Los banqueros, cada vez más sórdidos y humillantes, le reiteraban su negativa. Llegó a darles joyas y dinero suyo como garantía.

Habían entrado nuevas mujeres en la nueva ronda. Muchas que nunca había visto antes o que había mirado de lejos. Españolas, italianas, levantinas. Algunas ambiciosas y altas como Ana de Toledo. Fray Miguel Servia repetía sus penitencias y admoniciones También le repetía sus arrepentimientos que eran sinceros por corto tiempo.

Ana de Toledo trajo un astrólogo a su palacio. Largo, calvo, verdoso, con una raía barba negra de largos pelos sueltos. Tenía fama de grandes aciertos. Muertes, nacimientos, triunfos, desgracias de personajes.

Preguntó por la fecha y hora de su nacimiento. Nadie lo sabía. Sacó de una bolsa de terciopelo un grueso tarot de raras figuras. Se concentró. Ana de Toledo a su lado se mordía los labios.

Dijo cosas vagas y otras atrevidas: «Veo un rey. Veo dos. El más mozo no lo es todavía. Pero va a reinar en un gran reino, en el más grande reino. Primero tendrá la corona de un país que va a conquistar. Después heredará la corona del viejo rey.

El viejo rey tiene un hijo pero morirá en la niñez. Tuvo antes un hijo que también murió».

En marzo le llegó el anuncio de que el Papa le había concedido la Rosa de Oro.

La pompa fue casi la de una coronación. Vino un Legado de Roma, trajo la deslumbrante joya. La catedral se llenó de prelados y dignatarios. Largos los ritos y los discursos.

Los latinazos del Legado Pontificio repetían los elogios que le prodigaba Gregorio XIII. Con voz de Dios lo llamaba vencedor y Alteza. «Vuestra Alteza», le había dicho repetidas veces el Prelado. Cuando puso en sus manos aquella flor de oro, la ovación llenó el templo.

Resolvió entonces no esperar más y partir a España. Parecía bueno el momento, no había guerra ni amenaza del turco ni de los flamencos. Venía la primavera y con ella lo verían reaparecer en Castilla. Tres años largos sin dejarse ver. En Génova se estaba desarrollando un choque de facciones. Los nobles del Portal de San Lucas, dirigidos por Doria y Grimaldi, amigos del rey, y los del Portal de San Pedro, nobles nuevos, ambiciosos y apoyados por Francia.

Salió hacia Gaeta para de allí cruzar a España. Al llegar lo que halló fue un correo de Madrid que le ordenaba seguir a Génova a pacificar los nobles revoltosos.

«No me dejarán ir nunca», estalló en desesperación. Con Soto prorrumpía en improperios. «No soy sino el último y más miserable de los desterrados. ¿Qué pueden temer de mí?» Soto trataba de calmarlo, pero se le agotaban los argumentos. «Es grave lo de Génova y el rey sólo confía en vos.» Soltó una rencorosa retahíla de insultos sobre los personajes de la pugna genovesa. «Le sobra gente al rey para ello. Yo creo poder servir para otras cosas.» Le volvieron fiebres y bascas, noches de delirio y mañanas de apatía. Tuvo que levantarse para recibir una visita de Roma. Había llegado el embajador Zúñiga. Marcantonio Colonna y Jacobo Buoncompagni, que era hijo del Papa.

Lo que le vinieron a decir fue más alucinante que un delirio. Zúñiga más discreto, pero Buoncompagni y Colonna llenos de entusiasmo, le hablaron largamente de la preocupación de Gregorio XIII por la suerte de los católicos en Inglaterra. Eran muchos y estaban sufriendo bajo la tiranía de la reina Isabel, la usurpadora del trono que por intereses políticos se mostraba dispuesta a entregar el reino a los herejes. Era una abominación, pero había una posibilidad providencial. María Estuardo, viuda del rey de Francia y reina de los escoceses, era católica militante. Se podía contar totalmente con ella. Si España ayudaba desde Flandes, se podría derrocar a Isabel y sus herejes y poner en el trono a María Estuardo. Don Juan, con las fuerzas españolas, seria el héroe de esa lucha. España apoyaría el alzamiento de las fuerzas católicas que había en Inglaterra y todo terminaría con el triunfo de la iglesia. María Estuardo sería la reina y Don Juan de Austria su esposo.

No salía de su asombro. Hizo preguntas pueriles.

Juan de Soto pasó media noche razonando con él. No era fácil pero resultaba hacedero y hasta lógico. Sería el golpe maestro del rey Felipe, antiguo rey de Inglaterra; sería tan poderoso como Felipe y tanto como el de Francia, aquel tísico de Carlos IX.

Estaba en el viejo palacio de los duques de Milán. Visitas a Génova y a Milán y el largo desfile de los próceres de las dos facciones genovesas. Del jardín con mohosas estatuas de mármol surgían los viejos nombres de condes y marqueses de los de la Puerta de San Lucas y de la de San Pedro. Todos protestaban su inquebrantable lealtad al rey y acusaban al otro bando de las peores intenciones. Era tiempo de oír, disuadir y hasta amenazar.

Estaba en el centro de la tela de araña de la intriga política y guerrera. Llegaban las cartas de Palermo y Messina con noticias del Turco, despachos de Nápoles y de Roma y las incompletas noticias de Madrid. Fueron también días de cama y dolencias.

Una buena tarde lo atrapaban las fiebres, subía aquella seca sensación de calor que le envolvía la cabeza. Se exacerbaban las angustias y caía en el delirio. A veces confundía a los que se le acercaban a la cama. ¿Era Juan de Soto que ya había vuelto de Madrid, o un nuevo emisario del Papa?

Lo último que le llegaba, como todas aquellas nuevas, ya era viejo de meses y lo dejaba en el suspenso de ignorar lo que podía haber pasado desde que la noticia se produjo. «Fue hace ya dos meses, ¿quién sabe lo que habrá ocurrido desde entonces?«Era también la ocasión de perderse en suposiciones ingratas.

Juan de Soto escribía poco, siempre en el tono neutro y cauteloso del que no estaba seguro de las manos a las que podía ir a parar la carta. Más decían los mensajeros que podían traer confidencias. La imagen era siempre la de aquella dualidad entre lo que decía el rey, lo que decía Antonio Pérez, lo que decía Antonio Pérez que había dicho el rey, el rumor borroso de alguna confidencia inverificable. Pérez se mostraba amigo y veía con agrado el proyecto de Inglaterra. No había negativa abierta del rey pero si consideraciones de cautela y prudencia. Había que esperar, había que ver, no había que precipitarse.

Fue entonces cuando llegó la noticia de la muerte de Carlos IX de Francia. El rey de un reino dividido en el que las agazapadas facciones iban de nuevo a levantar cabeza.

Hugonotes, católicos, partidarios de los Guisa. Podía darse la ocasión de obrar con audacia y lograr el trono para un español. Juan de Francia. Todo era posible y todo era imposible. Entre las tardes de fiebre y los días de intriga le llegó la retardada nueva de que el otro hijo de Catalina de Médicis, Enrique de Anjou, que había sido elegido poco antes rey de Polonia, había sido llamado a ocupar el trono francés.

Como en un juego de escamoteo surgía entonces la posibilidad del trono polaco.

Algunos veían mejores posibilidades allí si el rey de España ponía todo su peso en los electores polacos, Juan de Polonia. García de Toledo le escribió en tono paternal para decirle las mejores posibilidades que había en un trono electivo. No se tropezaba con el insalvable inconveniente de la legitimidad. Era mero asunto de fuerza política.

En la hora de la fiebre se veía en un oscuro salón en un raro juego de sillas musicales. Eran tres, cuatro, cinco personas, que giraban en danza alrededor de cuatro o cinco sillas. Cuatro o cinco tronos. El de Túnez, el de Francia, el de Inglaterra, el de Escocia, el de Polonia. También estaba el de España. Había mujeres y hombres en la ronda.

Y hasta un niño en el Alcázar de Madrid. Al interrumpirse la música todos se precipitaban a ocupar las sillas. Se lanzaba a la silla más próxima pero la encontraba ocupada.

Había que esperar que comenzara la nueva ronda.

Por debajo de la intriga de Génova le comenzaron a llegar noticias malas de Túnez.

Era mayo y los trabajos de la nueva fortaleza no avanzaban de acuerdo con lo proyectado. Se confirmaban informes de que El Uchali, con una flota grande, navegaba hacia Occidente. De La Goleta llegaban voces de angustia. Pedían, como siempre, refuerzos y dinero. Envió un escuadrón de galeras con hombres y materiales. Nunca era suficiente. «Si llega el Turco ahora…», repetían las misivas Se sintió lejano e impotente para dar auxilios suficientes. Con desespero envió cartas para Madrid, para los virreyes de Italia, para Palermo. Estaba en peligro de perderse todo y había que actuar con toda prisa. No bastaban las cartas. Despachó a Juan de Soto de nuevo a Madrid a forzar la rápida decisión de la ayuda.

Era como gritar en la soledad. Los hombres de La Goleta debían pensar que los había abandonado.

Las tardías respuestas que le llegaban no eran alentadoras. Algunos pensaban que se exageraba el peligro, que La Goleta podría resistir muy bien como en el pasado.

En Madrid se hablaba casi burlonamente del «embarazo de África». Según hacía saber Soto, más parecían preocuparse de las aspiraciones al trono de Inglaterra.

Desde Roma Zúñiga pensaba que no había motivo para tanta alarma. Granvela, en Nápoles, daba largas y hacía poco. Terranova, en Palermo, no pasaba más allá de un retrasado auxilio de dinero y barcos La desesperación en Vegoven crecía. «Lo que está en vísperas de perderse no es La Goleta, es Lepanto. Nada va a quedar de todo lo que pudo haberse ganado allí.» En junio las nuevas fueron más precisas y graves. El Uchali avanzaba con una flota de 300 galeras. Cervellón decía que los jefes turcos de Trípoli, Argel y Bona marchaban por tierra hacia Túnez. Día tras día se iba formando y cerrando aquel anillo de hierro y fuego sobre el Golfo de Túnez. Era la hora en la que centenares de galeras cristianas deberían estar allí listas para repeler el ataque y darle al Sultán la confirmación de una derrota definitiva.

No pudo esperar más. En un arranque de desespero embarcó en La Spezia con los barcos y los hombres que pudo reunir.

Nunca le pareció la navegación más lenta, ni los días más largos. Todas las velas desplegadas, los remos a todo empuje, los gritos y los látigos de los cómitres parecían lograr poco. «Cada día que pasa es ayuda para el Turco.» Ofrecía premios y halagos a los bogas.

La llegada a Nápoles aumentó su angustia. Lo que había en hombres y barcos era poco. El Cardenal Granvela usaba un tono complaciente y paternal. No era eso lo que necesitaba. Soldados, dinero, barcos. Pero no para dentro de una semana o dos, sino ya, de inmediato. «Esta es la hora en que yo debería estar entrando en La Goleta.» Las cartas de Soto desde Madrid no eran más alentadoras. No sólo no había prisa sino que tampoco había gran preocupación. Otras cosas ocupaban el interés del rey.