A la salida le dijo al confesor: "No se preocupe, padre, que no es mi caso y no lo será nunca».

Hizo el viaje a Aquila, cerca de Roma, donde residía Margarita de Parma. Nunca la había visto pero por largos años había mantenido una asidua correspondencia con ella. Era hija del Emperador, como él, hija de una mujer simple, como él, pero con la gran diferencia de que desde el primer momento había sido reconocida por su padre y tratada como princesa. Se había casado dos veces, primero con un Médicis, que duró poco, y luego con un Farnesio, el duque de Parma, hijo del Papa. Nada tenía de España, era una alemana de aspecto y de costumbres. Sabia de la buena gobernación que había hecho en los Países Bajos hasta que llegó el duque de Alba. Aquella mujer, a la que nunca había encontrado, era lo más próximo que tenía. De allí arrancaba un fondo de mutua atracción. Oía con gusto las anécdotas en las que ella aparecía como astuta, firme, segura de si misma. Tenía un retrato vivo de ella y de sus gestos al través de su hijo Alejandro Farnesio. Un profundo y sensible vinculo lo había unido con aquel joven espléndido desde los días de Alcalá. Sin embargo, era en ese punto donde se detenía con frecuencia, no había sido desconocida nunca, no había sentido el rechazo de los grandes. «Cierto es que el Emperador no se había casado todavía cuando ella nació.» La misma quijada, la misma boca caída.

La reconoció en la puerta del castillo, en medio de sus servidores. Era aquella mujer maciza, vestida con un traje negro casi talar. Al acercarse la miraba con fijeza. La postura, los gestos, los movimientos de la cabeza cubierta con una pequeña toca monjil con un delgado hilo de perlas. Tenía mucho de hombruna. La voz era recia y cortante.

Desmontó y corrió a saludarla. Se besaron efusivamente. Los ojos autoritarios y los brazos firmes lo cubrieron. Buscó en su cara aquellos rasgos de los retratos de Carlos V. No se parecía pero, sin embargo, mucho tenía de él. Aquella cara hombruna, aquel labio grueso descolgado. Más tarde le oyó decir: "Eso lo heredamos de los Borgoña, no de los Austria». Buscaba en ella la traza del Emperador. «Señora, siento mucha emoción.» No había podido decir otra cosa. Más que oírla la penetraba con los ojos.

«Todo lo que me habían dicho de Vuestra Alteza resulta poco." "Eres hermoso como el ángel de la guerra», dijo ella.

La primera larga conversación fue sobre el Emperador. Ella lo había conocido. «Te doblo la edad y recuerdo muchas cosas que no pudiste haber conocido.» La princesa Margarita se había criado en la Corte de Flandes con las hermanas y las tías del Emperador. No había habido Leganés ni Villagarcía para ella.

En los días sucesivos, entre las fiestas, las visitas y las excursiones, hallaban la manera de quedarse solos y hablar sin término. Llegaban visitantes de Roma y hasta de la costa adriática. Era una pequeña corte de recuerdos y de anuncios. Se hablaba del Emperador, del rey Felipe, de Lepanto, de la próxima campaña contra el Turco.

Más era lo que eludía él que lo que se atrevía a confiar.

Sólo con ella la situación era distinta. Le habló de sus desazones de Madrid, de la actitud esquíva del rey. «Con todo lo que he hecho me mantiene lejos. No me ha dejado volver. hay un muro invisible pero cierto que me impide acercarme a él. A veces pienso qures mezquino.» «Entre lo que el rey quiere y lo que el rey dice, entre lo que realmente sabe y lo que le llega, entre lo que ordena y lo que se cumple, hay mucho trecho y cucho cambio. Todos los que alguna vez hemos gobernado lo sabemos."

En algún momento se atrevió a decirle: "Mi madre se ha convertido en un gran problema». En ces años de Gobernadora de Flandes Doña Margarita había sabido de Bárbara Blombesg. Tropezando y vacilando habló de Piramus, el marido de Bárbara, del hijo sobrevi'iente de ella, a quien no conocía. «Tan hermano mío como yo lo soy de Su Majestad.De su viudez despreocupada, de tentativas fugaces de nuevo matrimonio. El escándalscontinuo que todos los malquerientes hacían de su conducta en Flandes. Se negaba ir a España y menos a un convento.

«El mal, Juan de Soto, viene de querer vivir su vida. La de ella, la tuya, la mía.» «Después de Granada se me dio otra tarea más difícil. Después de Lepanto no ha habido para mi sino alejamiento y desdén. Ahora mismo están reunidos en Roma los representantes dc la Liga para decidir la campaña de este año. No sé adónde pero sé que será tarde, con recursos incompletos, ¿para qué?» Hablaron del reino prometido por Paulo V y rectificado por Gregorio XIII. «No habrá reino, señora. Lo que era del Turco sigue siesclo de él. Quedaría Túnez, si es que deciden que vaya allá. El Papa estaría de acuerdo, pero nada es seguro. Voy a quedar para rey de los locos, como lo hacen en el carnaval.» Doña Margarita tenía sus ideas muy seguras. «Ya el turco no es el mismo después de Lepanto. Eso lo sabe bien el rey. Lo que le importa más que todo, ahora y siempre, es Flandes.» Hablaba sin parar sobre la situación de aquellas tierras divididas y revueltas. «No es una lucha, son cien luchas mezcladas. No se puede ganar por las armas. Alba ha tenido mucho éxito contra Guillermo de Orange, pero la situación fundamental no ha cambiado. No se logrará dominar a Flandes por las armas. Habría que derrotar también a los herejes ingleses y su reina malévola, a los hugonotes franceses y a los luteranos alemanes. Es desde afuera que se alimenta el conflicto de Flandes. Yo lo padecí por años y lo conozco bien. No habrá paz ni por el entendimiento ni por la guerra.» «El emperador era su señor natural, lo sentían de ellos, con el rey es distinto. Lo ven como un extraño y casi como un intruso. La verdad es que, por encima de todo, detestan a los españoles.» Habló con disgusto de los errores que según ella había cometido el duque de Ríba. «La muerte de los condes de Egmont y Horne fue una estupidez.» Recordaba con calor cómo se había opuesto inútilmente a aquella repugnante emboscada. «Hice lo que podía por salvarlos, pero fue inútil. Con ese crimen innecesario se le dio una gran bandera al Taciturno y, además, se hizo imposible toda paz duradera.» En uno de esos momentos le llegó a decir: «Tal vez no ahora, pero más adelante, después de que el Turco no sea amenaza, Su Majestad va a pensar en ti para Flandes.

Es casi inevitable. Tienes muchas ventajas: hijo del Emperador, hermano del rey, vencedor en la guerra, héroe de la Cristiandad. Nadie podría representar más». "No, por Dios, no me veo allí. No sirvo para esa intriga atroz.»

Tuvo la humorada de recibirlo. En aquellos días se habían acercado a Aquila muchos visitantes. Cardenales en solemnes mulas, monseñores, príncipes italianos con numerosos séquitos, gente de ceremonia y parabién, hábiles cortesanos muy al día en las intrigas de la política vaticana. Venían de Roma y de más lejos. A veces se fastidiaba y se iba a las partidas de caza o se marchaba de paseo con algunos íntimos. Venían también santeros, milagreros, bufones populares, cómicos con sus retablos, algún domador de osos, algún artista.

Venia de Roma, donde habitaba en el palacio del Cardenal Farnesio. Eso ayudó.

También traía un retrato de Don Juan, una rara semblanza que poco tenía de los retratos que le habían hecho pintores italianos y españoles. Aparecía de tres cuartos, mirando de frente, en una armadura gris muy fría, en la mano derecha el gran bastón de mando, la mano izquierda caía con desgana sobre la guarnición de la espada. La cabeza destocada parecía un poco deforme, los ojos tristes en una larga cara pálida. El fondo no se parecía a nada, ni cortinas, ni paisaje, sino manchas de luz verde, gris, de resplandor de tormenta. "Debo ser yo, pero no me reconozco. Es extraña tu pintura.» Los que lo rodeaban hicieron algunos comentarios jocosos. "Es extraña, pero muy buena», dijo con firmeza. Cuando le había dicho el nombre no logró entendérselo. Doménico y un enrevesado mazacote esdrújulo de sílabas. Tenía aspecto de levantino, ojos negros fijos, color verdoso, barba rala. Las palabras que decía parecían firmes y finales. «Soy de Creta, señor, estoy en Italia estudiando pintura desde hace algunos años. Les resulta más fácil llamarme El Greco.» Cuando después de dar las gracias Don Juan le fue a entregar una bolsa con algunas monedas, la rechazó. «Lo que quiero, señor, no es eso. Sé que el rey de España construye un maravilloso palacio y emplea pintores. Me gustaría ir allá." Alguien apuntó que habían ido ya algunos conocidos pintores italianos. Interrumpió con atrevimiento. «No son buenos.» Era inusitadamente altanera la réplica. «¿Cuáles son entonces los buenos?» Lo que respondió fue aún más insolente.

Afirmaba que ya no quedaban grandes pintores en Italia. "El último vivo es Tiziano, también el Tintoretto, tal vez algún otro. Ahora la pintura tiene que ser otra cosa. Ya no hay mucho que hacer aquí, por eso quiero irme a España. Es allí donde puede bajar la Paloma del Espíritu Santo. Me gustaría establecerme en Toledo.» «¿Has estado alguna vez?» «No, nunca, pero es una de las pocas ciudades del Espíritu que hay en el mundo, de vieja sabiduría santa y oculta. Hay toda una maravillosa pintura que hacer allí.» Terminaba la entrevista. Había otras cosas que hacer. Para irse, Don Juan le dijo: «Te voy a recomendar al rey, recuérdamelo Juan de Soto. En Toledo tengo algunos grandes amigos. Entre ellos el conde de Orgaz».

No era todo zarabanda en Nápoles. La mujer de esta noche, el banquete de mañana, el torneo y el juego de pelota. No había nadie inocente, era un teatro de intriga. En Roma, el Consejo de la Liga había concluido con tres opciones para la nueva campaña.

«Las posibilidades ofrecidas no cambian pero, finalmente, la opción será una sola. No se va a salir a buscar de nuevo la flota turca. No va a ser otro Lepanto. Tampoco se va a ir sobre Argel. Es hueso duro. Queda Túnez. Allí está todavía, después de tantos años, la fortaleza de La Goleta en manos nuestras. Es en el fondo lo que quiere el rey y lo más hacedero.» «Es también lo que quiere el Papa y lo que conviene para vos, señor.» Volvían así a aquel divagar constante sobre el reino cristiano de África. «Desde los romanos el eje natural del poder va de Italia a Sicilia y a Cartago.» «Cerraría el mar de Occidente para los turcos.» «Pero les entregaría el de Oriente. No es eso lo que quieren los venecianos.» Venían los doctores barbicanos a recontarle el remoto cuento de las guerras púnicas, de la provincia de África en el imperio romano. «Llegó a ser una gran provincia cristiana. Hubo concilios que reunieron a cien obispos. De allí salieron Tertuliano y San Agustín.» "Todo eso se perdió con la conquista musulmana.» No faltaba quien añadiera: «Se perdió hace mil años».