Los muros y la playa se llenaron de gente y banderas que saludaban. Vinieron algunos esquifes que trajeron a bordo a los jefes. Traían noticias tranquilizadoras. No parecía haber resistencia del lado de Túnez. La guarnición turca se había retirado y gran parte de la población se había ido detrás de ella abandonando la ciudad.

Desde la fortaleza pudieron ver a la distancia el blanco cúmulo de las casas. Todo en silencio. Ni llegaba ruido ni se veía gente. Con mucha cautela el marqués de Santa Cruz subió hasta la ciudad. En el camino topó con el alcalde y su corto séquito asustado. Le dijeron que la ciudad estaba abierta y casi solitaria.

Al día siguiente avanzó Don Juan a caballo con un fuerte destacamento hacia la población.

Todos comentaban con asombro aquella extraña quietud. Toparon con emisarios de Santa Cruz que confirmaron que no había resistencia y que la ciudad abandonada estaba en sus manos.

Don Juan dispuso que las tropas se detuvieran. «Más tarde entrarán para el saqueo.

Pueden coger todo lo que quieran, pero no voy a permitir que maten ni que incendien.» A la entrada lo aguardaban los pocos dignatarios que habían quedado. Zalemas, reverencias. La cabalgata tomó el camino de la Alcazaba. Calles vacías, puertas y ventanas cerradas. A veces asomaba, entre trapos negros, una silueta de mujer con un niño de la mano para desaparecer pronto detrás de una puerta. Avanzaban callados, invadidos por aquel silencio de vacío. «Más parece un cementerio que una ciudad.» «Es como si hubiera pasado la peste.» El alcalde y sus asustados acompañantes explicaban a su manera. La gente había huido, pero regresaría. Habían tenido temor de un ataque sangriento, pero volverían. La trama de la intriga local se fue desenvolviendo.

Odiaban a los turcos. Detestaban al reyezuelo Muley-Hamida. No faltaron los cuentos de crueldades. Le había sacado los ojos a su padre.

Penetraron en el palacio. Parecía más grande por vacío. Muros, jardines, bosques, huertas, torres, balcones, arcos labrados, tapices hondos y largos divanes. Mucho rumor de agua de fuentes, de chorros, de albercas y acequias. «Estos palacios moros suenan a agua.» Recordó Don Juan a Granada. «Pero Granada era una ciudad viva. Esta está muerta», añadió Soto. Por los vacíos salones llegaron hasta el diván del rey. Allí se detuvieron. El alcalde quiso entregar las llaves simbólicas a Don Juan. Este hizo señal al marqués de Santa Cruz para que las recibiera. Cuando se retiraron los moros, los cristianos se dispersaron por los dilatados espacios.

Antes de bajar a los jardines Don Juan dio la orden del saqueo. Un rato después empezó a llegar el lejano vocerío de la soldadesca. Al resonar de voces, gritos, alaridos de mujeres, estruendo de maderas rotas, Soto se asomó a una alta ventana y vio en las calles cercanas grupos de soldados agobiados de trapos, de muebles, cargados de 170171 líos enormes. Había disputas. Alguno llevaba una mansa mujer de la mano a la que seguía un niño. El resto de la ciudad se veía solo. En grupos se mostraban el botín y hacían trueques. «Así es la guerra.» Algunos esclavos negros, con chaquetas doradas y anchos pantalones, los acompañaban. Dentro del palacio había una extraña paz. Nadie recordaba nada semejante.

«Parece cosa de encantamiento.» Recordaban memorias de espanto de ciudades malditas por las que había pasado la peste sin dejar vida. «La verdad es que todo ha salido distinto de como lo esperábamos.» Siguieron por la Larga fila de salones vacíos y ventanas abiertas. Por una escalera de piedra bajaron a un pequeño jardín de datileros y flores. Un chorro saltaba en un tazón de mármol. Se sentaron con Don Juan, en silencio.

«¡Cuidado!» Era una voz ahogada de angustia. Todos se volvieron. Un león lento y tranquilo apareció. Se detuvo a mirarlos con indiferencia y luego avanzó sereno hacia Don Juan. Salieron espadas y dagas. Un esclavo se interpuso. «No hay que temer, es manso, señor. Es el león del Bey y lo acompañaba a todas partes.» Paso a paso, los ojos amarillos soñolientos, la cabeza baja, avanzó hasta Don Juan. Lo husmeó, soltó un leve rugido y le pasó el lomo por la rodilla, como un gran gato. Don Juan le puso la mano en la melena y comenzó a acariciarlo.

Empezaron a regresar los vecinos. Aparecían grupos de moros con sus familias y algún burro cargado de pertenencias. Se fueron abriendo las puertas. Volvieron a formarse los zocos con el voceo de los vendedores, el martillear del cobre, las pirámides de frutas y dulces y carapachos de cordero. Al palacio, con el rumor de la vida, llegaba a sus horas el largo canto de los almuédanos desde el vecino alminar.

Muley-Hamida, el depuesto gobernante, se había refugiado en La Goleta. Su hermano Muley-Hacem había sido llamado por Don Juan para ser cabeza de la comunidad como Gobernador a nombre del rey de España. Hizo emocionadas promesas de gratitud y lealtad.

«¿Y ahora?», preguntaba Don Juan a los jefes que lo acompañaban. «No es posible crear un reino cristiano sin cristianos. Ésta es la triste verdad.» «Podemos echar a los turcos, pero quedarán los moros.» «Toda huella de Cristiandad ha desaparecido. Se necesitarían generaciones y siglos para hacer de esto un pueblo de cristianos.» El tema de la fortaleza fue más delicado. No destruirla era ir abiertamente contra la voluntad del rey. «Destruirla sería borrar la última huella de la presencia cristiana. La última huella del Emperador. Si el rey estuviera aquí tendría que comprender la razón que tenemos para no destruirla.» Estaba allí Cervellón, quien se encargaría de la construcción de la nueva fortaleza frente a La Goleta. Explicaba todos los detalles de la más ingeniosa y duradera edificación militar. «Este nuevo presidio podrá sostenerse por siglos.» Algunos se atrevieron a asomar observaciones. Santa Cruz recordó la ventaja indudable que habría habido en atacar por Argel. «Tomado Argel, estaba destruido el poder turco en estos mares.» Llegó noticia de Bizerta. Los moros, con el alcalde, se habían alzado, pasaron a cuchillo la guarnición turca y se presentaban a rendir homenaje.

«Es como si esto no tuviera raíz, estuviera en el aire», decía Don Juan. Salía a recorrer a caballo la ciudad y sus alrededores. Lo rodeaban con peticiones y súplicas.

Saludaba, sonreía y continuaba con el manso león arrimado al estribo.

La carta para el rey dándole cuenta hubo que rehacerla más de una vez. Se le ponderaba la riqueza del país, la buena disposición de los nativos, la necesidad de no abandonarlos al Turco y, luego, la conveniencia, acaso por el momento, de conservar la fortaleza.

No se hablaba de ampliarla.

Avanzaba octubre y el tiempo se descomponía. Hubo días enteros de tormenta.

«Lo que hay que hacer por el momento, está hecho.» No tenía objeto permanecer allí día tras día con aquel inútil despliegue de fuerzas. La soldadesca ociosa promovía riñas y choques con la población. No había enemigo a la vista. Las noticias que se tenían eran que la flota turca se había recogido en sus puertos para el invierno.

Salió primero Santa Cruz con la mayoría de las galeras para Sicilia. Poco después.

el 24 de octubre, en un tiempo de breve calma, se embarcó con el resto de las fuerzas.

Todo quedaba dispuesto y prevenido para acelerar la nueva construcción. Ocho mil hombres, armas, municiones y la seguridad de un pronto socorro en caso de necesidad.

Cuando la Galera Real comenzó a bogar mar afuera, Don Juan permaneció largo rato en la popa, el león al lado, mirando borrarse la mancha blanca de las casas de Túnez en torno a la Alcazaba.

Tocaron en las Islas Fabianas. Allí encontró la noticia de que había muerto hacía más de un mes la princesa Juana. Se conmovió. «Todo lo mío se va acabando», le dijo a Soto, y recordaron los tiempos de su juventud en la Corte, la alegría de la princesa, la gracia de la reina Isabel, el mismo Don Carlos, Ruy Gómez. Nadie quedaba de ellos.

En los salones de la reina jugaban a la gallina ciega. Alguien era atrapado cada vez.

Ahora habían atrapado a Doña Juana.

Vistió de negro y mandó enlutar a la flota.

Todo ese invierno no se habló de otra cosa en Nápoles que de Don Juan y su león.

Lo acompañaba a todas partes, a las fiestas, a la iglesia, a las ceremonias, con gran inconveniente para cortesanos y criados. Por las noches se tendía ante su puerta. A veces firmaba las cartas a los amigos: «El Caballero del León».

Había vuelto como un general romano, con su fiera cautiva y su rey prisionero.

Muley-Hamida y su hijo estaban en el castillo de San Telmo. Venían poetas a recitarle odas neoclásicas en que lo comparaban con Escipión. «Austria» llamó al león, que permanecía quedo y soñoliento en el preciso sitio que Don Juan le asignaba. Le pintaron retratos majestuosos con todas sus armas, reluciente el bastón de mando, la espada y el león a sus pies.

«O vuelvo ahora o no volveré nunca, Juan de Soto.» Había escrito al rey para pedirle la autorización para ir a verlo. La respuesta vino tarda y dudosa. Se le felicitaba pero al mismo tiempo se le hablaba de la necesidad de su presencia y de la posibilidad de otra nueva tentativa contra el Turco en el verano. «Sería la cuarta. ¿Es a la cuarta que va la vencida?» Había amargura. Lo que llegaba al través de Soto y de algunos amigos traslucía el mismo viejo fondo negativo. Antonio Pérez había escrito que el rey estaba contento de lo hecho, pero que seguía objetando lo de La Goleta. De la posibilidad del reino todo era vago.

«Pienso a veces que no se debe fiar de Antonio.» Soto no se atrevía a afirmarlo pero tampoco lo negaba. «Antonio es amigo, ciertamente, pero sólo hasta un punto: primero él, luego él y después los demás.» «No quieren que vuelva. Por lo menos todavía. Hay que dejar que Túnez se ponga tan viejo y olvidado como Lepanto.» Se soltaba a la inagotable ronda de los placeres y los días luminosos. Mascaradas, corridas de toros, torneos y juego de pelota. Granvela lo elogiaba con cierto fondo de sarcasmo. Sin sarcasmo le decían los jóvenes compañeros de sus noches que querían acompañarlo a la próxima guerra o a la próxima vuelta triunfal a España. «Quiero estar junto a Vuestra Alteza en esa hora, cuando el rey nuestro señor reconozca públicamente todo lo que se le debe.» «Algo se me debe, Juan de Soto, pero ni siquiera quiere mandar a pagar lo que se le debe a los soldados. Ya no aguanto más. Un día se van a amotinar y no seré yo quien salga a someterlos.» Había conseguido recursos apenas suficientes para licenciar los soldados alemanes e italianos. Los más de los españoles los mandó a Cerdeña.