Declaraba la gran necesidad que tenía del juicio ajeno. Pedía que se le "fuera advirtiendo y reprendiendo lo que se juzgare que dejó de acertar, recordaba la anterior carta de consejos antes de salir para Cartagena. como para señalar la inútil reiteración desconsiderada que ahora le hacia y "que voy viendo siempre como cosa que tanto vale».

"Así es mejor y el efecto es el mismo, aseguraba Soto. Venía ahora lo del tratamiento.

Lo mejor era decirlo con la más sincera llaneza: «Muy grande merced me ha hecho V. M. en mandar a Antonio Pérez se me envíe traslado de lo que se escribe a los Ministros de Italia acerca del tratamiento que se me ha de hacer, y no sólo me será de mucho gusto conformarme con la voluntad de V. M., pero aún holgaría de poder adivinar sus pensamientos en todo lo demás para seguirlos como lo he de hacer». El reclamo iba envuelto en una súplica: «Me fuera de infinito favor y merced que V. M. se sirviera tratar conmigo ahí de su boca lo que en esta parte deseaba, por dos fines, el primero porque no es servicio de V. M. que ninguno de sus Ministros haya de conferir conmigo lo que sea su voluntad, pues ninguno de ellos está tan obligado a procurarla como yo; lo otro, porque hubiera hecho antes de partir de ahí algunas prevenciones encaminadas al mismo fin, que se consiguiera como V. M. lo quiere y con menos rumor y por lo que debo a haberme hecho Dios hermano de V. M., no puedo excusarme de decir ni dejar de sentir haber yo por mi valido tan poco que cuando todos creían merecía con V. M. más y esperaba verlo, veo por su mandato la prueba de lo contrario, igualándome entre muchos…; hago a Dios testigo de la pena que me da esta ocasión por solamente ver la poca satisfacción que de mi se muestra y así son muchas las veces que voy imaginando si seria más a gusto de V. M. que yo buscase otro modo de servirle, pues en el presente creo de mi soy tan desgraciado a conseguir lo que mis deseos en esta parte me obligan y piden.

La mañana de la salida llegó al fin. Gran misa solemne, el virrey y la nobleza, los altos dignatarios de Cataluña, los prelados, las bendiciones, la rada blanca de velas y la muchedumbre de galeras con los remos en alto y las chusmas de pie gritando: «Hu, hu, hu», hasta subir al fin a la Real, mirar desde la alta plataforma de la carroza el gentío que se apretaba dentro de la embarcación, los trescientos galeotes con sus chaquetas rojas, los soldados en los corredores, el capellán lanzando bendiciones, hasta los que llenaban la corulla y el tamborete, con banderas y gallardetes izados y el relincho de las chirimías. Era a él, de pie en la alta cubierta de la popa, a quien aquellos hombres veían.

Sonaron los pitos de los cómitres, se oyeron las voces de mando, se pusieron en posición los remeros y se sintió el empuje con el que comenzaba a avanzar la galera.

Se oía el eco de la saloma que cantaba al ritmo del remar, con una sola voz ronca, acompasada, casi suplicante.

«La de Granada fue la guerra negra; ésta va a ser la guerra de siete colores." Fue la expresión de su deslumbramiento desde que la Galera Real vio desplegarse, como una inmensa concha marina, Génova entre sus colinas.

La numerosa flota llenó la rada. En el desembarcadero estaban los altos funcionarios y las tropas de honor. Terciopelos, capas de colores, flámulas de banderolas de todas las formas y pintas, resonar de trompetas y tambores y la fila severa de los enlutados senadores. Fue largo el besamanos y el desfile hasta llegar al Palacio Doria. El risueño y desdeñoso Gian Andrea le hizo los honores de la casa. Enfiló las inmensas galerías, las titánicas escaleras, los salones llenos de cortinajes y tapices y aquellos cuadros nunca vistos, desbordantes de mujeres desnudas. Nada que recordara el Alcázar de Madrid, con sus tonos sombríos y sus pinturas de religión y martirio. Las estatuas de las Venus se inclinaban hacia él. Los gruesos marcos dorados encerraban en luz tibia las Dianas, las Gracias, las Afroditas de carne tibia y viviente, a veces tendidas sobre lechos de seda, oyendo la música de una viola de amor, con los ojos entreabiertos, los amplios senos al aire y las poderosas caderas y muslos indefensos. Dánae sobre el lecho, abierta y recogida en la espera de la prodigiosa posesión, mientras llueve sobre ella el dorado semen de Júpiter. Las miraba de pleno, de rezago, de paso.

Ya nunca pudo disociar aquellas imágenes de la apariencia de las damas que se le acercaban, mujeres de la nobleza, hijas de senadores, esposas de ricos comerciantes, doncellas de refinada gracia. Estaba adivinando debajo de los brocados, los encajes y las batistas, muslos, senos y caderas de las diosas de los cuadros.

«No me imaginaba que esto era así», le confió a Juan de Soto. Despertaba en él una avidez nueva por la vida, el mando y las mujeres. Las sentía aleladas en su presencia. Indefensas y dispuestas. Los primeros días fueron un torbellino. En mitad de las visitas al palacio se quedaba embelesado ante alguna, le hablaba pocas palabras. Era poco lo que podían hablar entre su castellano duro y resonante y aquella parleria cascabelante de las italianas.

Fue torpe con la primera, pero luego y pronto con las demás pasaba rápido del saludo al retener la mano, al mirar a fondo, al apartarla, al hablar más con las manos, los gestos y la expresión, hasta el paroxismo de la posesión.

Los genoveses no ocultaban su preocupación por aquella concentración de embarcaciones de guerra y de tropas sobre su ciudad. Algunas tuvieron que abstenerse de desembarcar o de entrar en la ciudad.

Resonaba continuamente el patio empedrado del Palacio Doria con los cascos de los caballos de los visitantes. Así llegó Pedro de Aldobrandini, enviado de la princesa Margarita de Parma, con los más afectuosos saludos para su medio hermano. Le ofrecía su casa y sus dominios y le pedía que no dejara de visitarla tan pronto pudiera. Nunca la había encontrado, pero se habían escrito muchas veces. Hija bastarda del Emperador, como él, pero nunca le había pesado la bastardía que tanto parecía pesar sobre él. Duquesa de Toscana y de Parma, Gobernadora de los Paises Bajos, nunca nadie le había disputado ni regateado títulos. Era con ella con quien más hubiera podido abrirse en su constante y callada querella.

Allí llegó también Alejandro Farnesio, hijo de Margarita de Parma. No se habían visto desde los días de Alcalá y de la gravedad de Don Carlos. Se abrazaron con efusión. Venia de los Países Bajos y entre risas y muecas recordaron viejas aventuras, amoríos de adolescentes y experiencias del mando y de la guerra. Venía a acompañarlo en la gran empresa. «Ha llegado tu hora, Juan. Tienes en las manos el destino del mundo. Todos miran hacia ti. Lo que no logró el Emperador lo vas a hacer tú ahora.

Vas a triunfar.» Al oírlo sentía temor. «Es demasiado lo que se espera de mí. Cuando lo pienso, me asusto.» «No puedes dudar, es Dios quien te ha escogido para esto. No estás solo, toda la gente reza y espera por ti, cuentas con el Papa, con el rey, con todos los cristianos. La sangre del Emperador está en ti. Nadie más podría hacerlo. No debes dudar.» El viejo conde de Priego había regresado de Roma de llevar los saludos al Papa y traía un insólito mensaje. Le decía que por hijo lo tenía, que se apresurase a luchar porque en nombre de Dios le aseguraba la victoria y que para su honra y acrecentamiento le prometía el primer reino que se conquistase al Turco.

Quedó como aturdido. «Vuelve a repetir el mismo anuncio de un reino que hizo cuando escribió a Barcelona», le comentó Juan de Soto. Ya no le cicatearían el título de Alteza, seria Su Majestad, el rey. ¿El rey de dónde? De Chipre, acaso, de Creta o de Grecia entera, como Alejandro. Era el propio Papa, el que ungía los reyes, quien lo designaba así. No era el Papa sólo quien podía hacerlo rey. Estaba también aquel hombre desconfiado del Escorial, estaban los intrigantes de la Corte, estaba… -vaciló antes de nombrarlo-Antonio Pérez, estaban los venecianos y estaban todos los que tenían ambiciones o pretensiones sobre las tierras a conquistar.

El tiempo se iba. Fueron breves y apretados los días de Génova. Para despedirlo, Gian Andrea Doria dio un baile de máscaras en su palacio. Nunca había visto nada semejante. Las salas se llenaron de invitados. Los altos dignatarios con sus condecoraciones, bandas de honor y algún discreto antifaz sobre los ojos, pero casi todos los demás, hombres y mujeres, llevaban los más lujosos e imaginativos trajes, abundaban los disfraces de turco con sus inmensos turbantes, los personajes de fábulas y de los romances, Tisbe, Lucrecia, Mesalina, Orlando, Medoro y Angélica, las ninfas y las diosas de la Antiguedad, Cleopatras y Didos de todas las edades, Jasones y Ulises, Tristán, Galaor, el rey Arturo, la reina Ginebra, Isolda, Amadís de Gaula, Mariana, la reina de las Amazonas, algunos falsos jorobados. algún diablo, alguna Juno, varias Aspasias y Dianas y una figura de la muerte, con la osamenta blanca pintada sobre el traje negro y una guadaña al hombro.

Don Juan estaba vestido como un pájaro de prodigio, capa dorada, jubón rojo, toca negra con diamantes y plumas blancas, calzas rosadas y un breve antifaz que se quitaba y ponía sobre la cara con rápidos gestos.

Ya tarde se le acercó Requesens: «Vuestra Excelencia debe recordar que vamos a salir mañana para Nápoles».

Después de nueve días de navegar hacia el Sur, a la vista de la costa italiana, la flota entró en la ensenada de Nápoles. Las luces de la ciudad se extendían hasta las faldas del Vesubio con el penacho de su fumarola encendida.

Fue larga y bulliciosa la ceremonia del desembarco al día siguiente. Don Juan vistió de escarlata. Lo esperaban todas las autoridades y una inmensa muchedumbre que rompió en gritos de entusiasmo. A la cabeza, imponente, ceremonioso, sólido y seguro en su capa roja, estaba el virrey, Cardenal Granvela. Saludó con pomposa dignidad, pero desde el primer momento Don Juan advirtió una reticente distancia. Conocía la leyenda de Granvela, astuto político, hombre de mundo y de poder, refinado amante de la vida y de las letras, de atuendo principesco y gustos suntuarios, buen catador de vinos, admirador de bellas mujeres y muy hábil en la intriga palaciega. Pasaba del italiano al español y, a veces, soltaba alguna palabra en su flamenco nativo.

Desde el primer momento le anunció que tenía del Papa la misión de entregarle en una gran ceremonia religiosa el estandarte de la Liga Santa y el bastón de Generalísimo de las fuerzas cristianas.

Mientras el séquito se dirigía a Castel Nuovo; residencia de reyes, la muchedumbre aclamaba a Don Juan. Bajo los balcones del palacio se congregó la multitud y Don Juan tuvo que asomarse varias veces a saludar. «Esta es gente alegre, fácil y no muy fiable», le había advertido Granvela.