No se cansaba de escribir al rey y, sobre todo, a Antonio Pérez. Fuera de Luxemburgo y de Namur ya no podía contar con las demás provincias. «El ejemplo de Holanda y de Zelanda es pésimo. Todas se irán con uno u otro pretexto.» Con las noticias de «complots» contra su vida venían las denuncias de deslealtad de muchos señores.

Tenía que cuidarse de las comidas, de los criados, de ponerse aquel par de guantes que le habían regalado y que podía estar envenenado, de la lealtad condicionada de aquellos nobles invocadores de fueros, de concesiones imperiales de costumbres de señorío.

Se le hacía más claro que sin el regreso de las tropas y mucho dinero la causa de España estaba perdida.

Había que enviar a Escobedo a la Corte para poner en claro aquel enredo. Lo que venía en las cartas de Pérez era confuso y negativo. «Aunque yo quisiera infinito enviar a Vuestra Alteza la resolución que desea acerca de su salida de ahí, a nuestro amigo el marqués de Los Vélez, ni a Quiroga, les ha parecido que de ninguna manera se puede tratar esto por ahora, sino es queriendo que se perdiese todo y lo que Vuestra Alteza ha ganado hasta ahora y que se pusiesen los Estados en manifiesto peligro…

«A Su Majestad le parece muy al contrario que si esos Estados se han de poner y reducir a su buen estado antiguo ha de ser por mano de Vuestra Alteza.» Añadía aquellas tan suyas, tan inquietantes: «Viendo que Su Majestad entiende esta materia con palabras tanta resolución… no me ha parecido apretarlo tanto que me tuviese por sospechoso, porque aunque me tenga por muy de Vuestra Alteza algunas veces crea y piense que todo lo que se dice es principalmente por su servicio, porque si no se hiciese esto iríamos perdidos, como le escribo a Escobedo y podría yo hacer poco servicio a Vuestra Alteza».

«No es fácil entender ese juego.» Escobedo protestaba la seguridad de la amistad del secretario.

También se refería al proyecto de regresar a Madrid. «Me arrojé este otro día al agua diciéndole mil bienes de Su Alteza, lo mucho que vale, el gran descanso que ha de tener con este hermano, que es hermano y hombre ya hecho y experimentado y probado y de cuyo trabajo y compañía puede comenzar luego a sacar más fruto y descanso que de otros.» Añadía que no había querido pasar de allí, «pues es materia para más de una vez y en que se debe ir lavando poco a poco y no a grandes golpes porque no quebremos». Oía perplejo: «A alguien está engañando el señor Antonio».

A Escobedo le escribía: «Placiera a Dios que algún día sea, pero no mostremos a este hombre jamás que lo deseamos porque nunca lo veremos y el camino para vencerlo ha de ser que entienda que todo sucede como él desea y no Su Alteza, sino que nos, los suyos, se lo aconsejamos como cosa de su servicio…, y que vea en todo lo que certificamos que no tiene voluntad sino la suya, y así, señor Escobedo, de venirse Vuestra Merced acá nos guarde Dios que seriamos perdidos y ya le he dicho a los pocos amigos que tenemos… el estado del hermano sin dar ocasión es peligroso y mucho y le hará notable su venida…».

Lo peor le parecía la terquedad del rey en no comprender la situación. El proyecto que lo llevó a Flandes ya no existía. Le había escrito a Pérez sobre «la quiebra de nuestro designio tras muy trabajado y bien guiado».

Estaba cercado de enemigos. Ya no le quedaría más que refugiarse en alguna plaza fuerte y esperar los socorros de España. Contra los consejos de Pérez, resolvió enviar a Escobedo a Madrid a plantear al rey la horrible situación. Hacer volver pronto las fuerzas españolas y lograr recursos para la guerra inevitable. Llevaba carta para el rey. «Fuego y sangre con ellos y déjeme Vuestra Majestad.» Despachó a Escobedo. «Ahora todo depende de vos.» Se fue a Malinas. Cercado de hecho, amenazado en todo momento, lo podían asesinar o raptar. Si el rey no respondía pronto y enviaba los auxilios tendría que hacer algo a la desesperada.

La noticia le corrió por el cuerpo como un gran trago de vino. Dejó el aire triste de aquellos días y se puso a sonreír.

La reina de Navarra, Margarita de Valois, venía en camino de Namur. Era la más agradable y regocijada nueva que había recibido en aquel tiempo duro. Se puso a hacer planes con sus servidores para recibirla con la mayor pompa. No iba a estar sino tres días en su camino hacia las aguas de Spa. Había debido hacer un desvío en la ruta directa para pasar por Namur. Sin duda lo quería encontrar. La había entrevisto en el tránsito fugaz de París y conocía su leyenda. La hermana de Isabel de Valois, aquella reina tan llena de gracia y tan transitoria, de la que había estado cerca con arrobamiento en los días de su adolescencia en la Corte. Mucho de aquel encanto ahora se acercaba a su dura vida de Flandes.

Pareció olvidarse de todo para entregarse a los preparativos de torneos, banquetes, paseos, festines, danzas y música. Recibía con impaciencia los partes de su aproximación. Traía un gran séquito de damas y caballeros. El único objeto de su viaje era conocerlo en persona para compararlo con la leyenda.

A retazos, la vida y la figura de la reina surgió de las conversaciones. A los diecisiete años la habían casado con su lejano primo Enrique de Bearn, príncipe de Navarra, había conocido en la niñez en la Corte de Francia. El partido católico miraba al príncipe como peligroso protestante. Cinco días antes de la San Bartolomé se había hecho saber con certera coquetería que no deseaba grandes fiestas porque celebró su boda en Paris. Fue una boda manchada de sangre. El príncipe estuvo ameno. Poco tiempo después la muerte de la reina de Navarra lo hizo rey. En el hervor de murmuraciones y odios de la Corte corrían historias de su aventuras galantes. No se hablaba menos de Margarita. Se le atribuían amores clandestinos. Por ella el señor de La Motte había sido asesinado. No por venganza de amor, sino agravio de orgullo.

Subió al trono Enrique III y Enrique de Navarra se mantenía en sus tierras en abierta simpatía con los hugonotes. La reina madre, Catalina de Médicis, tuvo que llevarla hasta la Corte de su marido para lograr una reconciliación poco duradera. No había tenido hijos Margarita, mientras Enrique de Navarra cambiaba de amantes y sumaba bastardos.

Estaba separada de hecho y venia de la Corte de su hermano, el rey de Francia.

Podía venir en alguna misión política para meter a los franceses en el conflicto de Flandes. Tenía sobre ella un aura de belleza y fatalidad.

Con una brillante comitiva de caballeros y damas salió Don Juan a encontrarla en el camino. Era una mañana de julio, luminosa y plena.

A poco de cabalgar toparon con el cortejo de la reina. Tres literas, tres carrozas, numerosos caballeros y un destacamento de tropa.

Echó pie a tierra ante la litera. Ella asomó la cara por la cortina abierta y le ofreció la mejilla. Se detuvo a contemplarla. Era bella. Alguien había dicho que era de «una belleza diabólica». Eran los rasgos de la reina Isabel de Valois. Reaparecía aquella imagen nunca olvidada de la primera vez que la vio cuando salió a recibirla en el camino de Guadalajara con Don Carlos. La misma piel transparente, los pómulos altos, la frente amplia, los ojos vivaces y grises, la boca carnosa, sonriente. Le tomó las manos y besó la mejilla fresca. Aspiró un perfume seco y penetrante. «No es posible verla sin amarla, señora.» Sonriente le había replicado: «Debéis saber que es peligroso».

Se incorporó de la litera y vinieron a rodearía sus damas y los caballeros del séquito. Mientras se hacían las presentaciones la pudo observar con gula. Era posesiva y burlona.

Había sido aquella hermana menor de la que tanto hablaba la reina Isabel. Era también aquella otra que, en los días de Alcalá, había figurado entre las posibles esposas para Don Carlos. Era, sobre todo, la princesa que la reina madre de Francia había propuesto a Felipe II para reemplazar a Isabel muerta. «El destino de las princesas lo hacen los otros.» Del destino hablaron en el trayecto hacia Namur. «He sabido mi destino y el de toda mi familia. El doctor Nostradamus lo predijo deL modo más perfecto.» Hablaron del temido profeta ya muerto. Contó muchas profecías cumplidas. «Se concentraba y por los astros podía profetizar el destino de cualquier persona.» Recitó el oscuro cuarteto que parecía anunciar la muerte de su padre, el rey Enrique II, en un torneo: «En jaula de oro le romperán los ojos«. La reina Catalina le pidió los horóscopos de sus siete hijos. «Dijo que todos serian reyes.» Ya no faltaba sino uno, «mi hermano el duque de Alezón«. Se inmutaron los españoles. Era precisamente el joven príncipe francés que el Taciturno tenía como un posible candidato al Gobierno de Flandes. Cambió de tema con gracia.

Parecían estar solos. «Por mi han pasado muchos destinos, ahora sé que el único que me queda no es bueno.«No hay que decir eso, Vuestra Alteza lo tiene todo.» Sonrió al halago.

Desfilaron por la ciudad en fiesta hasta el palacio. Los vecinos se asomaban como si despertaran de la pesadilla de la guerra.

De la recepción en el palacio pasaron al banquete. Había música de violas y canciones de amor triste. Se sentían solos y segregados de los demás. «Todo ha cambiado con vuestra presencia.«Se había borrado la angustia y el cerco de amenazas. Ella dijo: «Somos como dos niños escapados de la casa, escapados de un presente que no nos agrada«. Hacía comentarios burlones sobre las damas y señores que le presentaban.

Recordaba con desparpajo personajes y cuentos de la Corte de Francia. Engaños del amor, historias de alcoba, picardías.

En el banquete, sentados juntos en la cabecera, comenzaron a tutearse. A través de ella percibía otros rostros. Isabel de Valois, aquel sueño de mujer inaccesible de sus años mozos, Catalina de Médicis, en el centro de la red de su intriga, y algo de las mujeres que había amado. Era distinta a todas. Lo fascinaba y le llegaba hondo. Tuvo la sensación de estar atrapado. «Puedes ser un peligro para lo que estoy haciendo aquí.

Pueden aprovecharse mis enemigos, pero no logro verte de esa manera. Olvidemos todo eso. Quiero vivir plenamente esta hora que nos regala el destino.» Pasaban en su parlería las cosas divertidas de la Corte de Francia. Lances de amor y engaño, imitaba gestos, soltaba palabras crudas. No había oído hablar así a ninguna gran dama. Tal vez a la princesa de Éboli, pero era otra cosa. Lo hacia reír como cuando le contó una escena representada por los comediantes italianos en presencia de la reina Catalina. El joven que pasa la noche oculto en la alcoba de la bella dama y al día siguiente se lo cuenta a un amigo. «¿Ch'avete fatto?» «Niente», respondió ante el asombro del otro que lo increpa: «¿Niente? ¡Ah poltronazzo!, senza cuore, non avete fatto niente, che maldita sía la tua poltronería».