«Un mes hace ya que mi destino fue decidido. Yo sé, Escobedo, que no puedo negarme, pero siento que lo que me anuncia es una sentencia de muerte.» Habló de la vieja lucha de Flandes, del Emperador, de Margarita de Austria, de Alba, de Requesens. «Se ha intentado todo y todo ha fracasado. La princesa Margarita era de allí y no pudo. El duque de Alba triunfó con las armas y la resistencia y el odio fueron más grandes que nunca. Requesens, a base de renuncias y concesiones, logró ganar algún tiempo, pero nadie puede engañarse, aquélla es una situación desesperada. ¿Qué dice el rey?~ Mientras Escobedo leía la carta comentaba en voz alta. Debía salir inmediatamente, por la vía de Lombardia y el Franco-Condado para llegar lo más pronto a Luxemburgo.

La situación era muy grave. Detrás de la voz de Escobedo era la del rey la que oía.

«Iría yo mismo si mi presencia no fuera indispensable en estos reinos para reunir el dinero que se necesita para sostener a todos los demás», la voz de Escobedo se hacía casi suplicante, «de otro modo hubiera con seguridad dedicado mi persona y mi vida, como ya lo he deseado varias veces, a un asunto de tanta importancia y tan unido al servicio de Dios». «Nunca se ha decidido a ir, Escobedo; sus razones tendrá.» Era casi una imploración: «Me es necesario por tanto confiar en vos, no solamente por lo que sois y por las buenas cualidades que Dios os ha dado, sino por la experiencia y conocimiento de los negocios que habéis adquirido… Confio en vos, hermano mío…

Tengo confianza, digo, en que dedicaréis toda vuestra fuerza y vuestra vida y todo lo que más queráis a un asunto tan importante y tan relacionado con el honor de Dios y con la salud de su religión, pues de la conservación de los Países Bajos depende la conservación de todo el resto…».

Se hacía luego imperativo: «Gracias a Dios, los asuntos están ahora en buen estado… pero cuanto antes lleguéis será mejor. Ved por todos los medios de llegar mientras siga el buen estado actual de las cosas y antes de que vuestra tardanza ocasione algún cambio, de lo cual podrán resultar graves inconveniencias y entonces sería vano el remedio…; desearía que el portador de este despacho tuviera alas para volar hasta vos y que vos mismo las tuvierais para llegar antes allí».

Había venido también una carta de Antonio Pérez para Escobedo repitiendo la necesidad de la pronta llegada a Flandes.

«Seria loco salir así, sin saber cómo voy ni a dónde voy. Es mucho lo que expongo.» Comenzaron las consultas y planes. Hablaba con todo el que hubiera estado en los Países Bajos o tuviera información de ellos. Preguntaba con impaciencia. Ningún dato parecía enteramente fiable. Debía haber más de cincuenta mil soldados del rey. La mayoría era de alemanes de la Alta y Baja Alemania, veinte mil valones y apenas ocho mil españoles. No se les pagaba hacia tiempo. Había habido motines y saqueos. Se debía a las tropas 16 millones de florines y Requesens no había dejado en caja al morir ni lo suficiente para pagar sus exequias. No se podía contar con los banqueros y prestamistas. «Se les debe mucho y el rey ha suspendido los pagos. Es la quiebra.» Fue sabiendo los detalles más o menos ciertos de cómo se había producido su nombramiento. El Consejo de Estado se había reunido varias veces en Madrid con el rey para señalar un candidato a la Gobernación de los Países Bajos. El duque de Alba, el Gran Inquisidor, el Presidente Covarrubias, el Prior Don Antonio de Toledo. Se había hablado de las posibilidades del archiduque Alberto, de Alejandro Farnesio, del archiduque Ernesto y de Don Juan. El Inquisidor General lo apoyaba, pero el Prior de Toledo se había expresado duramente en contra. Recordó que era bastardo y eso no sería bien visto en Flandes, aludió a sus pasados errores y desobediencias, el caso de Túnez. El duque de Alba había señalado sus problemas con Granvela y con Mondéjar. Hasta que el rey decidió su designación.

«No se acuerdan de Lepanto, se acuerdan de Túnez; no se acuerdan de Granada, sino de Nápoles; no se acuerdan de mi padre, se acuerdan…» No lo dijo aunque hablaba sólo para Escobedo.

La noticia se había ido regando. Llegaban capitanes, letrados, católicos flamencos e ingleses. Cada quién traía su opinión y su cuento.

Lo que resultaba de aquellas conversaciones contradictorias era que todos los gobernadores habían cometido errores grandes. El duque de Alba no confió sino en las armas. Requesens solamente en la tolerancia y la diplomacia. Se necesitaba de las dos.

Sobre las mesas de mármol con «intaglios» de flores y frutas se extendían los mapas.

Anchas vitelas pálidas cubiertas de rayas de caminos, de cursos de ríos, de mínimas torres de poblaciones, con sus querubines mofletudos que soplaban los vientos y con sus delfines retorcidos que asomaban en el azul del mar. Muchos ríos, muchas ensenadas y aquellos nombres que eran de batallas o de alzamientos, junto a pequeños grupos de casas: Utrecht, Gante, Harlem, Delft. Los dedos recorrían los linderos de las provincias, condados, ducados, señoríos, obispados y grandes familias. «Nunca ha sido un reino. Dominios distintos que pertenecían al patrimonio del Emperador.» El dedo recorría las provincias: Frisia, Holanda, Zelanda, Brabante, Flandes. Eran tierras pobladas. Mucha niebla, mucho verdor de humedad, molinos de viento que de lejos parecían gigantes moviendo los brazos, grandes rebaños de ovejas y ríos y canales por todas partes. Mucha riqueza de comerciantes, navegantes, tenderos, tejedores y prestamistas.

Todas las religiones imaginables. Luteranos, calvinistas, católicos de muchas vertientes. Más habían sido los católicos en el Norte, sin embargo ahora dominaban los protestantes. Por los caminos se movían los regimientos armados y las caravanas de gente acobardada que emigraba.

Más de un mes llevaban las provincias sin gobernador. Gobernaba nominalmente el Consejo Real, gente indecisa y asustada. Las tropas se habían ido amotinando, deponían a sus jefes y elegían a otros para atacar los poblados, robar las casas y matar sin misericordia.

«¿Dónde está ahora Guillermo de Orange?» Las opiniones variaban con los visitantes. No estaba nunca mucho tiempo en el mismo sitio. Los más viejos lo recordaban en las ceremonias de la abdicación de Carlos V. El mozo apuesto y arrogante que sostenía al Emperador. «Fue una gran lástima que se le escapara a Alba, que lo hubiera ajusticiado junto con Egmont y Horne.» «Ese fue el peor de los errores», afirmaba otro. «La ejecución de Egmont y Horne privó al rey de España de sus mejores instrumentos para la pacificación. Allí cambió la suerte de esas provincias.» Ahora lo que quedaba, de acuerdo con las promesas de Requesens, era retirar las tropas del rey, los alemanes, que son los más, y los españoles; pero primero habría que pagarles. «Qué va a quedar entonces?», preguntaba Don Juan. «Un gobernador desarmado, sin tropas, sin poder, sin dinero.» En los ratos de soledad Escobedo volvía a la carga. «Ya han pasado, señor, dos semanas y la situación empeora. El rey lo advertía en su carta y decía que fuerais volando.» «Y si dijere tranquilamente que no voy, ¿qué pasaría?» Escobedo sacaba sus mejores argumentos. «Eso es lo único que no podéis hacer. Quedaríais deshonrado. No habría otra salida que la que ya han asomado algunos, entrar en la iglesia y ser Arzobispo de Toledo.» Las explicaciones de Escobedo sabían llegarle profundamente. «El camino de vuestro gran destino pasa por Flandes. Es desde allí donde se puede llevar adelante el proyecto de Inglaterra. Con el pretexto de retirar las tropas se puede organizar una invasión por sorpresa, con el apoyo del rey y del Papa. Los católicos ingleses no esperan sino vuestra decisión.» Le tomó semanas decidirse a contestar la carta del rey. Durante todo ese tiempo habían llegado reclamos y presiones de Madrid. No era posible aguardar más.

En la respuesta que escribió con Escobedo se traslucía el fondo de su querella.

Quiso repetir sus objeciones por más que Escobedo trató de atenuarías. Necesitaría dinero, autoridad, libertad de acción. «Deben anularse todas las ordenanzas contrarias a las leyes y costumbres de las provincias que hubieran promulgado los últimos gobernadores…; deben adoptarse asimismo todos los medios que devuelvan al servicio real a los vasallos de Vuestra Majestad que se arrepientan de sus faltas.» Le ordenó al secretario: «Esto quiero que quede así». Dictó con sus propias palabras: «Una de las cosas que más contribuirá al buen éxito de mi misión es que he de ser tenido en elevada estima y que todo el mundo debe saber y creer que, como Vuestra Majestad no puede ir en persona a los Países Bajos, me ha investido de cuantos poderes puedo apetecer».

Luego continuó: «El verdadero remedio a la nociva situación de los Países Bajos, ajuicio de todos, es que Inglaterra debe estar en poder de persona devota y bien intencionada al servicio de Vuestra Majestad…». Hizo un alto y añadió resueltamente: «En Roma y donde quiera prevalece el rumor de que, en esta creencia, Vuestra Majestad y el Papa habían pensado en mí como en el mejor instrumento que podían escoger para la ejecución de sus planes, agraviados como somos todos por los ruines procedimientos de la reina de Inglaterra y por las injurias que ha hecho a la reina de Escocia, especialmente al sostener contra su voluntad la herejía en aquel reino».

Despachó a Escobedo para llevar la carta a Madrid. De palabra le reiteró todas las instrucciones sobre el dinero, los poderes, el reconocimiento de Infante, la empresa de Inglaterra y también el problema de su madre. «A esto hay que buscarle un arreglo pronto y satisfactorio.» En la espera, que no fue larga, continuó el encontrado flujo de noticias sobre las provincias rebeldes. La anarquía había aumentado. Prácticamente no se contaba con las tropas, los protestantes se mostraban seguros y atrevidos.

Escobedo regresó sorprendentemente pronto. El rey estaba molesto con la tardanza.

Había que salir de inmediato por la vía de Lombardia hacia Flandes. Había prometido dinero y apoyo; de lo demás no había dado ni negativa ni respuesta formal.

Fue entonces cuando abruptamente resolvió, en abierta desobediencia, ir primero a España. «Es una temeridad», le observó Escobedo.

Se embarcó para Barcelona. Al llegar allí envió una misiva al rey: «He dejado mi puesto e incurrido en desobediencia por el deseo de besar las manos de Vuestra Majestad y por los intereses de la Corona, que son guía de mi conducta en toda circunstancia».

Una cara se iba borrando y otra iba apareciendo en el espejo. Una que no se parecía a ninguna de las otras anteriores. Las manos suaves de Doña Magdalena de Ulloa frotaban el tinte negro en el cabello y el bigote. Un ser extraño iba asomando. Octavio Gonzaga hacía muecas. «¿Qué diría el marqués de Mondéjar si viera aparecer este moro en su palacio de Nápoles?» El fondo oscuro sobre la piel le hacía los ojos más claros y extraños.