Lo que han venido a buscar es un refugio seguro para el invierno." "No será fácil obligarlos a salir." "Saldrán, tendrán que salir." "No es eso lo que me preocupa", decía Don Juan. Lo que le preocupaba era el desorden y la indisciplina de la flota. En las naves de Veniero los españoles y los venecianos promovían continuos pleitos entre si.

"Tienen que entender que ahora todos somos uno. La gente de Cristo contra el infiel y más nada." Pero no era eso lo que ocurría. Había desánimo, malas voluntades, celos, desacomodos, rencillas. Alguna exclamación en dialecto veneciano podía ser tomada como un insulto. "¿Qué se ha atrevido a decirme este perro?"

Cuatro días después llegaron a la isla de Goníenitsa. Más tarde, el 30 de octubre, día de marejada y tiempo grueso. se oyeron disparos en una galera veneciana. De borda en borda fue cundiendo la noticia. Soldados españoles y venecianos se habían trabado en lucha abierta. Don Juan subió a lo más alto de la popa de la Real para tratar de ver. Cuando las noticias le llegaron no tuvo casi tiempo de oírlas y dar las órdenes necesarias. Como títeres yertos se veían colgar de una entena del barco veneciano los cuerpos de tres soldados.

"¿Quién se ha atrevido a ordenar esto? ¿Quién es el jefe aquí?", vociferaba Don Juan. "Soy yo y sólo yo quien puede hacer justicia." Se inició un movimiento de agrupación de galeras españolas frente a las venecianas. Habían subido a la Real algunos jefes españoles e italianos. Requesens trataba de calmar a Don Juan. "Seria una monstruosidad imperdonable que todo este esfuerzo viniera a terminar aquí en un combate entre las mismas galeras de la Liga.~ "Voy a colgar a ese viejo insolente que se ha atrevido a desconocer mi autoridad."

Los arrastrados resentimientos y fricciones cobraron nueva fuerza. Se dijeron horrores de Veniero, de su soberbia, de sus argucias de abogado, de su desprecio por los españoles. Juan de Soto le dijo algo que lo puso a meditar y cambió el tono: "No se puede permitir que Veniero llegue a acabar con esta gran empresa de Dios". Barbarigo vino a dar explicaciones y afirmó que cualquiera que fuera la falta de Veniero los soldados de la Serenísima obedecerían hasta el fin a Don Juan.

Tardó en volver en si. "Esta ha sido una falta muy grave a mi autoridad, que sólo puedo dejar sin el castigo merecido por todo lo que está en juego en esta hora. Barbango asume desde ahora la jefatura de las fuerzas de Venecia y su representación en el Consejo. Veniero cesa en el mando y le prohíbo presentarse ante mí. No se hable más de esto."

Se siguió hablando. No era posible borrar con una orden todo lo que había aflorado en el grave incidente. No había unidad de mando ni de voluntad entre aquellos hombres reunidos casi por un azar. Las viejas lealtades y los odios heredados reaparecían.

Dos días después, ya en Cefalonia, una embarcación que llegaba de Chipre trajo espantosas noticias que cambiaron el ánimo de todos y particularmente el de los venecianos.

Los turcos habían tomado a Famagusta. El heroico comandante veneciano, Bragadino, había convenido, falto de auxilios, en rendirse al jefe de los turcos. El mismo día en que se hacia la ceremonia de la entrega, el jefe turco, faltando a todo lo convenido, ordenó prender al comandante cristiano y a sus hombres. A los más de ellos los mataron y al anciano Bragadino lo desollaron vivo. Murió mientras los matarifes le acababan de quitar el pellejo. Luego lo rellenaron de paja y lo izaron como un trofeo de triunfo sobre la fortaleza.

La indignación y el deseo de venganza borraron las rencillas y diferencias de los días anteriores. Lo que había ahora era un deseo insaciable de venganza. Se oían frases de amenaza y de impaciencia. "Deben pagar todos este crimen cobarde."

Después de un último consejo de guerra en el que todavía se alzaron algunas objeciones y propuestas de dejar para mejor ocasión la batalla definitiva, con cielo oscuro, viento frío y mucha niebla en la mañana, salió la armada completa hacia la entrada del Golfo de Corinto. Bajaron hasta la boca y luego torcieron hacia el Este.

Hora por hora se prolongaba la larga víspera, los ojos escrutaban el horizonte nebli-, noso. Don Juan había prohibido, bajo pena de muerte, que se hicieran disparos. Parecía una inmensa manada, cada vez más apretada y silenciosa, que avanzaba husmeando la muerte. No se oía sino los sermones de los frailes, las confesiones, los credos ahoga-~ dos. Algún hombre se persignaba y movía los labios en una súplica muda.

Habían tomado la formación de combate. Adelante, la vanguardia llevando las seis grandes galeazas venecianas rebosadas de cañones por toda la borda; en el centro, bajo un vuelo de banderas azules, el cuerpo de batalla con la Real en medio de la fila. A la izquierda los venecianos y a la derecha los pontificios. Detrás las galeras de Bazán.

Estaban muy cerca unas de otras, se podía hablar a gritos de borda a borda. Se habían dado instrucciones severas para no dejar entre las formaciones brecha por donde pudieran penetrar embarcaciones enemigas. «Formamos una cruz sobre el mar", recordó el capellán de la Real.

Se hizo lento el tiempo en el día gris. La forma de una nube, la dirección del viento, el vuelo de una bandada de aves marinas, la frase suelta que dijo un compañero, parecían presagios.

Tenían viento contrario y las velas colgaban de las entenas. Era el atardecer del 6 de octubre, víspera del día de San Marcos. Se acogieron a la costa por la noche.

Don Juan quedó solo en su cámara, ansioso, contraído, dando pasos sin tregua.

Allí lo encontró Juan de Soto. «Es cuestión de horas, señor.» No era un diálogo, sino dos monólogos inconexos. «Cada hora que pasa me parece más larga.» «Nunca ha habido, señor, una ocasión igual. Tal vez en Accio y quizá no. Mañana estaremos derrotados y muertos o habremos acabado con el poderío del Turco." Se interrumpió en su nervioso imaginar. «Libres Chipre, Malta y Creta. Toda la ribera oriental del Egeo.

Libia, Palestina, Jerusalén." «Deliras, amigo», le dijo Don Juan. «No deliro. Destruida la flota turca, todo queda abierto para la Liga Santa y para España. Llegaremos a los Dardanelos y al Cuerno de Oro. A Constantinopla para borrar la afrenta de la conquista otomana. Va a resurgir el Imperio de Oriente.» «¿Cuántos reinos van a renacer de esta victoria? En Atenas, en Grecia, en Tierra Santa. Habrá de nuevo un rey de Jerusalén. Un nuevo Godofredo. Habrá otra vez en Constantinopla, en Santa Sofía, un Basileus, Emperador de Oriente.» «No es hora de soñar, sino de hacer, Juan de Soto.» En el oscuro amanecer del 7, la flota viró frente a las islas Curiolarias, cerca estaba el promontorio que marcaba la entrada del Golfo de Lepanto. Cada embarcación había ocupado su puesto en la formación. Asomó lentamente el sol entre la niebla, una fragata de espionaje avistó galeras turcas. Llegaba la hora.

Se había ordenado no disparar para no alertar al enemigo, avanzar compactos y listos para entrar en combate. Se le quitaron las cadenas a los galeotes, se les dieron armas y se les prometió la libertad si luchaban con valor. Colonna aconsejó rebajar los espolones para facilitar el tiro horizontal de los cañones.

A medida que giraban sobre el promontorio se fue descubriendo en el fondo de la ensenada la flota turca. Un inmenso arco de velas infladas por el viento, de orilla a orilla parecía extenderse la blanca fila como la hoja de una guadaña que avanzaba a ras del mar. Debían estar a no más de dos millas de distancia y avanzaban con el viento en aquella inmensa media luna de su formación.

Don Juan salió de la cámara para recorrer la crujía. Todo el espacio estaba cubierto de gente. Se apretujaban los soldados hombro con hombro y se tocaban las armas en el estrecho espacio. En el barco iba y venía la oleada del empuje remero de los galeotes.

Don Juan se iba deteniendo para hablarles. Había llegado la gran hora. Era Dios quien los había traído hasta allí para acabar con los infieles. Era una gran ocasión para todos.

Los que sucumbieran iban a ganar la gloria eterna y los que sobrevivieran recibirían espléndidas recompensas. Hablaban del rico botín que había en las galeras turcas, de las islas y tierras que iban a libertar y de la gratitud del rey y de toda la Cristiandad.

Cuántos hombres no quisieran estar en su lugar para ganar toda gloria en la tierra y en el cielo.

Mandó luego a detener el avance. [.os remeros aguantaron los remos mientras Don Juan, con dos acompañantes, subió a una embarcación ligera para pasar revista a la fila del centro y la derecha de la formación. En la proa, como un arcángel en su altar, levantaba la mano como si bendijera. A veces se detenía, subía a bordo, saludaba a los hombres agolpados para verlo. Todos iguales y distintos, más grandes o más pequeños, más mozos o más viejos, con nombres tan diferentes como sus destinos, españoles, venecianos, pontificios, de todos los confines, gentes de guerra. de aventura y de esperanza de la "Diana", la "Margarita", la «San Pedro". la "Perla", la «Granada», la»Santa Maria». la "Furia", la "Ventura», la»Esperanza» o la»Marquesa«.

Eran como un solo hombre repetido centenares de veces. La misma actitud de asombro, de ímpetu contenido, el arma en la mano, el casco metido hasta los ojos, entrecerrados por el brillo de las picas y las lanzas, apretados sobre las planchas de la arrumbada.

De proa en proa asomaba aquel mismo rostro ansioso que lo devoraba con los ojos y que apenas oía sus palabras. Sólo algunas voces les llegaban reverberando: "Dios", "la Gloria Eterna», «la Santísima Virgen de las Batallas", "dichosos los que estamos aquí", «dichosos los que podrán decir que estuvieron aquí», «Dios lo quiere". "Dios está con nosotros». Eran como un solo hombre innumerable al que se dirigía. Altos, chicos, vociferando en español, en dialecto veneciano o romano, en desgarradas voces alemanas, en inglés o en griego. Allí estaban los Pedros, los Gineses, los Luigi, los Demetrio, Juan, Giovanni, Hans, John, uno solo y todos, cada uno con su propio nombre, su propio miedo, su propia esperanza. Todos lo veían a él, pero tampoco veían al mismo hombre ni con los mismos ojos. El Generalísimo, el príncipe, el hijo del Emperador, el único y propio de cada uno de ellos, el que los había traído hasta allí y los llevaría a la victoria, tan distinto para cada uno. "Yo estoy aquí», era lo que hubiera podido decir cada uno de ellos. Desde los más torpes y simples hasta aquel soldado a quien Don Juan tampoco distinguió. pálido de fiebre, acezante como un galgo fino, ardiente y estremecido que ya sabía que era aquélla "la más alta ocasión que vieron los siglos presentes. ni esperan ver los venideros".