«Es posible, pero lo cierto es que se las arregla para no quedar mal ni comprometerse ante Su Majestad." Le confió a Farnesio: «Ya he dejado de pensar en todo eso. Ahora no me queda sino ganar la guerra y terminar bien«.

La actividad de los rebeldes se multiplicaba. En rápida sucesión desconocieron el Edicto Perpetuo, depusieron a Don Juan como Gobernador, designaron al Taciturno como jefe de los ejércitos. Habían proclamado al joven archiduque Matías como Gobernador. Daban vueltas a los hilos de la intriga, visibles e invisibles.

Mientras, en el campamento se preparaban la tropas; había ocurrido la entrada triunfal en Bruselas del Archiduque y de Guillermo de Orange. Los estados, los magistrados y el pueblo se lanzaron a las calles a ovacionar al Taciturno y a su nuevo príncipe.

Don Juan recordaba la atmósfera de tensión y recelo del día que lo recibieron. «Nos odian.» Los días finales de enero fueron de continuo quehacer. Las tropas del Tacituno avanzaban hacia Namur. Con Farnesio y Gonzaga y con los jefes de los tercios entró en un febril anticipo de combate. Los rebeldes se habían detenido a una legua de distancia, en Gemblours, y estaban dispuestos en orden de batalla. Los informes los describían como un improvisado y desordenado amasijo de hombres armados de todas las- procedencias: valones, alemanes, gente del Norte, y hasta franceses, escoceses e ingleses.

Había que ir por ellos. Salieron en el alba. Don Juan y Farnesio en el centro, a un lado la caballería mandada por Gonzaga. Apenas entraron en contacto, se desprendió la caballería española en una atropellada violenta y penetró en las filas rebeldes revolviéndolas. Cuando la infantería entró en acción no encontró mucha resistencia. Se desprendían y deshacían las agrupaciones. Huían soldados rebeldes por todas partes.

Don Juan, bajo su estandarte, observaba con asombro la inesperada y rápida derrota. El desorden se había generalizado en las fuerzas rebeldes y a campo traviesa huían en deshechos grupos perseguidos por la caballería.

La derrota del enemigo era completa. El Taciturno se replegaba hacia Bruselas, seguido por la tropa en desorden. El campo estaba cubierto de muertos. Cuando pudo recorrerlo se dio cuenta de la magnitud de la victoria. «No fuimos nosotros, fue Dios», le dijo Alejandro Farnesio cuando se encontraron.

Al regresar a Namur escribió al rey dándole cuenta. No era para creerlo. Frente a los centenares de muertos de los rebeldes, los de sus tropas no llegaban a una decena.

Tenía que ser la obra de un favor sobrenatural.

La situación había cambiado. De nuevo todo era posible y comenzaba otro tiempo.

Lo que en aquellas primeras horas de embriagado estupor sintió fue como un renacer.

«Si tuviéramos la gente y el dinero necesario dominaríamos todo el país y hasta prenderíamos al Taciturno.» Había ocupado Lovaina y otras ciudades. Vaciló en atacar Bruselas. Esperaba el eco que vendría de la Corte. El rey le escribió una larga y elogiosa carta de aplauso.

Le ofrecía refuerzos y más dinero. Escobedo, por su parte, le hacia saber que aquel gran suceso había cambiado todo. Las reticencias, los mezquinos retardos, la lenta resistencia había cesado. Antonio Pérez lo elogiaba con citas de historiadores romanos.

En febrero y marzo todo pareció favorable. Pero había el riesgo de que pasara el tiempo y no se tomaran las acciones necesarias para completar el triunfo. Si se le daba tiempo, el Taciturno comenzaría a tender de nuevo 19s hilos de aralia de su intriga habitual.

Fue un día como los otros en aquella primavera de nuevas esperanzas. La rutina ordinaria de despachar con los secretarios, de salir de paseo, de atender las audiencias.

Fue Gonzaga quien se lo dijo. Lo presintió en el gesto y la voz que vacilaba para hablarle. Poco a poco, casi rechazando el significado de las palabras, lo alcanzó la plenitud del horror. Escobedo había sido asesinado en Madrid. Se le borró la noción del tiempo y del lugar, para no quedar en su conciencia sino aquel hecho brutal.

Fue armando los detalles. La noche del 31 de marzo, Lunes Santo, venia Escobedo, a caballo con algunos acompañantes, hacia su casa. En la vecindad del palacio, junto a un santuario, cerca de las casas de Antonio Pérez y la princesa de Éboli, de entre los transeúntes nocturnos, una brusca pandilla de matones lo había atacado. Una espada lo había atravesado de abajo arriba. Se dobló sobre el caballo y rodó a tierra. La alarma cundió. Sus hombres y algunos paseantes trataron de detener a los criminales.

Les vieron las caras, les arrebataron capas y pistolas, pero lograron huir y perderse en la noche. La gente corría gritando. Lo llevaron a una casa cercana. No tenía ya ni habla ni conocimiento, y poco después murió.

Se oscureció por dentro, súbitamente. Sentía que algo muy profundo había sido destruido dentro de él. Qué incontenible odio se había desatado. «Ha muerto por mi.

Lo han matado para matarme.» Se hacía repetir la escena en busca de posibles indicios. Veía la noche de Madrid y el vecindario con aquellas casas tan conocidas por él. El golpe tenía que haber partido de muy arriba. Elucubraba calladamente hasta que caía en suposiciones que le daban horror.

Sabia por las cartas y por las conversaciones de visitantes las dificultades y malos ratos que Escobedo había pasado en la Corte. Su desesperada insistencia, sus repetidos y hasta atrevidos reclamos ante Antonio Pérez y el rey. Era suelto de lengua y se cuidaba poco. Se había mostrado siempre como su amigo, su defensor y el partidario más resuelto de sus planes de Flandes e Inglaterra. Muchas cosas debían haber ocurrido que él no sabia. No acertaba a identificar todos los personajes del turbio drama. No debían ser muchos, no habían sido nunca muchos. Mientras más volvía sobre el crimen se le hacia más forzoso recaer en la figura de Antonio Pérez. No hubiera podido hacerse aquello sin que él participara en alguna forma. Le venían en tropel los recuerdos de frases, de actitudes, de inexplicables conductas del secretario.

Algo en el fondo de él rechazaba semejante posibilidad. Significaría que era y había sido siempre su peor enemigo, que por años y años lo había logrado engañar. Peor todavía era tener que asomarse a la aterradora cuestión de que Pérez se hubiera atrevido a tamaña ofensa sin contar, en alguna forma, con la tolerancia del rey. Era una sensación de vértigo en la que le faltaba el suelo y el aire y perdía la noción de su propio ser Con Escobedo en Madrid, se había quedado sin confidente, solo en sus dudas. Había hecho venir a Juan de Soto para acompañarlo y dialogar. Más que nunca sentía la necesidad de aquel seguro eco de su pensamiento. Hablaba con sus amigos para desesperarse aún más y para llegar siempre al borde infranqueable de preguntas finales que nadie se atrevía a responder. Todos se mostraban sorprendidos y asustados. Farnesio y Soto le aconsejaban serenidad. No había que enloquecer haciendo suposiciones.

Por muchas vías le llegaban versiones diferentes. Algunos decían que a Escobedo lo habían matado por sus amores con una dama conocida, esposa del castellano de Marlán. Habían encontrado en su casa cartas apasionadas y una llave para entrar en la noche a la casa de la amiga.

Otros implicaban al duque de Alba y a otros magnates. Era no conocer al duque.

Pero lo que más se repetía y sostenía era la responsabilidad de Antonio Pérez, el rumor popular lo señalaba. Estaba en Alcalá de Henares la noche del crimen, pasando unos días de descanso. Gente que lo vio en esa víspera señalaba su excesivo nerviosismo.

su visible angustia, su impaciencia para interrogar a los que llegaban de la Corte.

Tenía que escribir al rey. Lo hizo como si hablara consigo mismo.»Señor: con mayor lástima que la sabría encarecer he entendido la infeliz muerte del secretario Escobedo.

de la que no me puedo consolar, ni me consolaré nunca Le brotaba la resaca de su amargura. «Ha perdido V. M. en él un criado como yo me sé y yo el que V. M. sabe."

«En esto de sentir tanto como yo lo hago, siento sobre todo que al cabo de tantos años y servicios haya acabado de muerte tan indigna a él causada por servir a su rey con tanta verdad y amor, sin otro ningún respeto ni invención de las que usan ahora.›' Le llegaba a la boca el nombre que no debía escribir: "No quiero incurrir en este pecado en este caso que yo no señalo parte», para añadir con segura entonación de las palabras: «Mas tengo por sin duda lo que digo y como hombre a quien tanta ocasión se ha dado y que conoce la libertad con que Escobedo trataba el servicio de V. M., témome de dónde le puede haber venido". Insistió más: "Yo no lo sé de cierto, ni no sabiendo lo diré, sino que por amor a Nuestro Señor suplico a V. M. con cuánto encarecimiento puedo, que no permita que le sea hecha tal ofensa en su Corte, ni que la reciba yo tan grande como la que también se me hace a mí, sin que se hagan todas las posibles diligencias para saber de dónde viene y para castigarlo con el rigor que merece. Y aunque creo que y. M. lo habrá ya hecho muy cumplidamente y que habrá cumplido con el ser de príncipe tan cristiano y justiciero, quiero asimismo suplicarle que como caballero vuelva y consienta volver por la honra de quien tan de veras lo merecía como Escobedo y así pues le quede yo tan obligado que con justa razón pueda imaginarme haber sido causa de su muerte por las que V. M. mejor que otro sabe". Rey, príncipe cristiano, justiciero, caballero, criminal.

En la larga carta reiteraba la súplica como si hablara con quien no quería oír. Recomendaba a la mujer y a los hijos del muerto. Volvía a insistir: "Todo lo que le suplico y le suplicaré continuamente hasta alcanzar la justicia y la gracia que le estarán pidiendo siempre la sangre y los servicios del muerto".

Era la sombra de Antonio Pérez la que no se iba de su pensamiento. Metido en una nube de aromas y de intriga, frío tahúr del juego del poder y de la muerte. A su Jado, en su confidencia de crimen, el ojo solitario y fijo de la princesa de Eboli. Ya se le señalaba abiertamente, la familia de la víctima se atrevía a nombrarlo.

Un astrólogo de la Corte había hecho el horóscopo de la víctima. Le había revelado a la viuda que "el asesino era el mejor amigo de su marido".

Allí desembocaba su desesperación. ¿Se habría atrevido Antonio Pérez a tan inaudito crimen sin contar con alguna forma de aprobación del rey?

La peste se propagaba entre las tropas. Tumbados en sus mantas, hacinados en hospitales de fortuna, pestilentes de heces y vómitos, muertos y moribundos eran cargados en carretas rumbo a la fosa común. Con el copón de las hostias en las manos, los frailes iban repartiendo absoluciones. Las noticias de los rebeldes eran alarmantes. Se reagrupaban sus fuerzas, recibían ayuda abundante de ingleses, alemanes y franceses. Quince provincias estaban en rebeldía abierta.