Al regreso a la Real pudo ver en toda su extensión la larga fila de proas que avanzaban hacia las naves turcas y el espacio tupido de arboladuras. Era como la confluencia de muchos torrentes humanos, que había llegado allí, a aquel brazo de mar, a confundirse y mezclarse en un mismo momento y en un mismo impulso. Millares y millares de hombres, millares y millares de hilos de vida, habían llegado de cien partes a anudarse allí, precisamente allí, en aquella hora y lugar, para desatarse en el combate, en el riesgo de cada uno, como si entraran a otra vida.

Reanudado el avance, fue viendo más claro el conjunto de la flota enemiga. Iban reconociendo por los informes recibidos los cuerpos que la formaban. En el centro, inconfundiblemente, aparecía la Sultana. la gran nave altanera, henchido el pecho de sus velas, desbordante de formas humanas, arropada de un inmenso estandarte verde que estallaba en lo gris del cielo. Dentro de dos horas, dentro de una hora, estarían a distancia de tiro de cañón. Allí estaba el almirante turco, Ah Bajá. Joven, espléndido en su coraza, bajo su grueso turbante como un hongo monstruoso. Los barcos que formaban el ala derecha eran los de El Uchali, galeras de corsario sucias de mar y rotas de combates, donde el tiñoso renegado debía ir con su ojo sagaz escrutando el frente de las galeras de Doria con las que iba a topar.

En ese momento se aflojaron las velas turcas abandonadas del viento y comenzaron a henchirse las cristianas. Un grito de alegría recorrió la flota. Era presagio de victoria. En la Real se había alzado la señal de combate y se esperaba por momentos el primer disparo de cañón que anunciaría el comienzo. Había silencio en la flota cristiana, mientras del ancho frente de la turca llegaba el sordo y poderoso eco de gritos, tambores y chirimías. La alegría del miedo.

Solemne, lento, sonó el primer disparo desde la capitana turca. Se oyó otro cañonazo y simultáneamente se vio desgajarse y caer al mar uno de los tres fanales de la Sultana. La flota cristiana estalló en un clamor de júbilo.

A medida que se acercaban los frentes, el campo de visión se iba estrechando. De lado y lado, desde cada nave, se iba viendo sólo aquella parte del otro frente que se le acercaba. Don Juan miraba la Sultana avanzar hacia la Real, como si estuvieran solas y se buscaran. Lo mismo ocurría en cada barco. Era una visión de barco a barco, que más tarde sería una de hombre a hombre. Se abarcaba diez galeras enemigas, luego seis, para terminar por no ver sino aquella sola, que avanzaba apuntando su espolón.

Al acercarse la flota turca, las seis galeazas venecianas comenzaron a disparar todos sus cañones desde las bordas como un castillo flotante. Se habían hundido algunas galeras turcas y se abrió un ancho espacio de temor en torno a las galeazas. La Sultana esquivó la que se encontraba más cerca y se colocó en línea hacia la Real. Por toda la aglomeración surgían disparos de cañón y tiros de arcabuz, el humo subía de los incendios que provocaban los dardos encendidos y las velas se erizaban de flechas.

Cada espolón, erguido y cabeceante, buscaba los bajos blandos de la otra galera.

Era como una manada de bestias marinas en celo. Llegaba el momento de toparse galera con galera. El firme espolón buscaba el costado para penetrar la galera enemiga.

El recortado espolón de la Real resbaló sobre el alto flanco y el espolón del barco enemigo, mientras penetraba el espolón de la galera del Bajá, con empuje brutal, en el vientre de la Real. Quedaron trabadas en un solo movimiento, cayeron los garfios de abordaje. Ahora estaban atadas, metida la una en la otra, tocándose con los brazos rotos de los remos. Era más alta la borda de la galera turca. Había que treparía y abordarla. Apretados sobre la arrumbada y el tamborete de proa, sobre la crujía y los corredores, enredados en sus armas, los soldados se lanzaban al abordaje. Con ímpetu saltaron los primeros sobre la Sultana y comenzó el combate cuerpo a cuerpo.

Cada galera buscaba su contraria, la tanteaba con los remos, se enderezaba para acometerla con el espolón hasta penetrarla o ser penetrada para quedar apareadas en aquella lucha que iba cubriendo de entarimados flotantes lo que era mar, hasta que el mar se redujo a pequeños trechos de agua de nave a nave, donde, entre trapos y maderos, se agarraban a los remos rotos los hombres caídos, antes de desaparecer bajo el agua.

A lo largo de la línea de batalla se iban apareando las galeras en aquel abrazo de muerte. La navegación había terminado y ahora no quedaba sino la lucha de hombre a hombre, soldados de los tercios, marineros, galeotes armados, capitanes, de galera a galera pasaban y retrocedían, en aquel inmenso tablado roto y oscilante lleno de gritos, estampidos y crepitar de incendios. De galera a galera se peleaban, de galera a galera pasaban los refuerzos de hombres y armas, hasta que la lucha se redujo a doscientos encuentros de barco a barco, como si cada quien estuviera solo en su parte de infierno.

Disparos de cañón y de arcabuces se cruzaban entre las dos galeras, abriendo huecos en la obra muerta y matando remeros y soldados. La humareda hacia borrosa la proximidad. Se estremeció en toda su extensión la Real ante el terrible choque del espolón de la Sultana, saltando maderos y aplastando remeros. «Nos han bujarroneado.» Estaba encima la gran galera turca, echada sobre la Real de todo su peso y altura.

«A ellos.» Trepando desde la proa soldados españoles llegaron a la cubierta de la nave turca. Los unos se empujaban a los otros para llegar arriba. Los que no caían al agua, entraban en la cubierta enemiga en una lucha de hombre a hombre. Los cuerpos muertos y la sangre sobre las tablas estorbaban la lucha. De las galeras cercanas pasó gente a la Real. Formaban un amasijo de galeras trabadas en torno a las dos capitanas.

El conjunto de naves formaba un tablado desigual y roto, de borda a borda y de cubierta a cubierta, por donde se movía, avanzando y retrocediendo, la revuelta masa de los combatientes. Los heridos y los muertos caían entre los pies de los combatientes o rodaban a los retazos de mar entre las palamentas rotas. Ya no era hora de dar órdenes. Don Juan se lanzó desde la carroza de popa con la espada en la mano. Cerrado entre sus hombres, arrastrando y arrastrado, llegó hasta la arrumbada y subió la borda de la Sultana. Los cristianos habían ocupado hasta más allá del palo mayor. Lo que se miraba enfrente era la marejada de los guerreros turcos. Turbantes, escudos, arcos, los largos sables curvos de los jenízaros y aquel griterío en algarabía revuelta. Algunos de sus capitanes lo contuvieron. En lo alto de la popa estaban los jefes turcos. Bajo su gran turbante, vestido de sedas deslumbrantes, estaba Ah Bajá, el almirante. El avance se había detenido. En la línea de lucha se pisaba sobre heridos y muertos. Las tablas estaban resbaladizas de sangre. Los capitanes exhortaban a Don Juan a retirarse ala Real. No quería oír. «Para esto he venido. Para esto estoy aquí.» El avance se había detenido y los cristianos comenzaban a retroceder bajo el creciente número de los turcos. El humo de los incendios impedía distinguir con claridad. Arreciaban los disparos y la lluvia de flechas. De lado y lado los cañones abrían huecos en la madera y en la fila de hombres. Empezaron a saltar soldados turcos sobre la proa de la Real. No quedó nadie sin acudir a la pelea. Los galeotes habían abandonado sus remos inertes Y rotos para atacar al enemigo. Pasaban el trinquete y se acercaban a la mayor, casi Sin poder retroceder contenidos por la masa de hombres que llegaba de refuerzo. Comenzaron de nuevo los cristianos a avanzar, regañaron el trinquete, subieron a la arrumbada, saltaron del tamborete a la cubierta de la turca. Era como una oleada de tormenta que desbordaba sobre las planchas empujando los enemigos hacia atrás. Cada hombre tenía ante sí aquel solo enemigo que lo amenazaba. La visión de Don Juan se concentraba en aquel torrente de hombres que trepaba o retrocedía en la Sultana. Lo demás era el resonar de cañones cercanos o lejanos,»staccato» de fusilería y humo de incendio que venía de los barcos trabados, revueltos, inmóviles, cada uno en cada otro. Era aquella sola su batalla, aquel pasadizo de la crujía, que subía y llegaba a la cubierta de la Sultana.

Nadie sabia de los otros, cada quien en su parte en el vasto y oculto espacio de la pelea. La lucha era la suya sola, allí, y cada hombre tenía que ganarla o perderla.

Un pedazo de combate que era todo el combate para cada capitán y para cada soldado.

Volvían los cristianos a ser rechazados de la Sultana. Nadie sabía el tiempo. El sol entre nubes estaba alto. «Son duros estos perros.» Al tercer asalto, los cristianos lograron llegar más allá del medio de la galera turca. La confusión de la mezcolanza no dejaba mirar más allá de la primera fila de guerreros. En el retroceso caían al agua los soldados del Sultán, empujados por la acometida cristiana. Se vio a Ah Bajá surgir cerca entre los combatientes. Su turbante blanco flotaba sobre las cabezas de todos.

Desapareció el turbante, se detuvo el empuje turco, se hizo un vacío y se vio el cuerpo del almirante caído en las planchas. Se acalló el griterío. Un soldado cristiano avanzó hasta el caído, con la daga separó la cabeza del tronco y la clavó en una pica. Al levantar cabeza, trapo, sangre y muerte, un grito recorrió la soldadesca. Don Juan miró fijamente aquella cabeza inerte ensangrentada que parecía tan pequeña. La trajeron a la Real y la izaron de una xerga al tope del trinquete. Un clamor de feroz alegría corrió (le galera en galera.

Anunciaba la victoria pero el combate seguía. Era ahora cuando podía el Generalísimo apreciar la situación de la batalla. Lo que se veía y lo que no se podía ver. Lo que pasaba, de orilla a orilla en toda la extensión del golfo. Lo que veía eran fragatas trabadas en lucha, naves incendiadas, medio hundidas, encalladas en las lejanas riberas de las que escapaban, saltando al bajo fondo, los fugitivos.

Lo que fue sabiendo Don Juan era todavía confuso. Se seguía combatiendo en las formaciones de Barbarigo a la izquierda y de Doria a la derecha. ¡labia que auxiliarlos.

El Uchali, con su astucia, había maniobrado ante las galeras de Doria, había logrado que se apartaran del centro y había hallado un paso para flanquearías y atacar por la espalda. Se enviaron naves de la retaguardia y del centro a auxiliar las fuerzas de Doria y Barbarigo. Los venecianos habían combatido con desesperada furia. Barbarigo había caído gravemente herido y su segundo, Contarini, había muerto.

Fue entonces cuando en la Real se dieron cuenta de la ho¡a y del estado del combate. Enípezaba la tarde y el cañoneo había amainado. El Uchali, con un puñado de galeras, había logrado escapar mar afuera.