Se luchó desesperadamente, trepando por los acantilados, sin poder alcanzar la fbrtaleza. Era el 7 de octubre. Un año de Lepanto. Era a la vez un estímulo y un peso.

Pero no parecía que se iba a repetir. "Si Ah Bajá no sale, no hubiera habido batalla."

Fueron inútiles y costosos en vidas los esfuerzos para tomar el fuerte; no se logró penetrar en Navarino. Protegida por los cañones de la costa la flota turca permanecía en espera.

Fue duro tomar la decisión, pero al fin no hubo más remedio. «No podremos permanecer aquí, mar afuera, muchos días.» Se fueron alejando de la costa arrastradamente y con mucho callar. Hubo Consejos de recriminaciones y querellas.

Apenas habían atrapado irrisoriamente algunas galeras turcas en mar abierto y tomaron la de un sobrino de Barbarroja. Cercada la galera. los galeotes cristianos golpearon con un remo al jefe turco, que cayó entre ellos y, a dentelladas, pasándolo de bancada en bancada, lo destrozaron.

En Corfú se dispersó la flota. Todos tenían la sensación de que ya no se volvería a juntar. Llegó a Messína sin fanfarrias ni arcos de triunfo. Pasó silencioso ante su propia estatua y releyó con despecho la inscripción en lápida romana: "loannes Austrius, Caroli V Imp.Filius. Philippi Regius Frater.Totius Clasis Imperator “. En la soledad de la alcoba le dijo a Soto, como si se arrancara un pedazo de piel: "Un castillo de arena en la playa es lo que ha quedado de la victoria de Lepanto. Nada.

Ni tierra, ni reinos. Las intrigas y las rivalidades pidieron más. Debe haber muchos que están contentos de que haya sido así. Ya no le estorbo a nadie. Se acabó Lepanto.

Se acabó Don Juan de Austria".

»Vamos a perecer.» La galera daba saltos y vuelcos sobre el oleaje desatado. Era lo que Don Juan se decía sin atreverse a repetírselo al duque de Sesa que, a su lado, agarrado con fuerza a maderos y cables, seguía la desesperada maniobra de la tripulación. Las olas saltaban sobre la borda y llenaban el buco. Los galeotes remaban con el agua al pecho. "Seria triste terminar así.» Llevaban días de rodar en el mar desatado.

Cerca se veían las costas de Italia y no lejos debía estar Nápoles. Soldados y remeros imploraban sus Santos, promesas de peregrinaciones y penitencias.»No es a Nápoles, sino al infierno que vamos.» Restallaba el látigo sobre los lomos de los galeotes.

Después de varios días de acercarse y alejarse de la costa amainó la tormenta y resolvieron pasar en un bote a la costa más cercana.

Al pisar tierra cayeron de rodillas.»Ha sido un milagro.» En la primera población hallada les prestaron ayuda y en dos jornadas estuvieron en Nápoles. Nunca antes le había parecido tan bella.»Hemos vuelto a la vida en el mejor lugar del mundo.» Era un bello día despejado. Prevenidos, el virrey y los altos dignatarios los estaban aguardando. Granvela, solemne y mayestático, los recibió con altiva efusión.

Comenzó de inmediato un torbellino de fiestas y juegos. Misas, banquetes, torneos, encuentros de cañas y de pelota. Nunca había visto tantas mujeres bellas.»Vuestra Reverencia tiene el don de atraerlas.» Granvela le replicó: "Ya soy un viejo. Hay alguien más atractivo y glorioso que yo aquí».

Entre el torneo de la mañana, el banquete de la tarde y el baile de la noche se hablaba a trechos de las cosas serias. Los representantes de la Liga se iban a reunir de nuevo en Roma, volvían a plantearse las viejas cuestiones, dinero, recursos, fechas y el destino de la expedición. Con Soto hablaba de que ésa sería la oportunidad definitiva para decidir la expedición a Túnez. La toma de Túnez era volver a la gloria de Carlos y, y también era la ocasión de fundar el reino. Alegremente Soto lo apoyaba: "Sería la resurrección del África romana, del África cristiana. De Cartago mismo. La gloria de Escipión».

Había música en el aire, cantos y bailes en las calles, teatro, procesiones y arlequinadas. Se pasaba de los milagros a las burlas, todo era pretexto para la alegría en palacios y en plazas. Nunca había visto tantas mujeres vistosas y risueñas. Se hablaba de aventuras secretas, de bufonadas de alcoba, de maridos engañados, de las más complicadas intrigas del deseo. "Hay más fuego en estas gentes que en el Vesubio", le había dicho un viejo libertino de muchos cuentos. Cada mujer hermosa tenía un marido, generalmente viejo, y uno o más amantes poco secretos. Eran interminables los líos amorosos que se contaban del Cardenal Granvela.

La primera mujer que tuvo fue fácil. Curiosa. mansa. dispuesta. "Así son todas."

Las fiestas desbordaban de bellas mujeres, casi niñas, jóvenes, maduras, rubias, de pelo negro, blancas resplandecientes, mates, con aquel tono de promesa de su cálida palabra.

En las vastas salas, entre las columnatas de mármol, se disponía la larga mesa del banquete. Era una marejada de voces, risas y colores. Sedas espejeantes. tocas de pluma.

rojas dalmáticas, jubones verdes y azules, chorreras de brocado filigranado de oro.

altaneros perfiles, barbas blancas, hábitos de púrpura y toda la parlería de mujeres gesticulantes entre los hombres absortos, iluminados los rostros, los ojos diciendo cosas secretas y los senos plenos desbordando de los escotes. Olía a incienso y ámbar. Los criados desfilaban llevando en alto bandejas de faisanes emplumados, ristras de capones, costillares de jabalí, perdices estofadas, corderos enteros, que colocaban entre las desbordadas cestas de frutas y las labradas tortas piramidales. Hasta aquellas extravagancias sorprendentes, como el gran pastel que traían en andas y que, una vez puesto sobre la mesa, al abrirlo con el cuchillo el maestresala, brotó una banda de palomas que revoleteó sobre la cabeza de los invitados, o aquel timbal de plata rodeado de hielo de las montañas que contenía una crema helada que se deshacía en la boca, con el doble placer del sabor y la frescura, de la que había oído hablar con nostalgia, en Madrid, a la reina Isabel de Valois.

Resplandecían los platos de oro. De altas jarras de cristal caía el vino sobre las copas labradas. En el centro los músicos tocaban pavanas, gallardas y chaconas. 'lodo se mezclaba y fundía, voces, cantos, música, colores, formas. movimientos. La mujer que estaba al lado estaba sola con el hombre que la asediaba. Entraban payasos, volatineros, prestidigitadores, domadores de perros y bailarinas de pandereta y cascabeles.

"Este es un torrente que arrastra", decía Juan de Soto. "Yo sé que hago mal, Juan, pero todo esto es tan grato, tan diferente de todo lo que ha sido mi vida. que me dejo arrastrar. Ya habrá tiempo para lo otro.» Un día encontró a otra mujer sobrecogedoramente bella, "la piu bella donna di Napoli». Diana Falangola era bella y lo ostentaba. Don Juan la persiguió ávidamente.

Era rica y su padre era hombre importante en la ciudad. No fue fácil. "Lo que Vuestra Alteza me puede ofrecer o es demasiado, o es demasiado poco." Para ella organizó fiestas, torneos, corrió cañas e hizo prodigios en la pelota. Ella lo seguía con deslumbramiento.

Llegó a organizar una corrida de toros para lucir las habilidades que había aprendido en las ferias populares de la Tierra de Campos. Con otros caballeros corrió a un toro grande y peligroso, lo hirió con el rejón y luego echó pie a tierra, espada en mano, esquivando las embestidas con una capa, lo acuchilló y le cortó la cerviz. Esa misma noche, gracias a la complicidad de un criado de la casa, vestido de mujer, llegó hasta la alcoba de Diana. La joven, asustada, trató de resistir. La fue calmando, cada vez más cerca y más acariciante. En lo que terminó por ser un silencio torpe se besaron, rodaron en la cama y terminaron fundidos en el estremecimiento del paroxismo.

El frenesí de gozos iba acompañado de remordimiento. ¿Qué estaba haciendo? Llamaba con frecuencia a Fray Miguel Servia para que lo confesara. El fraile sentía la sinceridad del arrepentimiento:»No quiero, pero no puedo impedirlo. Es más fuerte que yo». "La más difícil lucha que todo hombre tiene es la de vencerse a si mismo.» A veces se retiraba por días en un convento. Oía consejos píos. El fraile le hacía largas prédicas conmovedoras. Le explicaba quién era y qué debía a su propia persona y rango.

Era un héroe. Debía ser un ejemplo. "Las faltas en los grandes son más de lamentar, porque para todos deben ser un ejemplo.» Hablaba de Alejandro y sus pecados, de Marco Aurelio y su rectitud, y se alargaba en consideraciones morales. «Hay que respetar a las mujeres. Nuestro Señor las redimió también y la Virgen María les dio una dignidad celestial.» Le hablaba de la maternidad. «Toda mujer es nuestra madre.» Ese día cortó bruscamente la plática. Tenía dos madres, la que había conocido, la tierna y sufridora Magdalena de Ulloa, y aquella otra que nunca había visto, Bárbara Blomberg. Apenas podía imaginarla vagamente. La imagen que tenía de ella estaba en abierto contraste con la de Doña Magdalena. Vivía en Flandes y no santamente.

La evocación ingrata reaparecía con frecuencia y trataba de desecharla.

El joven conde Aurelio, capa de grana, jubón verde, toca de pluma, botas altas, espada al cinto, recorría la escena recitando su arrogante baladronada. Mujeres de todas clases desfilaban en su atropellada enumeración hasta hacer reír a las gentes. Princesas, condesas, burguesas, criadas, campesinas, habían sido suyas e iban a ser suyas.

Fray Miguel Servia había llevado a Don Juan a la presentación de aquel Auto en el atrio de una iglesia de barrio. «Amore», «piaccere», «donne», «ragazze», «cuore», iban y volvían en las rimas. A todas las había engañado y las podía engañar. Ahora se dirigía a Leonora, novicia de convento, que asomaba tímida y vacilante. Permanecía callada ante el torrente de apasionadas promesas. Junto a la silla con dosel que habían puesto para el príncipe, el padre Servia atisbaba sus reacciones. Don Juan se daba cuenta.

Cuando Aurelio se lleva a la aturdida Leonora, salta a la escena, espada en mano, un hermano de ésta. Se cruzan las espadas y las voces. "Sacrílego», "enviado de Satanás», «mi noble y santa hermana», borboteaba la voz del vengador Aurelio, entre golpes de espada, hacía mofa. «Para ella ha llegado el amor»; «le voy a enseñar la vida», «capón de sacristía». «¿Quién soy? Un hombre y una mujer.» Los espectadores acompañaban la violenta escena con sus rechiflas e improperios. Hasta que caía herido de muerte el hermano de Leonora y antes de expirar anunciaba al raptor la venganza divina.

La escena culminante era la del castigo de Dios. El conde Aurelio llega en la noche al panteón de los padres de Leonora. Reconoce las estatuas fúnebres y las increpa con desprecio. Se oyó un eco de asombro cuando la estatua del padre se mueve, habla invocando la venganza del cielo, desciende lentamente del zócalo y con sus brazos de piedra aprieta hasta asfixiar al disoluto. Se oyen ecos de trueno.