Antonio Pérez apuntaba al error de no haber obedecido la orden de demoler las fortificaciones. Tal vez, le daba horror pensarlo, habría quien viera aquello como una buena lección para el atolondrado. «Es así como me miran.» Los días de Nápoles terminaron. Las noticias que recibió en Messina confirmaron sus temores. Túnez estaba cercado por tierra y por mar. Era la última noticia, no de hoy ni de ayer, sino de hacía ocho o doce días, la que trajo una embarcación mercante, un pescador o un fugitivo. Lo que podría estar pasando hoy no lo sabia ni podía saberlo. DOCE Había que imaginarlo con horror o con esperanza. La fortaleza había resistido, habían logrado rechazar el ataque y esperaban solamente la llegada de las fuerzas auxiliares.

O no habría podido resistir. Lo que tenía que pasar ya estaba pasando o ya había pasado, y era tarde irremediablemente. «Vuestra Alteza ha hecho todo lo que se puede. Confiemos ahora en el Señor.» Hubo que retardar la salida. Tenaces tempestades de días enteros retenían las galeras en el puerto. «Es locura, señor, salir con este tiempo», decían los viejos marinos. Caía en súbitos abatimientos. «Todo está contra mí.» Salieron hacia Trapani. No pasaban de un centenar de galeras. Qué posibilidades podía tener aquella modesta fuerza frente a todo el poderío y la astucia marina de El Uchali y las fuerzas de tierra enemigas. La tempestad volvió más recia y por interminables días no se pudo salir.

Hasta que apareció aquella nave francesa, maltrecha, fugitiva, con cincuenta soldados de la guarnición de La Goleta a bordo.

Hacía días, el 23 de agosto, había sido tomada la fortaleza. Muchos jefes pasados a cuchillo. Cervellón y otros tomados como esclavos. La ciudad estaba en poder de Sinan, el jefe turco.

Juan Zanguero, el capitán de los soldados fugitivos, contaba espantosos detalles de la lucha. El exterminio, la matanza, el saqueo.

Don Juan oía en ahogado silencio, los puños y los dientes apretados. «Cuenta más horrores, Zanguero, más horrores, todos los que sepas.» Luego añadió unas palabras que nadie se atrevió a oír: «El rey estará contento».

Su situación había cambiado. Era lo que sentía en la forma en que lo trataban los grandes funcionarios y en los decidores silencios que se hacían ante él. «Fue una lástima. Vuestra Alteza hizo todo lo que se podía. Desgraciadamente…» Desgraciadamente, lo sabia, había fracasado. Las culpas recaían sobre él. Había desobedecido al rey al no desmantelar la fortaleza de La Goleta. Había salido tarde y mal y no había podido llegar a tiempo.

Un cierto tono de insoportable conmiseración había en las palabras de los cortesanos. Con Juan de Soto se descargaba. «¿Qué soy ahora? Nadie lo sabe y menos yo mismo. Los virreyes me hacen menos caso que nunca; no tengo ninguna autoridad sobre ellos. La Liga se acabó, la flota está dispersa y sin recursos. He quedado para recuerdos y pequeñeces. Para arreglar los pleitos de los genoveses.» Ya evitaba hablar del posible reino para él. «Me verán como un majadero que no sabe lo que es, ni menos lo que puede. Si me quedo aquí irá cayendo sobre miel olvido y la insignificancia; ahora más que nunca necesito que se me reconozca, que se me dé el rango que me pertenece y que me han negado siempre. Que se me dé una situación de verdadero poder y no este engaño que nunca se resuelve.» Decidió en un ímpetu presentarse en Madrid sin permiso y sin aviso. Era un desafío al rey. Soto trató de aconsejarle paciencia. No quiso oír. «Peor que todo seria continuar en la situación en que me hallo.» Con dos galeras salió para Barcelona. Era otra aventura, distinta y acaso más difícil que las que hasta entonces había corrido.

Desde que desembarcó empezó el juego de las ingratas sorpresas, los disimulos y los nuevos reconocimientos.

«¡Qué maravillosa sorpresa nos da Vuestra Alteza!» Sorpresa era, bastaba ver las expresiones desacomodadas. «Ya era tiempo de que volviera Vuestra Alteza.» Topó con caras nuevas y con viejas caras que tenían otra expresión. Envió adelante a Soto y sin más aguardar siguió a Madrid.

Antonio Pérez salió a recibirlo en las afueras. «Vuestra Alteza me va a honrar alojándose en mi Casilla.» Esplendoroso, sonriente, cubierto de sedas y de joyas, erguido, seguro, parecía otro distinto del que había conocido. Volvió a respirar aquella nube sofocante de perfume que lo rodeaba. «Mucho has cambiado, Antonio.» «También Vuestra Alteza.» ¿En qué sentido lo decía? Esa iba a ser desde entonces la nueva dificultad, conocer los nuevos sentidos que habían adquirido las viejas palabras. Fue frío el saludo de Pérez para Juan de Soto. Junto a Pérez estaba aquel hombre gris y pesado, de ojos duros y palabra sentenciosa y áspera. Era Juan de Escobedo, gente de Ruy Gómez, lo llamaban «el verdinegro».

Oyó a Pérez hablar con condescendiente tono de superioridad de lo que pensaba el rey. «No le ha gustado esta venida sin su permiso, pero ya se le ha pasado, como se le ha pasado el disgusto por lo de La Goleta.» No pudo callar. «Ya sé, toda la culpa es mía, cometí la gran falta de querer pensar con mi cabeza y tomar decisiones ante los propios hechos que estaban ante mis ojos. A propósito, Antonio, no sabes lo que han dicho en Nápoles.» Rió con falsa risa y añadió: «Granvela con la bragueta y Don Juan con la raqueta, perdieron La Goleta». Antonio Pérez se sonrió apenas.

Poco a poco fue dándose cuenta de lo que había cambiado en la Corte y de la nueva actitud para con él. Había un cierto tono de apiadada condescendencia cuando le hablaban de La Goleta. «La guerra es un azar.» El duque de Alba le dijo entre paternal y agresivo: «Habéis aprendido mucho. En la guerra no se deja de aprender nunca.

Sintió las grandes ausencias, los huecos y vacíos en el paisaje humano, la de la princesa Doña Juana, la de la reina Isabel de Valois, tan distinta de aquella alemana hacendosa y triste que era la reina Ana. Había la gran falta de Ruy Gómez. Muchos lo recordaban con nostalgia. Tan distinto de Antonio Pérez. Y había también, muy aparente para todos, la ausencia de la princesa de Éboli. «¿Qué es de mi tuerta?» Con lo que le contaron en sucesivas confidencias pudo reconstruir el cuadro.

A la muerte de Ruy Gómez, Doña Ana había caído en una inmensa depresión. Se fue de Madrid a sus tierras de Pastrana y decidió profesar como monja en el convento de Carmelitas Descalzas que allí había fundado. Escobedo le explicó un día: «Su vida sin Ruy Gómez no era posible para ella. Estaba hecha a un poder inmenso por medio de aquel hombre. Al través de él mandaba y gobernaba. Eso no lo ha podido soportar».

El drama había terminado en comedia. No quiso someterse a las duras reglas del convento. Peleó con la Superiora, pretendía mantener hábitos de gran dama con servidumbre y visitas. Terminó mal con la propia Madre Teresa de Jesús. El nuncio mismo había dicho: «Es un magnifico espectáculo este combate entre dos féminas exaltadas y autoritarias». Terminó por irse del convento a su palacio de Pastrana para cerrarse de negro en un alarde de viudez. Estaba todavía allí pero era evidente que de un momento a otro se presentaría de nuevo en la corte.

Llegó el día de visitar al rey. Sabia lo que le iba a decir por lo que Pérez le había respondido a sus cuestiones. Se arreglará lo de Italia, se pospondrá lo del reconocimiento de la condición de Infante, no habrá promesa firme en lo de la corona de Inglaterra. Así fue. Pasó por las salas y las antecámaras. Lo saludaron con respeto y alguna curiosidad. Era como si regresara de otro mundo. Lo miraban de una manera distinta, mezcla de envidia y desdén. Algunos le asestaban miradas de cazador. Le hubiera provocado decir en voz alta: «Si, miradme bien, soy Don Juan de Austria, aquel que una vez, hace ya mucho tiempo, derrotó a los turcos, que antes también derrotó a los moriscos en Granada, tal vez ya no recuerdan, pero seguramente recordarán que soy, sobre todo, el atolondrado que perdió a Túnez. Pueden saciarse de yerme». El rey lo recibió sin mostrar sorpresa ni curiosidad. «Me contento de que hayas venido.» Tenía una rara sonrisa borrosa, entre grata y burlona. «Hablemos de Italia.» Olvidado de todo lo demás, le habló con pasión de las dificultades de su acción en los dominios italianos. Granvela y sus marrullerías, Terranova y sus desacatos; los desdenes de Zúñiga en Roma, los interminables meses de esperar una decisión que siempre llegaba tarde. La falta de dinero y vituallas. Los amotinamientos, las contradicciones y aquel pantano de intrigas en que ahora estaba metido entre las facciones de Génova con riesgo de que los franceses se aprovecharan y de que el Papa metiera mano. «Soy todo y no soy nada, señor.» «Eso lo vamos a remediar». Le había indicado su deseo de que la visita a la Corte fuera breve. Le habló resueltamente como si se confesara de lo insostenible que resultaba su posición personal. «Me tratan de Alteza y no soy Alteza. Me dan trato de Infante por ser hijo del padre de Vuestra Majestad, pero no se me ha reconocido en la Corte.» Fue largo y divagante lo que respondió el rey. Palabras de afecto en las que volvía y resonaba el nombre de hermano, la seguridad de que eso vendría pero en su ocasión.

Más vago estuvo el rey en lo referente al trono de Inglaterra. El Nuncio le había hablado, el Papa le había escrito, los católicos ingleses ponían muchas esperanzas en esa posibilidad. No se oponía pero volvía con insistencia sobre las dificultades y la oportunidad. No era el momento todavía, había que estar seguro de que el Turco no se iba a mover de nuevo, de que el rey de Francia no se opusiera y, sobre todo, de que Flandes estuviera pacificado.

Al final, y como si recordara de pronto, le dijo: «También tenía que hablar de algo delicado y poco grato, de la situación de la Madama Bárbara Blomberg en Flandes. Hace algún tiempo el duque de Alba le escribió al secretario Zayas, y otros informes lo confirman. Algo habrá que hacer pronto». Le tendió la carta. La leyó lentamente con horror, sintiendo que la mirada del rey estaba sobre él observando sus reacciones. A ratos parecía no entender. «Aquí pasa un negocio que me tiene en mucho cuidado… El negocio anda ya tan roto y derramado que conviene que con muy gran brevedad 5. M. le ponga remedio…; la madre del señor Don Juan vive con tanta libertad y tan fuera de lo que debe a madre de tal hijo que conviene mucho ponerle remedio, porque el negocio es tan público y con tanta libertad y soltura que… ya no hay mujer honrada que quiera entrar por sus puertas… los más días hay danzas y banquetes.» No se atrevía a levantar la vista. Le dolían las palabras «negocio roto y derramado», «madre de tal hijo». No halló qué decir. Confundido y torpe tendió la carta al rey.