La decisión final la tomaría el rey en Madrid. El Papa había ratificado su deseo de establecer un reino cristiano. El mismo interés que mostraba tanta gente que les parecía adversa a su persona lo ponía sospechoso. «Sería ponerme más lejos y más olvidado. Más lejos que en Nápoles y que en Sicilia, para salir definitivamente de mi.

Rey de una fortaleza perdida, constantemente amenazada.

Decidió enviar a Soto a Madrid a hablar con el rey y con Antonio Pérez. Soto le advirtió: «Conozco a Antonio, va a prometer mucho y no va a hacer nada». Tendría que hablar con el rey y plantearle con toda claridad la verdadera situación en la mar.

Partió Soto para la larga ausencia. Con frecuencia le llegaban rumores sobre la actitud sospechosa de Venecia. Se conocía de emisarios y conversaciones de la Serenísima con el Sultán. Podían llegar a un acuerdo separado que les garantizara sus intereses en el Levante. «Seria una incalificable traición. «Ellos pueden verlo como un buen negocio.» Granvela le fomentaba las dudas. «Los venecianos siempre han sido hábiles políticos. En la política como en la guerra es una gran ventaja ocultar las intenciones.» Le explicaba lo costosa que había resultado la guerra para ellos. «Más que guerreros son mercaderes.» Debían estar sacando sus cuentas. Francia y los protestantes tenían metida la mano. «Cualquier cosa es capaz de hacer el rey de Francia por debilitar a España.» Terminaba contándole lances de picardía y engaño con los venecianos.

Los rumores se habían ido acentuando hasta que ya para fines de marzo no se hablaba de otra cosa.

El 7 de abril llegó un mensajero del Dogo. Primero se negó a recibirlo, pero después lo mandó a llamar. El veneciano casi no tuvo oportunidad de dar explicaciones.

Don Juan hervía de furia. «No he conocido felonía más grande. A esta guerra hemos entrado sobre todo por proteger a Venecia. Eran los venecianos las principales víctimas. No era Malta una posesión española.» Lanzaba injurias y evocaba viejos episodios de las campañas pasadas. Recordó los incidentes con Veniero. «Nunca han obrado de buena fe.» «Quien malas mañas ha las pierde tarde o nunca.» Escribió al rey en forma exaltada pidiéndole organizar una expedición para castigar a Venecia.

El mismo día, de manera espectacular, bajó con un gran séquito al puerto, subió a la Galera Real e hizo arriar el estandarte de la Liga Santa. Luego con sus propias manos izó el pabellón de España.

García de Toledo le había escrito, dando en cierta forma razón a los venecianos.

Más podía ganar con el comercio que con la guerra.

Reunió lo que quedaba del Consejo. Estaba claro que la única acción que quedaba era la de Túnez. Santa Cruz era partidario de atacar primero a Argel. Había buenas razones militares.

La ausencia de Juan de Soto lo había dejado sin el interlocutor confiable que tanto le hacía falta. Las tardías cartas no decían nunca lo que hubiera querido saber.

Se refugiaba en el juego de su imaginación, con las imágenes que los demás podían tener de él. Lo que pensaban y no lo decían, lo que estaba debajo de las lisonjas. Lo que pensaban Requesens o Santa Cruz. O Sesa. En el fondo no le debían ver como un verdadero jefe. Había dado grandes muestras de valor y de eso no podían dudar.

Pero les asomaba la reticencia sobre su modo impetuoso de juzgar situaciones. La campaña de Lepanto había estado llena de aquellas respuestas, respetuosas, cubiertas de elogios, pero que en el fondo terminaban en alguna forma de «sí, pero».

Zúñiga y Granvela siempre estaban prestos para el sinuoso asomo de rectificación.

Le hacían ver lo que él parecía no haber advertido. «Es así, pero no exactamente…» Lo que surgía entonces de la cortesana explicación resultaba muy distinto de lo que él había propuesto al comienzo. Nunca terminaba de saber lo que ocurría. Entre lo primero que le llegaba y la última explicación rebuscada había notables diferencias.

Con el mismo Juan de Soto no dejaba de sentir aquel tenue trasfondo de objeción sumisa.

Entre fiestas y retiros en conventos se acercaba el verano. «Va a ser la misma historia de siempre. Saldremos tarde. Ésta es la hora en que todavía no ha decidido Madrid para dónde vamos.» Diana Falangola estaba preñada. Ahora la veía poco pero estaba al tanto de sus malestares y de las disputas en la familia. No era la única que había salido o que había pretendido salir encinta de tantos encuentros más o menos fugaces. Algunas las arreglaba con una bolsa de dinero y con un nombramiento para el padre o el hermano y hasta con un marido de ocasión.

Recordó las conversaciones con su hermana, la duquesa de Parma, en Aquila. «Ríase Vuestra Alteza en leyendo esta carta de lo que en ella quiero decirle. Acuérdese Vuestra Alteza que entre otras cosas particulares me preguntó si yo tenía algún hijo y juntamente me mandó que se lo diera, silo tenía. Respondile que no, besándole las manos por la merced que me quería hacer; dije que presto podría ser lo aceptase. Este presto, señora, casi lo es ya, porque aquí a un mes creo que de muchacho que soy me he de ver padre corrido y avergonzado y digo avergonzado porque es donaire tener yo hijos.

Ora al fin, Vuestra Alteza perdone, que de ellos ha de ser madre como de mi y el que nacerá.» «La que verdaderamente lo parirá es mujer de las nobles y señaladas de aquí y de las más hermosas que hay en todo Italia, que al fin con todas estas partes y principalmente la de la nobleza, parece que podrá sufrirse mejor este desorden.»

En los días d¿ espera le llegó la noticia de la muerte de Ruy Gómez. Lo entristeció.

Presagiaba un cambio. Recordó la figura amable que había tenido tanto poder y lo había usado con discreción. «Era de los pocos en quien se podía fiar.» Recordó a la princesa: «¿Qué hará ahora?» Nadie la veía resignada a un papel de viuda, en lutos y retiros.

«Querrá seguir mandando.» Para eso le quedaba Antonio Pérez, ahora más poderoso.

Había quien dudaba. Se había creado una nueva constelación de poder. Un cambio de estrellas y quizá de rumbos.

Más tarde se supo que la princesa, en un rapto de aparatoso dolor, se había retirado al convento que mantenía en Pastrana. «No la veo monja.» Los escuadrones de lucientes galeras españolas y pontificias fueron saliendo de Nápoles hacia Sicilia. Se había retardado la salida por las mismas fatalidades de siempre pero, ahora, en el momento de partir, sobre el puente de la Real la brisa marina sonaba a cascabel de guerra. Impaciencia, temor y muchos presagios.

Durante semanas había discutido los planes con los comandantes. Había ahora, sin los venecianos, más facilidad de entenderse. El plan no parecía ofrecer dificultades.

Se reunirían en Messina, pasarían por Palermo y desde la costa sur de Sicilia cruzarían el corto mar que los separaba de La Goleta. A cada momento volvía el recuerdo del Emperador. Los viejos marinos repetían en todos sus detalles la forma en que fue realizada aquella campaña tantos años atrás. Don Juan oía y preguntaba todos los detalles.

Sentía que retomaba en sus manos, por primera vez, una campaña del Emperador. Quería seguirla paso a paso. «Todos van a estar comparándome con él y no quiero salir fallo.» Las noticias no eran malas. La flota turca parecía estar lejos, no había fuerzas musulmanas importantes en Túnez; la guarnición española de La Goleta estaba avisada y lista en espera de la expedición. Pomposos letrados le hablaban de la vieja historia.

Cómo Escipión organizó la guerra contra Cartago. No se parecía a lo de él. No iba a destruir, sino a fundar. «Vamos a crear un reino cristiano en la otra orilla.» «Eso no se ha visto desde las Cruzadas.» Ya entrado septiembre llegó de Madrid Juan de Soto con sus esperadas y no claras noticias. La conversación fue un inagotable interrogatorio. No lograba ver claro en las respuestas del secretario.

De lo que contaba Soto salía un confuso y oscuro panorama de evasivas y pretextos.

Describía a un Antonio Pérez distinto del que había conocido. Tenía un inmenso poder y lo ejercía. Todo pasaba por sus manos. «¿Qué dijo Antonio?» Muchas cosas distintas en diferentes ocasiones. Desde luego no ponía reparos a la empresa y le parecía muy bien. Elogiaba a Don Juan y se mostraba su amigo, pero volvía a hablar de las dificultades políticas. Un reino vasallo en África traería muchos problemas. Soto había hablado también con el rey. Se había interesado mucho por la salud de Don Juan. «Creen que Vuestra Alteza está muy enfermo.» Calló y puso mala cara. Luego comentó con aire resignado: «No se engañan. Todo el mundo lo ve. Mi salud nunca ha sido buena.» Soto trató de desmentirlo afectuosamente. Don Juan recordó casi rencorosamente sus males, los dolores del estómago, los síntomas del mal de Nápoles que creía haber adquirido, el agua de palo, las horribles pócimas que los médicos le obligaban a tomar, y aquellos largos desganos de hacer y hasta de vivir que le venían con frecuencia.

No negaba, ni prometía nada el rey. Faltaba lo peor. Quería que se demoliera la fortaleza de La Goleta. Estalló: «Es absurdo. Hacer una gran expedición para destruir la única fortaleza que España tiene en África. La carcajada va a resonar desde Constantinopla hasta Venecia. No se hace un esfuerzo militar tan grande para eso».

Eso no lo hubiera querido nunca el Emperador. Estaba seguro. Ni aun en los días de Yuste, viejo y acabado como estaba, hubiera ordenado cosa semejante. Sentía lo que hubiera dicho. Casi lo podía oír en una secreta resonancia: «Destruir La Goleta, nunca. Reforzarla y partir de ella a dominar toda la tierra de los infieles».

No había para qué preguntar sobre el reino prometido. La respuesta del rey era evidente. La sola idea de desmantelar la fortaleza era la manera más clara de oponerse a aquella esperanza que le había sido dada por dos Papas.

Salió al fin con el resto de la flota a Messina. En Sicilia lo aguardaban con impaciencia y buenas noticias. La flota turca parecía estar lejos. La guarnición española, prevenida, los aguardaba cada día en La Goleta. De Messina siguieron a Palermo a completar recursos y reclutar gente. Avanzaba septiembre y el mar comenzaba a descomponerse. Se reunieron al fin en Trapani, frente a la costa africana. Todo parecía dispuesto, pero hubo que suspender la salida varias veces por el mal tiempo.

Alguien habló de un puerto olvidado, que quedaba cerca, y que había servido para concentrar flotas en las guerras púnicas. Ordenó buscarlo. Hallaron una ancha rada donde podían caber centenares de galeras. Lo rebautizó Puerto Austria. El 7 de octubre, aniversario de Lepanto, salieron en la tarde. «A esta hora, hace dos años, ya estaba decidida la batalla.» Al día siguiente estaban ante el Golfo de Túnez. Al fondo se destacaba La Goleta junto al canal de la laguna. Empezaron a oírse disparos de cañón. Hubo alarma. Eran las salvas de la fortaleza para saludar la flota. Parecía buena señal. Los veteranos recordaban: «No hay que confiarse, nos saludan los nuestros, pero los otros pueden estar emboscados esperándonos».