ser el del Emperador. Uno detrás de otro habían ido viniendo a sus manos los reinos y señoríos. Era el señor natural. No había tacha posible. Pero en cambio sobre él habían levantado y se podían levantar duras objeciones. No era ni siquiera un Infante. Y luego había aquella mujer de Amberes, aquel «asunto tan roto y derramado».

Dejó ir a Escobedo a Roma a tratar de nuevo con el Papa. Se había pensado en la posibilidad de que el propio Don Juan fuera disfrazado, entrara una noche hasta el Vaticano y hablara de todo aquello con Gregorio XIII. Lo que Escobedo trajo fue la confirmación del apoyo del Pontífice. «Señor», dijo Escobedo con su seguridad acostumbrada, «lo veré en el trono de Inglaterra y yo seré un milord».

Vino un tiempo ingrato de pugnas con el virrey, de mensajeros de las intrigas de Génova, de cartas de Madrid en las que siempre quedaban los asuntos en suspenso.

Llegó a pensar en regresar a la Corte y abandonar todo aquello.

Con el verano se fue a Génova. Dejaba atrás la intriga insoportable de Nápoles y la ya monótona ronda de los banquetes, las fiestas y las mujeres que, finalmente, era siempre la misma.

Le llegó la noticia de la muerte del Comendador Requesens. Había expirado el 5 de marzo en Flandes. Con Escobedo hizo largo recuento del viejo personaje. Sus errores, su dureza de carácter. Recordaba los tiempos de Granada y de Lepanto y aquella figura solemne y sombría que en cada ocasión pretendía decirle lo que tenía que hacer.

No fue necesario que Escobedo se lo advirtiera. Después de su hermana, la duquesa de Parma, después del duque de Alba, después del fracaso repetido de la guerra, de la paz, de la fuerza, de la blandura, de la dureza y de la tolerancia, nada se habla logrado. «Con Alba se demostró que no bastaba el triunfo de las armas. La rebelión está en los espíritus y ésos no se pueden desarmar. Con Requesens no mejoraron las cosas. El maldito Taciturno es dueño de medio país y cuenta con la ayuda sin límites de los protestantes ingleses, alemanes y franceses.» El 3 de mayo llegó un mensajero de la Corte con carta del rey. Escobedo le llevé el pliego. «Ya sé lo que dice. No necesito leerlo.» Se había descompuesto. Caminó por la habitación hablando a solas. «¿De cuándo es la carta?» Era del 8 de abril anterior.