Requesens y Colonna vinieron a la Real. El estruendo de los disparos había cesado y lo único que llegaba era el crepitar de los incendios y el clamor de la tropa.

Atropelladamente todos comentaban hechos y aspectos del combate. Todo a la vista era horrible. Velas y maderos ardiendo, barcos escorados o semihundidos, confusa mezcla de galeras cristianas y turcas, victoriosas y prisioneras, pero iguales en daño y ruina.

Se daban órdenes para transportar heridos y remolcar embarcaciones. La soldadesca cristiana entraba a saco en las galeras turcas buscando botín. Don Juan oyó, miró y dijo al fin: «Ante todo demos gracias a Dios». Se dieron órdenes para retirarse a pasar la noche en la ensenada de Petala. Don Juan se fue solo a su cámara. Juan de Soto adivinó lo que debía estar haciendo. Iba a encontrarse con el Emperador.

Soto esperó largo rato y al fin se atrevió a entrar. Lo encontró arrodillado, con la cabeza entre las manos. «Ojalá que lo que hemos logrado justifique este horror.»

Al amanecer la flota dejó la bahía y se enrumbó hacia Petala, en el mar Jónico.

Quedó vacío el golfo con sus esqueletos de galeras, con sus centenares de cadáveres aboyados, mecidos en la onda lenta, que pronto devorarían los peces.

La reunión de los jefes en Petala fue larga y difícil. Después de que cada quien contó su batalla y glorificó su tropa, hubo que pasar a hablar del botín y de su reparto, según las proporciones previamente establecidas.

Dinero, metales preciosos, telas de lujo, trofeos y millares de esclavos a distribuir.

También había aquellos dos muchachos huraños y temerosos que eran los hijos de Ah Bajá. Don Juan los tomó bajo su protección.

Hubo la reconciliación con Veniero. Trajeron al veneciano ante Don Juan. «Hoy es el día de olvidar viejas rencillas.» El veterano lo abrazó sollozando.

«¿Y ahora qué hacemos?» La reláfica larga y detallada de los comandantes revelaba el estado lamentable de las tres flotas. Barcos dañados, armamentos agotados, muchos heridos y muertos, vituallas y pertrechos escasos, cansancio y aquel callado deseo de terminar con la horrible prueba. Algunos pensaban que se debía proceder de inmediato a ocupar puertos y tierras del Turco, llegar a la costa de Levante, liberar Chipre y Malta, acaso bloquear Constantinopla. ¿Cómo y con qué? Había entrado el tiempo de invierno con sus tormentas más temibles que una batalla. «Parecemos una tropa derrotada.» Habría que retirarse, dejar al Turco rehacer sus fuerzas y volver en la primavera.

«¿Para recomenzar todo? ¿Qué hemos hecho?» Se debatían entre el orgullo y la razón.

Si no hubiera sido tan tarde, si se hubiera llegado en el verano, hubieran podido ocupar las tierras inmediatas y esperar refuerzos para invadir los puertos turcos. Los más jóvenes se desesperaban. «¿Qué hemos ganado entonces con esta gran victoria? ¿Nada va a cambiar con ella? El Sultán retiene sus posesiones mal habidas, se rehará su flota y dentro de un año habrá que volver a librar otra batalla.» Había los más maduros que se consolaban. «Hemos ganado una inmensa victoria. No ha habido un triunfo naval comparable. Pero mañana cuando hayamos regresado a nuestras bases nos vamos a dar cuenta que todo habrá que recomenzarlo.» Pero había la victoria, se había derrotado al Turco por primera vez. Los aguardaba a todos la celebración del triunfo. Desfiles, Te Deums, coronas de laurel, recompensas gloriosas. Habría que reunir la flota de la Liga de nuevo en la nueva primavera para reconquistar los reinos perdidos de la Cristiandad..-Habrá que recomenzarlo todo.» La dispersión era mesitable. El mismo día comenzaron a salir naves ligeras para llevar la gran noticia. Después en puerto se irían encendiendo fogatas de alegría.

Fue largo y triste el recuento de los muertos. Cada quien nombraba los suyos. Muertos en la lucha, desaparecidos Cli el mar. Capitanes. oficiales y luego, sin nombre, los números aproximados dc los soldados y la chusma.

«¿Sabes lo que pienso?», dijo Don Juan a Soto cuando estuvieron solos, «pienso que he nacido hoy. No porque haya logrado escapar de la muerte, sino porque es a partir de ahora que se isie sa a reconocer en mi verdadero ser. Es ahora cuando voy a ser yo Hablaba como si estuviera solo: «,\hora podría volver a Yuste a buscar al Emperador para decirle que puede estar contento de mí. Pareció despertar. «Divago.

¿Qué nos aguarda ahora? La aclamación del mundo, señor.«El secretario anticipaba lo que iba a ser el regreso a España. Nunca se habría visto nada semejante. Las ciudades volcadas a las calles, las muchedumbres enloquecidas de admiración y gratitud. el rey.

Mientras las naves españolas navegaban hacia Messina. la prodigiosa noticia se fue expandiendo lentamente por puertos y ciudades. A los diez días en Venecia, a los quince en Roma. mes y medio más tarde en Madrid. adonde la llevaría el Maestre de Campo, Don Lope de Figueroa. para detallaría en todos sus aspectos al rey. Llegaba a las ciudades para lanzar las gentes a las calles y poner a volar las campanas. Aglomeraciones, desfiles, ceremonias, regocijo desbordado. Y un nombre en todas las bocas, el suyo.

De las catedrales enormes. de las iglesias. de las capillas de aldea, empezarían a salir a la calle las Vírgenes, los Cristos. los Santos en procesión, flotando sobre la muchedumbre como galeas perdidas.

Al llegar a Messina, mientras la Galera Real atracaba y todo el espacio se iba llenando de barcos cristianos y cautivos, el gentío enfebrecido llenaba calles y dársenas.

Sonaba el cañón, clamoreaban las campanas. se oían clarines y tambores. La oleada humana lo alcanzó, rompiendo filas y empujando guardias. Lo llevaron a la iglesia.

Todos querían verlo y tocarlo. Le anunciaron una recompensa de 30.000 ducados. Inmediatamente dijo que los repartiría entre los soldados.

En los días sucesivos llovieron mensajes y mensajeros Se le comparaba con Escipión y Julio César. El Papa evocaba las palabras del Evangelio: “Vino un hombre enviado por Dios, llamado Juan”. Le ratificaba el ofrecimiento del primer reino que se ganara del Turco. Le escribía el duque de Alba y lo cubría de elogios. García de Toledo le anunciaba que sería el libertador de Jerusalén.

Poco después, secretamente, se presentaron unos emisarios griegos. Los recibió.

Eran personalidades de Albania y Nlorca que venían a ofrecerle, en nombre de todos los cristianos, reconocerlo como juez una vez que se hubieran liberado de los turcos.

Seria rey de Grecia. Agradeció sobriamente y prometió escribir al rey, su hermano.

Ya en diciembre llegó la primera carta de Felipe II. Lo felicitaba por el gran triunfo.

Le decía en palabras. «He sabido de la gran victoria por vuestra carta y por el relato de Don Lope de Figueroa. Quedo gratamente complacido. «Y si a vos, después de Dios, han de darse, como yo ahora, el honor y la gratitud por ello, algunas gracias se me deben también a mí, porque se ha llevado a buen término tan grande negocio por persona tan próxima y tan querida para mi.» No era eso todo, luego venia la insólita negativa: «Con respeto a vuestra venida aquí este invierno ya se os habrá informado de la orden que se os ha enviado de invernar en Messina. Invernar en Messina, no ir a España con su nueva y resplandeciente gloria, quedarse en aquella lejana isla atendiendo asuntos que cualquiera de sus segundos podía resolver, sin darle la oportunidad de que la Corte lo recibiera como lo que ahora era, el vencedor de Lepanto. Era una orden para un jefe de guarnición. «Eres mezquino y pequeño, rey Felipe, no quieres nada para los otros, todo para ti.» Se franqueó con Juan de Soto. No debía ser el rey solo, allí andaba una intriga torva contra él, no debía ser Ruy Gómez, hombre más generoso y leal, que siempre se había mostrado su amigo. Le venía la figura de Antonio Pérez, tan zalamero, tan falso, tan torcido en sus intenciones.

Tuvo que escribir al rey sobre el ofrecimiento del reino de Morea y Albania. No lo sorprendió la respuesta. No se oponía al ofrecimiento, pero no era todavía la ocasión, había que tener en cuenta los intereses de Venecia en la región. para terminar aconsejándole que entretuviese a los Embajadores «pues podría venir ocasión en que se lograse su buen deseo».

Con aquel frío lenguaje de escribano lo condenaba a no ir a España y permanecer en Messina como en un destierro en espera de mejor ocasión para darle un reino. Ni siquiera había tenido el gesto de reconocerle el tratamiento de Alteza. «No hay que esperar nada.» Terminaba el otoño. Los representantes de la Liga estaban reunidos en Roma. Los correos traían el eco de los juegos de intenciones y astucias. Detrás de las propuestas asomaban otras intenciones y nuevas codicias. Pasaban días en el cómo y dónde de la próxima salida. Se discutía sin término y, a veces, se desembocaba en agrias acusaciones.

«Estoy viviendo en tres tiempos y en tres lugares distintos», le había dicho a Soto.

«Aquí, donde poco puedo hacer, oyendo quejas, protestas de soldados y amenazas de motín, sin recursos y sin planes. En Roma, donde se va a disponer, sin mi participación, lo que tengo que hacer. La decisión es de ellos, pero la responsabilidad es mía; y también en Madrid, donde no me quieren ni ver. Lo que se resuelva, cuándo se resuelva y cómo se resuelva lo voy a saber tarde, como siempre.» Había mandado a construir una nueva Galera Real, con la vieja popa y las pinturas alegóricas de la maltrecha. Supersticiosamente sentía que ya no seria aquélla la nave del triunfo.

Escribía continuamente pidiendo informes y reclamando prisa. En Roma se debatía. Los venecianos querían una acción rápida y concertada contra los restos de las fuerzas del Sultán para destruirlas definitivamente. «No se ha ganado nada, Soto, es ahora cuando habrá que completar el triunfo.» El Vaticano proponía una acción diplomática para lograr la incorporación de los franceses, los portugueses, los alemanes y hasta los polacos. «Esa no es sino una manera de perder tiempo.» El rey opinaba que se dirigiera la campaña contra Túnez y Bizerta. «Eso no le interesa a los venecianos y muy poco al Papa.» Juan de Soto lo veía desesperarse. Noche y día elucubraba planes. Le llegó a escribir al viejo García de Toledo presentándole un plan desmesurado. Atacar a Túnez y Bizerta en marzo, volver en abril a Levante para desbaratar finalmente a los turcos y, luego, sitiar a Argel en agosto. Soto movía la cabeza dubitativamente.

«Algo hay que hacer y pronto. No va a quedar nada de Lepanto sino la fama. Cada día disminuye y se va deshaciendo lo que creíamos haber ganado. El Sultán rehace su flota. Cuando salgamos, si es que salimos, en primavera o Dios sabe cuándo, habrá que recomenzar todo de nuevo.» En la espera el rey nombró a Requesens, que estaba en las conversaciones de Roma, virrey de Nápoles. Era como otra muerte de Quijada. Le llegó el rumor de que podrían nombrar para ser su segundo en el comando a García de Toledo. Se contentó: «Lástima que no tenga veinte años menos«. El viejo marino se excusó. El asma y los años lo tenían atenazado.